Los hechos
En la noche del 14 de julio de 1972, una bala de subametralladora P 45 entró por la espalda de Nelson Berreta, un militante tupamaro que estaba detenido en el cuartel de La Paloma de Montevideo, sede del Grupo de Artillería 1 del Ejército. Otra bala entró en su pierna. En pocas horas y en el Hospital Militar, se constató su muerte.
Berreta había intentado, horas antes, poner fin a la tortura, y se ofreció a colaborar buscando una oportunidad para eludir a sus captores.
Frente al número 1377 de la calle Capitulares, en el barrio Conciliación, Berreta bajó de uno de los dos vehículos que formaban parte del operativo. Estaba esposado, detrás de él lo seguían el teniente primero Sergio Velazco, que estaba al frente de la patrulla, hoy fallecido, el teniente segundo José Sosa, el cabo Walter Álvez, y los soldados Clodomiro Martínez, Ramón Silva, Ángel de los Santos y Leonardo Vidal Antúnez. En determinado momento Berreta se lanzó a correr mientras gritaba “déjenme ir, no quiero volver”, y recorrió aproximadamente 30 metros. Velazco ordenó abrir fuego. El único que obedeció fue Leonardo Vidal. Una ráfaga de su arma terminó con la vida del detenido.
La Justicia militar recogió la versión de los militares. Ningún vecino fue convocado a prestar su testimonio y el expediente, como era previsible, se cerró sin ninguna consecuencia para nadie. El crimen no se indagaría en la Justicia ordinaria hasta 2011. Nueve años después, uno de los indagados fue procesado con prisión.
La defensa
La defensa ejercida por el Centro Militar pone el acento en la obediencia. Dice que del expediente militar surge que el soldado actuó en cumplimiento de su deber, “bajo las órdenes de sus superiores naturales y en cumplimiento del protocolo de actuación previsto en el Reglamento de Actuación Militar”.
Como abogado del Observatorio Luz Ibarburu y patrocinador de la denuncia, estuve en las audiencias en las que declaró, tantos años después, el obediente Vidal. En la última lo escuché decir que él no había declarado eso que dice el expediente militar y que la firma al pie del acta no era suya. La jueza y la fiscal adjunta de la Fiscalía Especializada en Crímenes de Lesa Humanidad escucharon lo mismo. “El contenido [del acta del expediente militar] no es correcto”, dijo el indagado. “Tampoco reconozco como mi firma la que se me exhibe”. Así figura en el expediente radicado en el juzgado letrado en lo penal de 27º turno, actualmente a cargo de la jueza Silvia Urioste Torres. Sin embargo, la pericia caligráfica determinó que la firma es auténtica.
La decisión judicial
La jueza hizo lugar al pedido de la Fiscalía Especializada en Crímenes el 10 de junio y procesó con prisión a Leonardo Vidal, imputado por la comisión de un delito de homicidio, desestimando las oposiciones planteadas por su defensa.
Con la provisionalidad que impone una resolución que recién da inicio al juicio penal propiamente dicho y no es aún ni condena ni absolución, leamos a Silvia Urioste: “Corresponde rechazar la alegación de la Defensa respecto a la exculpación de la conducta imputada en virtud de la obediencia debida, no solo por resultar incongruente con la versión del (indagado) –quien negó haber efectuado los disparos que dieron muerte a Berreta y desconoció su firma en las actuaciones realizadas por la Justicia Militar–, sino porque para que tal acontezca deben darse copulativamente los requisitos establecidos en el art. 29 del Código Penal, entre los cuáles [sic] se encuentra la obligación del agente de cumplir la orden, que se percibe claramente, no se configura en la especie”.
El artículo 29 establece una causa de justificación que exime de pena: está exento de castigo quien ejecuta un acto ordenado o permitido por la ley. ¿Por qué sostiene la Justicia que no se aplica en el caso? Sigamos leyendo a Urioste: “Los mandatos manifiestamente delictivos no son obligatorios, menos en un hecho tan grave como un homicidio, de lo cual el imputado, no obstante su baja condición jerárquica, tenía suficientemente claros e interiorizados los valores en juego y se encontraba en condiciones de reconocer la ilegalidad clara que cometía, al dispararle al detenido una ráfaga de metralleta por la espalda, en zona vital, cuando este corría esposado y desarmado”.
Incluso cuando la orden del superior es obligatoria, el subordinado está legalmente habilitado a rechazarla si advierte la manifiesta criminalidad de aquella. La doctrina penalista es unánime: no existen casos de obediencia absoluta del inferior que lo obliguen a cumplir la orden, cualquiera que esta sea. Un límite al deber de obediencia consiste en la manifiesta ilegitimidad de la orden. En tal caso, dice la casación italiana, se tiene no ya el derecho, sino el deber de desobedecer.
Sostiene Urioste: “En otras palabras, cuando lo ordenado es manifiestamente criminal, el subordinado no debe cumplir las órdenes, habida cuenta de que, en las legislaciones modernas, no se acepta el concepto de obediencia pasiva, ciega o absoluta”.
Las declaraciones del ministro
El ministro Javier García declaró su preocupación por la decisión judicial. Días después, ante las previsibles críticas, ratificó su punto de vista: “Un soldado raso en un operativo callejero no puede decir ‘vamos a consultar a la Facultad de Derecho’”. El mensaje, emitido inicialmente luego de una reunión con el presidente, es gravísimo. Su ratificación lo agrava aun más.
No se le puede atribuir error al ministro sino algo peor: la intención política de debilitar los límites jurídicos del poder de fuego del aparato represivo estatal.
El ministro coincide con la defensa ensayada por el Centro Militar en la causa penal. Pero lo hace desde una posición de poder institucional que provoca una riesgosa irradiación en el interior de las Fuerzas Armadas. La ley de patrullaje de frontera, sancionada en 2018, que el propio ministro menciona y que les encomienda a las Fuerzas Armadas “tareas de vigilancia, así como de apoyo a los organismos con jurisdicción y competencia en la zona fronteriza”, no habilita la emisión de órdenes criminales. Esta ley no podría ser invocada sin más como causa de justificación que exima de pena. Sin embargo, el mensaje gubernamental apunta a estimular la brutalidad irreflexiva. Y es nada menos que el mando superior de las Fuerzas Armadas el que envía este pernicioso mensaje. No se le puede atribuir error al ministro sino algo peor: la intención política de debilitar los límites jurídicos del poder de fuego del aparato represivo estatal.
La vinculación con la agenda punitivista (que merece tildarse de neofascista) de la ley de urgente consideración es inevitable. Cuando la Policía y las Fuerzas Armadas reciben mensajes de aliento represivo de parte de las autoridades civiles, todos estamos en riesgo. A los previsibles reclamos sociales, que derivarán inevitablemente del evidente deterioro de ingresos salariales y tasa de empleo, se los espera con la amenaza cierta de una respuesta estatal violenta. El enemigo, en ese caso, no será el narcotráfico, sino los y las que protestarán. Los que exigen trabajo y pan, pero también las y los que reclaman por un medioambiente sano o las y los que luchan contra la pandémica violencia patriarcal. Si levantas la vista verás volar pájaros de mal agüero.
El terrorismo de Estado sufrido por nuestro país implicó la masiva violación de los derechos humanos. Fueron tiempos de ausencia de garantías, en que órdenes criminales tales como ejecutar, abusar, torturar o hacer desaparecer a un detenido se cumplían sin discusión. El histórico fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos del caso Gelman (24 de febrero de 2011) expresa en su párrafo 254, y con relación a la persecución penal en casos de graves violaciones a los derechos humanos: “el Estado debe disponer que ninguna otra norma análoga (además de la hoy derogada ley de caducidad), como prescripción, irretroactividad de la ley penal, cosa juzgada, ne bis in idem o cualquier excluyente similar de responsabilidad, sea aplicada y que las autoridades se abstengan de realizar actos que impliquen la obstrucción del proceso investigativo”.
La impunidad que cubre la mayor parte de los crímenes del terrorismo estatal es –¡ese sí!– un pésimo mensaje.
Las sombras de aquella noche de julio de 1972 en la que ejecutaron a Berreta, en el contexto de violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos, no se habrán disipado si los funcionarios que hoy portan armas estatales no están dispuestos a desobedecer eventuales órdenes criminales y a desoír desde ya a estos mensajes gubernamentales que sólo presagian el horror.
Pablo Chargoñia es abogado coordinador del equipo jurídico del Observatorio Luz Ibarburu.