Soy Florencia Torrens, maestra en una escuela de tiempo completo céntrica de Montevideo.
Me veo en la necesidad y también en la obligación de expresar lo que estamos viviendo en estos tiempos.
Presidencia habló por la televisión el jueves 21 de mayo sobre la vuelta a la presencialidad. Nada de lo que dijo fue claro ni demostró tener un ápice de coherencia o trabajo de programación serio y responsable.
El viernes 22 de mayo eran las 18.00 y aún no sabíamos si el lunes trabajábamos presencialmente o no. Nos reunimos virtualmente con la dirección del centro, y cuando terminamos, tampoco teníamos nada claro. Exigimos protocolos escritos, comunes y firmados por las autoridades para que se hicieran cargo después de dichas resoluciones. Empezaron a llegar entonces varias circulares distintas, contradiciendo o cambiando directivas a diario e incluso dentro de un mismo día.
Esta realidad de idas y venidas respecto de fechas de ingreso, edades, protocolo, insumos y condiciones es la única constante que hemos recibido por parte de las autoridades.
Hablan por la televisión de la autonomía que se les va a otorgar a los colectivos para decidir, pero después bajan circulares pretendiendo obligar a los docentes a realizar acciones que poco tienen que ver con el buen manejo del protocolo en la vuelta a clases en un contexto de pandemia mundial.
Hay muchas formas de debilitar a una persona, pero desde el poder la más común es la que no se ve. Es esta: el caos, la incertidumbre, la presión, exigir que se realicen ciertas prácticas establecidas en un protocolo sanitario pero que bajo cuerda nos piden que rompamos.
Tenemos que volver a la presencialidad, pero la administración no provee los insumos. Tienen que estar a 1,5 metros de distancia, pero son niñes que vienen de estar aislades y encerrades tres meses.
¿Por qué no nos consultan? Y si lo hacen (o fingen hacerlo), ¿por qué no toman en cuenta nuestras opiniones y fundamentos respaldados en nuestros estudios y experiencia?
La inspección técnica nos obliga a citar a les niñes que hayan estado desvinculades en la virtualidad para hacerles concurrir antes, a partir del 2 de junio en mi caso. Niñes que tendrán (y esto depende de los días de guardia y la cantidad de desvinculades que cada maestra tenga que atender) sólo cuatro instancias de una hora u hora y media para “ponerse al día” en las áreas instrumentales, léase lengua y matemática. ¿Son máquinas con discos duros a llenar? Si un niño o niña estuvo desvinculado casi tres meses, ¿qué es lo que importa a la hora del reencuentro?
¿Por qué no nos consultan? Y si lo hacen (o fingen hacerlo), ¿por qué no toman en cuenta nuestras opiniones y fundamentos respaldados en nuestros estudios y experiencia?
Hablando con una amiga maestra nos decíamos: “A ningún trabajador se le hace lo que a nosotras”. Sí, lo que a nosotras, digo bien, porque es justamente ahí donde para mí está el meollo del asunto. Somos mujeres. Sin desmerecer a la minoría de hombres que ejercen el magisterio, es una realidad clara que la inmensa mayoría somos mujeres.
¿Quién reproduce el sistema patriarcal capitalista? La educación. No sólo ideológicamente (con lo que imparte y con lo que muestra), sino también logísticamente. Para que la clase trabajadora trabaje y genere capital, necesita poder tener a sus hijos alimentados y contenidos en una institución.
¿Quiénes deben estar a cargo de esa tarea? Aquellas personas que sean más manipulables y estén mejor entrenadas para hacerlo. ¿Quiénes somos la mayoría en el magisterio? Mujeres.
En el Uruguay 77% de las mujeres ha sido víctima de violencia de género en algún ámbito de su vida. 90% de las profesionales del magisterio somos mujeres. Como grupo social, tenemos un perfil sumiso, acostumbrado al maltrato. Es “natural”, entonces, como decíamos con mi amiga maestra, que hagan lo que quieran con nosotras. Al magisterio se lo reconoce como prolongación de un rol maternal, correspondiente al género femenino.
La frase “la maestra es la segunda madre” engloba una subestimación total a nuestro rol como profesionales de la educación, así como al rol de madre en su amplitud y complejidad.
Y mientras tanto, ¿saben quiénes son las autoridades de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP), del Consejo Directivo Central? Hombres. De siete autoridades, entre presidente, secretario y consejeros, sólo hay una mujer, consejera. El sistema administrativo y organizativo de la ANEP es vertical. La autoridad dispone y el que le sigue debajo en el escalafón, cumple. En este caso, muy gráfica y casi obscenamente, queda evidenciado que el hombre manda y la mujer cumple.
Todo este sistema ha creado una imagen social de las maestras que hasta a nosotras mismas nos han hecho creer. Nuestro trabajo no vale, nuestra profesionalidad no vale, nuestra opinión no vale, el derecho a saber qué y cómo vamos a trabajar mañana no vale, nuestro tiempo no vale, nuestros sentimientos y nuestras experiencias, tampoco.
Este discurso lleva años en boga (sin importar el color político) y, a nivel social, me atrevo a decir que un amplio sector de la población hace suya esta postura que se le vende. “Las maestras se rascan”, “tienen tres meses de vacaciones y se quejan”, “cuidan niños, tampoco es para tanto”.
Somos marginadas hasta de la propia clase trabajadora, porque somos mujeres.
En definitiva las maestras no trabajamos, hacemos lo que corresponde a nuestro género: cuidamos niños. Eso no es trabajo, no es clase obrera, es ser mujer. Y está tan, pero tan profundamente arraigado en la sociedad este discurso, que ni nosotras mismas nos damos cuenta que le somos funcionales.
Este trato por parte de las autoridades, que subestima, desvaloriza, ignora, controla, amenaza, humilla, imposibilita, prohíbe, ese trato es maltrato.
Hay un claro y violento desdibujamiento del rol docente, se nos da una única autonomía: la de cumplir con el protocolo. ¿Cómo? Como nos salga, sin insumos, sin las condiciones dadas, controlando que les niñes se mantengan a distancia entre sí durante su jornada escolar, que permanezcan quietos (cuando sabemos que lo que más necesitan es moverse y socializar). Ese va a ser nuestro trabajo ahora: controlar distancias, poner alcohol en gel, desinfectar juguetes, obligar a les niñes a estar quietes y distanciades. Un distanciamiento físico que nosotras, cual carceleras de penitenciaría, iremos haciendo cumplir. ¿No es esto violento para les niñes, además de para las maestras?
¿Nadie piensa en les niñes? ¿En lo que sienten? ¿En lo que necesitan?
Elles recibiendo quietes copiando, escribiendo, hablando con tapabocas; nosotras impartiendo verdades con el pizarrón y el poder. Yo aprendí que así no se aprende.
¿Importa que aprendan? Que al poder no le importa, lo tengo claro, pero ¿a la sociedad en su conjunto? ¿Qué rol ocupan en este paralelismo? ¿Son quienes no denuncian al abusador o quienes culpabilizan a la víctima?
En un vínculo en que el hombre ejerce violencia y la mujer es sometida, la mejor herramienta del abusador es hacerle creer a la abusada que no vale, que sin él no es nadie. De la misma manera, en el magisterio, por costumbre de género y aprendizaje de profesión, nos hemos creído que si no vamos, si no cumplimos, si no acatamos las órdenes, por más absurdas que sean, nos van a castigar. ¿Y qué otra cosa haríamos? Si sólo somos mujeres cuidando niñes, ¿o no?