Este 5 de junio en Uruguay –y el mundo– nos desgarran dos urgencias diametralmente opuestas: el afán de restauración conservadora neoliberal de quienes se han apropiado históricamente de la riqueza, ahora imponiendo reformas como la ley de urgente consideración, y las urgencias de quienes luchan por defender los derechos conquistados y el medioambiente y, al igual que el planeta, sufren las consecuencias de un modelo concentrador y excluyente.

El día del medioambiente nos llama a la reflexión y acción frente a las profundas crisis socioambientales que hoy amenazan a la humanidad y al planeta. En este escenario, y particularmente ante la dramática situación que genera la pandemia, exacerbada por la negativa del gobierno a atender los reclamos de las organizaciones sociales, es clave entender el origen de las crisis para poder generar respuestas que permitan atacar sus causas estructurales y no sólo sus impactos.

Desde la perspectiva de la ecología social, las crisis que nos afectan están interrelacionadas y son consecuencia de un sistema que privilegia la acumulación de capital en detrimento de los sistemas ecológicos que hacen posible la vida y dan sustento a la población. El agua, la alimentación y nuestra salud dependen directamente de los sistemas ecológicos y sus funciones. Por ello, la crisis climática, de la biodiversidad, del sistema alimentario, y hoy la pandemia, exigen una apuesta real y sustantiva a la justicia ambiental, social, de género y económica.

Cada vez son más las voces calificadas que coinciden en la necesidad de una transformación sistémica radical y fundamentan por qué no alcanza con meros ajustes a la globalización neoliberal, un proyecto político-económico que organiza y regula las relaciones sociales y de sociedad-naturaleza en beneficio del gran capital, dando continuidad a la perversa lógica del colonialismo.

El cambio de sistema no significa abogar por una vuelta al nacionalismo, al cierre de fronteras y al aislamiento de los estados. Por el contrario, estas crisis –que son consecuencia de decisiones nacionales pero también globales, así como sus impactos son al mismo tiempo locales y globales– sólo podrán ser resueltas mediante un nuevo multilateralismo e internacionalismo que revierta la agenda neoliberal, responda a las necesidades y derechos de los pueblos y reconozca la importancia de poner fin a la dicotomía sociedad-naturaleza.

La dimensión de justicia se torna cada vez más relevante para el ambientalismo popular. Así lo expresan diversos movimientos que claman por justicia ambiental en sus países y en foros internacionales de la Organización de las Naciones Unidas, en negociaciones sobre el clima y la biodiversidad, en la FAO y en el Consejo de Derechos Humanos. El despojo histórico y las injusticias están en la raíz de la destrucción ambiental, con impactos diferenciados entre los países del norte y del sur global y dentro de esos países. La devastación ambiental está inextricablemente ligada a los sistemas de opresión imperantes: la explotación de clase, el racismo y el patriarcado conducen ineludiblemente a que los impactos del avance del capital sobre los territorios, los sistemas de producción y diversas dimensiones de la vida en sociedad golpeen con mayor fuerza a quienes sufren las opresiones sistémicas.

En estos tiempos, los límites de la economía capitalista y patriarcal han evidenciado la crisis del cuidado, un trabajo menospreciado, no reconocido –y, por ende, no remunerado– que se reproduce en la división sexual del trabajo y se sostiene en la explotación de los cuerpos de las mujeres y disidencias. En un mundo en el que la concentración de la riqueza aumenta a pasos acelerados y vergonzantes, en un continente profundamente desigual, es imprescindible que los cuidados sean parte de las reivindicaciones del movimiento social, poniendo en el centro la vida, lo común, lo colectivo, la solidaridad. Porque si no hay justicia de género no habrá cambio de sistema.

Estas crisis dejan al descubierto cuán profunda es la ruptura entre nuestras sociedades y la naturaleza, provocada por la lógica de acumulación capitalista que se ha fortalecido con la imposición de la doctrina neoliberal y el poder creciente del capital financiero, llevando a la privatización, mercantilización y financierización de la naturaleza y la vida en sociedad. La expansión del agronegocio y otras actividades de carácter extractivo y concentrador destruyen los ecosistemas y la biodiversidad, generan emisiones de gases de efecto invernadero, contaminan nuestros suelos y aguas, y atentan contra la alimentación y la salud de los pueblos.

A esto se suma el poder creciente de los grupos económicos y las empresas transnacionales en la toma de decisiones a nivel nacional y multilateral, en un proceso de cooptación y captura corporativa que compromete seriamente la democracia e impide proyectar e implementar soluciones estructurales a las crisis. Las empresas transnacionales (petroleras, mineras, forestales, de la agricultura industrial) juegan un papel clave en la destrucción ambiental y, a pesar de un evidente conflicto de intereses, participan activamente en los debates políticos imponiendo su afán de lucro y la liberalización, mercantilización y privatización del Estado.

La presión de las transnacionales ha quedado de manifiesto en demandas internacionales de empresas como Philip Morris y Aratirí contra nuestro país. Nada los para: incluso en contexto de pandemia los bufetes internacionales de abogados y las empresas transnacionales se articulan para utilizar los tribunales internacionales de arbitraje de inversiones en su beneficio e imponer sus intereses. Es urgente cambiar las premisas de la inserción internacional y de la integración económica, tomando distancia de la doctrina neoliberal y de mecanismos perversos como los tratados de libre comercio o los tratados bilaterales de promoción y protección de la inversión extranjera, que reducen el espacio político tan necesario para formular políticas públicas en beneficio de la población y del medioambiente.

Además de reclamar medidas urgentes para paliar sus impactos inmediatos, las crisis suelen ser oportunidades para plantear soluciones estructurales desde los pueblos. Esas respuestas integrales, que reafirman el papel central de las mujeres como sujetos políticos, están vinculadas a la soberanía alimentaria y energética, a la justicia climática, ambiental y de género, y también nos permitirán una salida justa de la crisis de la covid-19. Son respuestas que devuelven a los pueblos la capacidad de decidir los modos de producción más adecuados para satisfacer necesidades y garantizar derechos, al tiempo que permiten relaciones de reciprocidad con la naturaleza. El derecho a alimentos sanos, a la tierra, a las semillas criollas sin patentes ni monopolios, al agua, a la energía, que van junto a la organización popular y comunitaria, a la autogestión y al fortalecimiento de los servicios públicos, tanto en el campo como en las ciudades, para la construcción de sistemas alimentarios agroecológicos y justos, sistemas soberanos y públicos de energías renovables, y sistemas de gestión colectiva de la biodiversidad.

La financiación de políticas para la recuperación de esta crisis por covid-19 y preparación para otras inminentes deberá provenir de sistemas tributarios justos que graven al gran capital –no a la clase trabajadora– y de la transferencia de fondos públicos del norte al sur como pago por la deuda ecológica histórica. Asimismo, es imperativo llegar a un acuerdo multilateral entre los gobiernos para prohibir la fuga de capitales de los países en desarrollo a los sistemas financieros de los países desarrollados.

Ante los efectos devastadores de las crisis, el 5 de junio nos interpela y la oposición a la LUC adquiere especial relevancia, porque lo que hagamos ahora como sociedades determinará nuestro futuro.

Karin Nansen es integrante de Redes-Amigos de la Tierra Uruguay y presidenta de Amigos de la Tierra Internacional.