“Ahora volvemos a tomar leche, pero no hay más pan, ni galletas, ni torta, ni bizcochos, ni nada de nada mamá”, sentenció mi hija de siete años hoy al salir de la escuela pública, su segunda casa. Los planteos en torno a la responsabilidad de quienes lo criamos y nuestro deber en tanto adultos de proporcionarle el alimento no demoraron en llegar. Sería bastante estúpido hacer un alegato sobre dicho aspecto, porque de hecho, incluso en los hogares donde el alimento no abunda, las acciones tomadas por las familias para arrimar el pan en tiempos de pandemia e inseguridad económica tomaron muchísimos minutos en el prime time. En la cuarentena también, nos inmunizamos a la revelación de la identidad de personas pobres haciendo colas con el táper bajo el brazo a la espera de la cena, o de vecinos destinando horas de su vida a cocinar para otros. Hasta por momentos capaz que nos vimos embebidos en cierta fascinación de observar desde el sedentarismo de nuestra comodidad capitalista el Máster Chef precario de la solidaridad organizada.

Nadie se cuestionó que ante el hambre, algo hay que hacer. Al punto de que circularon más los pedidos para colaborar individualmente que las exigencias al Estado.

Pero cuando el pan te lo da la escuela, emergen discursos que desconfían de la pertinencia de que el proceso pedagógico y el pan puedan estar vinculados.

Por eso mi defensa es que no se trata sólo de pan, hay que sacarse la harina de los ojos.

No podemos ocultar la evidencia científica que relaciona las condiciones de alimentación con el aprendizaje, y la cantidad de niños y niñas que llegan a clase con la panza vacía, en la actualidad y hace tiempo, tampoco es cosa de estos últimos cuatro meses. Podrán explicarlo mucho mejor pediatras, pedagogos, nutricionistas y economistas. Yo soy sólo una madre escuchando a su hija, viendo esos ojos abiertos de par en par ante un hecho que para su corta edad fue tan significativo como para ser lo único que tenía para contar sobre la jornada.

Compartir el alimento debería ser la oportunidad de habitar la esperanza de que haya un mundo donde ningún pibe sienta chirriar las tripas.

Me adelanto a decir que solamente puedo contar desde su relato de niña que asiste a una escuela de tiempo completo donde hasta el año pasado desayunaba, almorzaba y merendaba. Yo fui a la escuela pública en los 90, era otro cantar.

Pero de algo estoy segura: la voz de los niños no está siendo televisada, y eso duele y preocupa. No me voy a detener en el aporte de los carbohidratos a la alimentación diaria de las infancias. Quiero hablar del valor que tiene compartir el alimento, comer a la par la torta que amorosamente hicieron con sus manos las trabajadoras del comedor de la escuela, el aplauso cuando gusta. El pan es objeto y metáfora, es la expresión material de una política alimentaria y vehículo para la conversación, para el encuentro. Permite, además, incluir la educación alimentaria desde el plato y hacia el estómago.

En los comedores hay tiempo de quietud, de disfrute y sobre todo de aprendizaje. Aprenden a estar con otros, a compartir la porción si no queda más, a cuidar el espacio que es de todos.

Allí no se evidencia la desigualdad de quienes pueden comer galletitas llenas de etiquetas que indican excesos variados, pero son deliciosas, o de aquellos que saborean la mermelada como manjar de los dioses.

Yo soy de las que no quieren que nuestros hijos se angustien porque un amiguito no tiene merienda o le duele la panza. Ya serán adultos y entenderán las consecuencias de vivir en este sistema, donde unos pocos tienen la posibilidad de saciar el hambre de muchos y no lo hacen.

Por eso insisto en que compartir el alimento debería ser la oportunidad de habitar la esperanza de que haya un mundo donde ningún pibe sienta chirriar las tripas. Para que en la cabeza de cada gurí haya solamente lugar para los sueños, el arte, las características de la pradera y las cuentas combinadas. Hablo de derechos humanos, de justicia social. No se trata sólo de pan.

Sabrina Martínez es madre y docente universitaria.