La separación cuerpo/alma, razón/cuerpo, elemento central de la modernidad occidental y cristiana, permea todo el ejercicio de la medicina. Desde el feminismo se ha cuestionado duramente esta dicotomía construida de forma sociohistórica y cultural, y se ha denunciado que esta se traduce también en una división binaria de género, en la que lo femenino es asociado con lo corporal y lo masculino es asociado con la razón. Lo femenino en la cultura patriarcal se desvaloriza y se ve desjerarquizado, lo que se hace visible también en la salud. Esto a nivel de la atención se incorpora en muchos aspectos; por ejemplo, podemos asociarlo con la mayor demanda de consultas en salud de las mujeres a lo largo de su vida, ya que la medicina se ha asociado históricamente con la atención del cuerpo.
En el campo de la salud, esta separación cuerpo/alma impactó en la incorporación de una demanda por una “salud integral” que incorpore aspectos psicosociales, así como en el aumento de la teorización sobre la atención centrada en la persona. Pero incluso desde esta mirada, y en la lucha por la ampliación de derechos, la concepción del cuerpo como un objeto separado permea. Entre las consignas feministas esta idea se deja entrever en frases como “mi cuerpo es mío y con él hago lo que quiero”. Justa demanda de las desposeídas de la historia, a quienes por siglos se les prohibió tener bienes a su nombre, la de ser dueñas al menos de nuestro propio cuerpo. En una sociedad en la que se existe en la medida en que se es propietario, el cuerpo propio es fundador de cualquier otra propiedad. Nuestro cuerpo es un objeto sexualizado para el patriarcado; lo mínimo que reclamamos es que su posesión y su placer sean nuestros. Pero esto no deja de reforzar esta mirada dicotómica entre persona y cuerpo.
Son muchas las veces que, en nuestro rol de pacientes, vimos cómo en la consulta nos sentimos una cosa a examinar, vimos cómo nuestro cuerpo era atendido mientras dejábamos suspendido nuestro ser persona. También hay veces en que los y las pacientes reclaman que no sintieron que fue buena la atención médica porque “ni siquiera me tocó”. En cualquiera de los dos casos está la necesidad de que el cuerpo como tal sea incorporado en la consulta. Esa dicotomía cuerpo/persona nos violenta sin que logremos ponerle nombre a lo que nos pasa, porque esa división está presente en toda la sociedad y en todos sus ámbitos.
Esta concepción centrada en la persona afirmó la existencia de una humanidad abstracta, sin cuerpo, sin clase, sin etnia y sin género. Desde el feminismo se ha denunciado largamente que esta mirada esconde una lógica androcéntrica que generaliza como lo “normal” un cuerpo, una clase, una etnia y un género en particular. La ciencia médica fue pensada desde el hombre blanco, occidental, económicamente pudiente. Lo distinto a esto es “lo otro”, quienes tienen un cuerpo o posición social diferentes, y aunque sean más de 50% de la población están fuera de la norma. Los libros de anatomía tienen cuerpos masculinos para estudiar el cuerpo “normal”; la mayoría de los estudios científicos en los que basamos nuestra práctica médica fueron aplicados en hombres y realizados por hombres. Es ya conocida la denuncia de las desigualdades en la atención de la cardiopatía isquémica o de lo que comúnmente se llama “ataques al corazón”, porque los síntomas típicos se describen en base a estudios realizados mayormente en hombres, y la necesidad de estudiar de mejor manera la sintomatología de las mujeres, en las que es mayor la tendencia a tener síntomas atípicos.
Esa dicotomía cuerpo/persona nos violenta sin que logremos ponerle nombre a lo que nos pasa, porque esa división está presente en toda la sociedad y en todos sus ámbitos.
Es curioso: en Uruguay la principal causa de muerte de las mujeres son las afecciones cardiovasculares y somos más de 50% de la población, pero lo “atípico” en esta enfermedad es lo que nos pasa a nosotras. Existen estudios incipientes que evidencian que las causas de descompensación de las enfermedades cardíacas en hombres y mujeres podrían tener algunas consideraciones diferentes. En una sociedad donde se nos considera a las mujeres las principales responsables del cuidado de los hijos e hijas y del sostén emocional de la familia, los problemas familiares y vinculares son fenómenos que pueden descompensar esta enfermedad con más frecuencia en las mujeres. Sin embargo, la misma sociedad que nos delega sin preguntarnos esta responsabilidad es la que tarda en diagnosticar nuestros infartos porque muchas veces son descartados al ser confundidos con “angustia”. Solamente con estos ejemplos podríamos decir que nuestro proceso de salud-enfermedad-atención está saturada de sexo, de clase, de etnia y de género. La negación de esto y la concepción del cuerpo como algo separado y neutral sólo han generado resultados desiguales y discriminación contra las mujeres y otros grupos.
La cuestión, nos dice Judith Butler, no es si determinado ser tiene o no estatus de persona, sino si las condiciones sociales de la persistencia y prosperidad de su vida son o no posibles. Esto implica tener en cuenta condiciones que incluyen al cuerpo, comer, tener abrigo, tener un techo, medidas de higiene. Sólo si los derechos adhirieran al cuerpo hablarían con la voz de la justicia.
El ejercicio de la medicina ha oscilado en su historia en este binarismo cuerpo/psique, entre la priorización de uno u otro. Sorprendentemente, en cualquiera de estos extremos lo que se genera es vulneración de la vida. Tanto una medicina que reduce la mirada sobre el sujeto a la nuda vida quitándole su lugar de persona, como una medicina que se centra en la persona reduciendo el cuerpo a un objeto, genera enfoques peligrosos para el cuidado de la vida.
El ejercicio de la medicina ha avanzado en la problematización de la necesidad de una medicina “holística” que integre al ser como un todo, y existen experiencias que avanzan en este sentido. Sin embargo, debemos tener en cuenta el concepto de Giorgio Agamben de “estado de excepción”, es decir, la suspensión de la norma que suele considerarse una medida de carácter provisional y extraordinario, un sistema que funciona en base a una emergencia que justifica salirse de la norma momentáneamente, una emergencia que es cada vez más la regla. En estos días de emergencia sanitaria no podemos dejar de tener estas palabras presentes como advertencia.
Tenemos el desafío de apostar por una medicina que no mire sólo la vida desnuda ni el extrañamiento impenetrable de la ciencia. Agamben nos invita a una medialidad pura y sin fin como ámbito de actuar y pensar humanos. Nos invita a un punto de indiferencia entre lo propio y lo impropio, algo que nunca es aprehensible en términos de apropiación o expropiación. Es en este terreno incierto de indistinción en donde tenemos que encontrar el camino de otra medicina, de otro cuerpo, de otra palabra. No renunciar a la indistinción entre zoé y bios, cuerpo biológico y cuerpo político. Necesitamos una medicina que parta de esta conciencia.
Roberto Espósito nos llama a pasar de un poder sobre la vida a un poder de la vida, una vida que resista a cualquier poder que intente escindirla en dos zonas subordinadas. La vida, al mismo tiempo corpórea e inmaterial, la indisolubilidad entre psique y cuerpo.
¿Qué ejercicio de la medicina surge desde esta concepción? Estoy convencida de que es desde el feminismo que debemos seguir buscando esta respuesta.
Virginia Cardozo es doctora en Medicina, especialista en medicina familiar y comunitaria, diplomada en Género y Política de Igualdad.