El viernes 26 de junio, la Comisión de Asuntos y Relaciones Internacionales del Frente Amplio (CARIFA) llevó adelante una actividad sobre Bolivia, con la participación del ex canciller y actual candidato a vicepresidente por el Movimiento al Socialismo (MAS), David Choquehanca, y el ex ministro de Planificación y Medio Ambiente, el sociólogo René Orellana.
Las elecciones en Bolivia han sido marcadas para el 6 de setiembre, luego de que el congreso enviara una ley al Poder Ejecutivo a tales efectos, y de que tanto el MAS como el candidato Carlos Mesa (Comunidad Ciudadana) presionaran para que se fijara una fecha. Por supuesto, el ultraderechista Francisco Camacho se sigue oponiendo abiertamente, y la presidenta de facto Jeanine Áñez ha usado la pandemia del coronavirus para dilatar lo más posible la celebración de los comicios. El hecho de que las encuestas posicionen primero al MAS y a su candidato presidencial, Luis Arce, con 30% de intención de voto, parece no ayudar.
La democracia se interrumpió en Bolivia en octubre de 2019, a poco de que el Tribunal Electoral de ese país le diera la victoria a Evo Morales en la primera vuelta, luego de 24 horas durante las cuales se suspendió el conteo por parte del TREP (sistema de transmisión de resultados electorales) y al proyectarse una diferencia de más de 10% sobre su opositor, Carlos Mesa. Con el mismo modus operandi que triunfó finalmente en Venezuela, las denuncias de fraude y el no reconocimiento del resultado por parte de la oposición fueron la base sobre la cual se asentó el proceso. Pero si la Organización de los Estados Americanos (OEA) no hubiera intervenido y declarado el fraude, las cosas no hubieran llegado al punto que llegaron. Con el aval de la OEA, la violencia se recrudeció en Bolivia, Estados Unidos encontró la excusa perfecta para intervenir, los gobiernos de derecha de la región lo secundaron y Camacho acicateó a las bandas fascistas y a los “grupos cívicos” armados desde Santa Cruz. Finalmente, las Fuerzas Armadas le pidieron la renuncia a Morales, quien aún no finalizaba su mandato. Se constelan entonces los elementos clásicos de un golpe de Estado a la vieja usanza: Fuerzas Armadas, injerencia externa, violencia fascista... y un contexto de elecciones signadas por la legitimidad controversial que produjo la decisión del Tribunal Constitucional luego del referéndum de 2016.
El golpe de Estado en Bolivia es ejemplar de un modus operandi por el cual las derechas desplazaron a las izquierdas en los últimos años, luego de la década larga del progresismo en América Latina. Este evidencia tres variaciones, dependiendo de las fortalezas institucionales internas de los países y su importancia geopolítica.
En Argentina, Chile y Uruguay, las derechas llegaron al poder por la vía de las urnas, en amplias coaliciones que supieron aglutinar todas las resistencias a los gobiernos y partidos de izquierda. Tanto en Chile como en Argentina, fueron triunfos más o menos pasajeros, que signaron una época de alternancias políticas en clave electoral. Ecuador configura un caso distinto – y a estudio– de metamorfosis interna del gobierno (que vira de la izquierda a la derecha de la mano de Lenín Moreno).
En Brasil y en Bolivia (y en el olvidado Paraguay) se dieron golpes de Estado, lisa y llanamente. La forma en que recurrieron a los mecanismos institucionales (mayorías parlamentarias que habilitaron a juicios políticos sin sustento legal, acusaciones de fraude que interrumpieron procesos democráticos, etcétera) no pueden ocultar lo que son: desde las antiguas clasificaciones de Aristóteles en La política se tipifican como golpes “oligárquicos”, cuando las democracias amenazan los intereses de las clases más poderosas.
Todos estos procesos tienen elementos comunes. El primero es la judicialización del conflicto político como herramienta de erosión de la democracia. El “asesinato moral” y luego “jurídico”, por usar los términos de Hannah Arendt (Los orígenes del totalitarismo) de personalidades públicas es una de las estrategias más innovadoras. Los juicios contra Evo Morales, contra Lula, contra Rafael Correa y contra Cristina Fernández dan cuenta de ello.
El segundo instrumento utilizado es la construcción de un relato capaz de aglutinar las resistencias contra estos gobiernos de izquierda o progresistas, vehiculizado por los grandes medios de comunicación. Se construye una coalición negativa, la de “todos contra” (contra los “K”, Correa, Evo, el Frente Amplio, el Partido de los Trabajadores), que lejos de exhibir virtudes o méritos propios para gobernar, se alimenta apenas del descrédito de los gobiernos y políticos derrotados.
El tercero es la injerencia externa, que cobró renovados bríos desde la asunción de Donald Trump y contó con el apoyo de su “patio trasero”. El giro a la derecha en Estados Unidos que supuso el pasaje de la administración Obama a la administración Trump ayudó a la reconfiguración de las derechas más duras en el continente y le dio vía libre a la administración norteamericana para diversas operaciones de prepotencia armada y comercial; desde China a Venezuela. A su vez, ello redundó en un desmantelamiento de los organismos regionales concebidos a lo largo de una década (como la Unión de Naciones Suramericanas) y ayudó al cambio en la orientación de la OEA, triste cómplice e impulsora de la escalada golpista en la región. En el caso de Bolivia, diversos documentos del Departamento de Estado atestiguan esta injerencia: desde el cuestionamiento, en noviembre de 2017, de la decisión del Tribunal Constitucional, hasta las múltiples advertencias en 2018 de que “no están dadas las condiciones para llevar a cabo elecciones libres e imparciales”, que abonaron las acusaciones de fraude. La presencia de Estados Unidos y de la OEA en la elección y su posterior desenlace configuran el hito de intervención externa en la política doméstica de los estados latinoamericanos más desembozada y más audaz de las últimas décadas.
La intervención de la OEA en las elecciones de Bolivia fue lo que “habilitó” el golpe de Estado. Lo justificó, le dio una razón, lo construyó políticamente.
No hay duda de que los gobiernos del MAS sacaron a Bolivia de un ciclo largo de recesión económica e inestabilidad política. El país experimentó un crecimiento económico sostenido e inédito durante 13 años, mejoró sus indicadores sociales, redujo la pobreza y la desigualdad, les dio poder y voz a las mujeres (está entre los primeros lugares en el mundo en representación política femenina) y a los indígenas, y reinventó el relato de la izquierda en clave de “descolonización”. Pero la audacia de intentar construir un proyecto de desarrollo nacional con base en sus recursos propios (especialmente, a través de los límites impuestos a la inversión extranjera directa en el gas y en el litio) fue la gota que desbordó el vaso de la tolerancia geopolítica hacia este país que, hasta hace apenas una década y media, era considerado un estado “fallido”.
Todo empezó –como siempre– con algún problema “institucional”. Pero ha de constatarse que ya existían fugas del proyecto, desafección de sus aliados y conflictos no menores entre el gobierno y sus bases populares. El proceso, en realidad, comenzó con el referéndum constitucional de 2016. Por 51% a 49%, Evo perdió la votación que le permitiría presentarse otra vez como candidato a la presidencia. Y el referéndum galvanizó todas las protestas y malestares que se habían ido construyendo en sus 13 años de mandato. Un año más tarde, optó por elevar un pedido de inconstitucionalidad por la limitación al mandato que la carta constitucional imponía. El Tribunal Constitucional (TC) falló a favor de la inconstitucionalidad. Apenas expedido el dictamen, la excusa para el golpe estaba, de algún modo, prefigurada. Y aunque siguió siendo mucho el apoyo popular al MAS y a Evo (como lo demuestran el ajustado resultado del referéndum que perdió y el resultado de la elección que ganó), se fue dando una situación de empate que la derecha golpista aprovechó para desempatar de la peor manera.
La actuación de la OEA fue vergonzosa. Nada que no conozcamos ni hayamos visto en las décadas infames en que esta organización expulsó a Cuba pero nada dijo sobre las violentísimas dictaduras chilena, uruguaya o argentina. Pero como las elecciones estaban bajo sospecha, a causa de la falta de legitimidad –no de legalidad– que produjo la decisión del TC contra el resultado del referéndum, cualquier cosa iba a desatar un escándalo.
Que el TREP haya suspendido la transmisión de los resultados electorales no ameritaba una denuncia de fraude. Incluso, que la tendencia en el 5% restante de los votos escrutados posteriormente fuera ampliamente favorable al MAS podía ser cuestionada (dado el voto mayoritario del MAS en esas circunscripciones electorales). Pero el extenso documento en el que la OEA sostuvo que detectaba “12 irregularidades intencionales” que podían levantar la sospecha de fraude en 226 de las 4.692 actas escrutadas, y en el que señalaba que “en el 5% de las actas faltantes se registraba un apoyo a Evo superior que en la tendencia estadística general”, fue lo que justificó el golpe. Hay varios documentos que señalan la debilidad de los argumentos de la OEA, y el último es el informe realizado por Curiel y Williams del MIT (citado por el Washington Post el 27/02/2020), en el cual argumentan que “no hay una diferencia estadísticamente significativa en los votos antes y después del conteo preliminar. Es altamente probable que Evo Morales haya pasado el margen de los diez puntos porcentuales”.
La intervención de la OEA en las elecciones de Bolivia fue lo que “habilitó” el golpe de Estado. Lo justificó, le dio una razón, lo construyó políticamente. Con base en ello, la derecha más golpista inició una escalada de violencia terrible, con quemas de las casas de los dirigentes, detenciones políticas arbitrarias, amenazas de muerte y amedrentamiento físico a dirigentes sociales y políticos (la pérdida del embarazo en la cárcel de Patricia Hermosa, la ex jefa de gabinete de Evo Morales, es sólo una muestra). En medio de esa escalada de violencia, Evo fue forzado a renunciar. Se lo “pidieron”, como en los golpes de Estado clásicos, las Fuerzas Armadas. Y esto fue acompañado por la inacción más tremenda de la Policía, que se mantuvo al margen y permitió la masacre.
En la región, hablaron abiertamente contra el golpe de Estado Alberto Fernández y Rodolfo Nin Novoa. La mayoría calló o aplaudió miserablemente el derrumbe de la naciente democracia boliviana. Esto pasó en octubre del año pasado. Esto sigue pasando hoy. A pesar de ello, el MAS vuelve a intentar el camino de las urnas. Con sus máximos líderes proscriptos y en el exilio, en medio de detenciones arbitrarias y asesinatos de líderes campesinos, el MAS vuelve a intentarlo. Una y otra vez. Ardiente paciencia.
Escribo estas notas porque es poco lo que se sabe de Bolivia. Es poco lo que se informa, es poco lo que aparece, casi no sale en los diarios. No es importante como Brasil, cercana como Argentina u objeto de vilipendio universal como Venezuela. Que no sea por nuestro olvido o por nuestra ignorancia que este 6 de setiembre se nos pase por alto que allá, en la Bolivia olvidada y condenada, miles de hombres y mujeres están luchando por su libertad, por sus derechos, por su dignidad.
Constanza Moreira es politóloga y dirigente de Casa Grande, Frente Amplio.