Se sabía que iba a ocurrir, pero no sabíamos cuándo. La calle volvería a hacerse sentir en un país que no tiene costumbre de hacerlo: “protestar” ha sido un verbo sospechoso de afinidades con la guerrilla, y los colombianos se caracterizan por la resiliencia, actitud indispensable para sobrevivir al realismo trágico de Macondo.

Y ahora, casi un año después de que el país se estremeciera por un paro nacional pausado por las vacaciones de fin de año y las maniobras gubernamentales, fue un incidente policial en una calle de Bogotá, análogo al caso de George Floyd en Estados Unidos, el que desató la indignación acumulada contra una institución que durante los cinco meses de confinamiento fue noticia por sus arbitrariedades. Javier Ordóñez, estudiante de derecho y padre de dos niños, fue asesinado a golpes por siete uniformados en una estación de Policía donde lo llevaron después de que le impusieran, a la vista de una cámara de celular, varias descargas eléctricas y lo sentenciaran a muerte con un fatal “de esta no se salva”.

La errática forma en la que se manejó la pandemia dejó a Colombia con una democracia maltrecha y un saldo social inédito: desempleo de 20% e informalidad laboral de 48%. Incapaces de equilibrar los valores políticos en juego, los gobernantes justificaron la extensa cuarentena con un “estamos salvando vidas”, un artículo de fe que demandaba confianza y encierro. Pero llegó la hora de pagar la cuenta.

A pesar de la persistencia de la anacrónica guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y de las bandas criminales residuales, Colombia es la democracia más antigua y estable de América Latina. Sin embargo, y quizás por eso, su clase dirigente tiende al inmovilismo, la Justicia se niega sistemáticamente a reformarse, el Congreso y los partidos tienen un alto desprestigio, asociados, como están, al clientelismo y la corrupción. El fetichismo por la ley convive con una impunidad superior a 90% y una caída en picada de la confianza en las instituciones judiciales por cuenta de su ineficacia y politización.

El predominio de una visión estrictamente jurídica impide tomar decisiones de política pública más audaces y darles lugar a la ética y a otras disciplinas en la conversación pública. Por eso, para algunos incautos o cínicos, los anuncios de “investigaciones exhaustivas” y de “cero tolerancia” contra quienes se apartan de la ley –como hizo el presidente Iván Duque frente al caso de Ordóñez– deberían zanjar cualquier discusión. ¿Para qué hablar de injusticia o inequidad o por qué expresar solidaridad y compasión si lo que necesitamos es aplicar la ley y defender las instituciones?, parecen pensar muchos dirigentes.

En este contexto, cuando la calle habla, muy pocos saben interpretar sus reclamos. Y con frecuencia, ni siquiera son escuchados. Además de las sospechas de motivaciones insurgentes –reforzadas por el ministro de Defensa con supuesta información de inteligencia de complots nacionales e internacionales– y del inmovilismo de la dirigencia, está el factor vandálico, que hace que buena parte del establishment político, económico y mediático del país se centre casi exclusivamente en el vandalismo contra bienes públicos y asuma que este es el hecho más relevante de las manifestaciones. Por eso, aun las protestas ciudadanas más justificadas, como las que suscitó el asesinato de Ordóñez y varios civiles más por parte de la Policía, no son vistas como un asunto de derechos y democracia, sino como un problema de orden público.

Duque, rehén de la Fuerza Pública

En junio de 2018, Colombia eligió a un candidato inexperto y casi desconocido para dirigir los destinos del país. Su mayor logro, como en las dinastías, era ser el designado por Álvaro Uribe, el fenómeno electoral más importante en lo que va del siglo. El discípulo, sin embargo, ha demostrado estar muy lejos de la estatura política de su mentor. Y si su maestro gobernaba como un general del Ejército, su discípulo lo hace apenas como un patrullero de la Policía. Si su maestro heredó un país en el momento más crítico de la amenaza insurgente y ante el abismo de ser un Estado fallido, el discípulo lo recibió cuando acababa de firmar la paz y tenía el desafío de llevar el Estado a todo el territorio. Pero no supo cómo hacerlo.

Como es previsible, un gobierno con la retórica del conflicto armado no ha podido interpretar al país del posacuerdo de paz.

Iván Duque tiene un libreto para otro país y un discurso sólo para sus bases –incluida la Fuerza Pública –, una versión del conservadurismo de derecha cuya deriva autoritaria lo lleva a exhibir como mayores logros la aprobación de la cadena perpetua para violadores de niños y haber copado las cabezas de los organismos de control. Populismo punitivo y burocracia, básicamente. Y aunque su gobierno tiene mayorías en el Congreso, ha sido incapaz de pasar una sola reforma de envergadura, a pesar de que el país reclama reformas estructurales a la Justicia, a la salud y al sistema pensional, entre otras.

Como es previsible, un gobierno con la retórica del conflicto armado no ha podido interpretar al país del posacuerdo de paz. Aun con más de una decena de muertos y casi dos centenares de heridos en las calles de varias ciudades durante las protestas –una situación que la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, llamó “masacre” y “lo más grave que le ha pasado a Bogotá desde la Toma del Palacio de Justicia”–, Duque ha insistido en su defensa acérrima de los policías, a quienes llama “héroes y heroínas”.

Quizás sea mucho pedirle a un gobierno de derecha que pida sinceramente perdón a las familias de las víctimas de la violencia policial. Pero es difícil de entender que se niegue a reformar estructuralmente un Frankenstein institucional: una institución civil que depende del Ministerio de Defensa, cuyos abusos juzga –es un decir– la Justicia penal militar y que sigue anclada en la lógica operacional amigo-enemigo de la época del conflicto armado.

Pero más allá del diseño institucional, es incomprensible también porque los abusos policiales se volvieron parte del paisaje y su desaprobación ha pasado del 14% de julio de 2008 al 57% de agosto de este año. Sin embargo, no es sólo un problema de praxis: el Código de Policía aprobado por el Congreso en 2016 les dio más facultades a los uniformados, algunas de ellas tan invasivas de las libertades como que pueden ingresar a una vivienda sin permiso del residente, multar a los ciudadanos por consumir licor en las calles o si tienen sucia la fachada de su casa.

Por eso, aislado en la Casa de Nariño, donde sólo gobierna con sus amigos de la universidad y sus ex compañeros del Banco Interamericano de Desarrollo, y se comunica con el país desde que empezó la pandemia por medio de un programa de televisión diario que recuerda el Aló, presidente de Hugo Chávez, Duque sigue intentando convencer al país de que los abusos policiales son obra de “manzanas podridas” y expresa, cuantas veces haga falta, a quienes parecen tenerlo de rehén, su solidaridad de cuerpo y su apoyo irrestricto. Y así, donde hay reclamos de ciudadanos indignados ve un problema de orden público; donde hay peticiones de reformas ve amenazas de desestabilización; y donde hay expresiones de inconformismo sólo atina a responder: “¿de qué me hablas, viejo?”.

Iván Garzón Vallejo es politólogo y profesor asociado en la Universidad de La Sabana, doctor en Ciencias Políticas de la Pontificia Universidad Católica Argentina. Este artículo fue publicado originalmente en www.latinoamerica21.com.