Lo que pasó el miércoles en Washington exige análisis profundos y detallados desde varios ángulos, que aquí no podríamos ni esbozar, pero algunas precisiones son indispensables desde el inicio.

En primer lugar, hablamos de la derecha, y hay que reafirmarlo porque ya comenzaron los intentos de diluir o desplazar lo evidente. Por un lado circulan versiones, sin el menor fundamento, sobre “infiltrados izquierdistas” en la turba de notorios seguidores de Donald Trump que irrumpió en el Capitolio. Por otro, se plantean argumentos infantiles, en la consabida línea de “ahora hablan de esto, pero ustedes...”, o se remite el problema al impreciso territorio del “populismo”, que presuntamente atraviesa a la derecha y a la izquierda.

Sin embargo, en este caso hay responsabilidades muy específicas, y las apariencias más superficiales y grotescas no deberían disimularlas. Los grupos de fanáticos que actuaron el miércoles fueron azuzados y envalentonados por Trump, no sólo ese día sino durante años. A su vez, Trump tiene sin duda características anormales y chocantes, pero no es apenas “un loco” con agenda propia ni logró adueñarse por casualidad de gran parte del Partido Republicano.

La historia de ese partido en las últimas décadas muestra un firme y sostenido avance de sectores nefastos, integrados por personas menos extravagantes que las que asaltaron la sede del Congreso, pero a la vez –y por eso mismo– más peligrosas. Sectores que consideraron conveniente utilizar a Trump como mascarón de proa, pero que no dependen del presidente saliente ni se irán con él.

Las fantasías sobre el papel de Estados Unidos como ejemplo de democracia para el mundo fueron sacudidas el miércoles por un espectáculo bochornoso. Pero lo relevante no es el espectáculo, sino sus guionistas.

En segundo lugar, sí hay algunas cuestiones generales que nos conviene tener muy en cuenta, no para quitarle a la derecha su responsabilidad, sino para defender mejor la convivencia democrática. Acontecimientos como el del miércoles se han hecho más factibles, en Estados Unidos y en el resto del mundo, porque hay un caldo de cultivo para su desarrollo.

En la sociedad actual se han angostado los espacios de intercambio productivo entre puntos de vista diferentes. Grandes sectores viven en “burbujas” en que se reproduce y se reafirma todos los días un solo relato sobre la realidad, mucho más vinculado con lo emocional que con el raciocinio. En esas condiciones, numerosas personas se convencen (son convencidas) de que todos sus males son obra de un enemigo perverso y deshumanizado, que no merece siquiera ser oído y cuya desaparición urge.

Revertir la tendencia a la disgregación social debería ser un rasgo distintivo de quienes se consideren izquierdistas o progresistas, pero la tarea desafía y convoca, justamente, por encima de las divisiones partidarias. En realidad, sólo es viable realizarla con el compromiso de sectores muy diversos. Se trata de reconstruir una plaza pública en que encontrarnos, respetarnos y descubrir en qué podemos y queremos cooperar. Hay pocas cosas que necesitemos más.