En una primera parte de esta entrega procuré aportar un marco de referencia para el análisis y discusión sobre la pertinencia del Instituto Nacional de Colonización (INC) y anunciaba que en una segunda entrega trataría de discutir los principales argumentos utilizados para cuestionar el INC. En esta columna, que debe entenderse como parte indisociable de la anterior, pretendo discutir los principales argumentos que suelen esgrimirse para cuestionar -cuando no atacar- al INC, su funcionamiento o su propia razón de ser.
Por supuesto que no todo son discrepancias con esas voces críticas y, de hecho, empiezo por levantar y hacer propia la observación de que el INC maneja una cantidad formidable de recursos sin que exista un debate serio sobre el logro de sus objetivos y los resultados alcanzados. Incluso agrego que esa crítica, que comparto, debería trascender la mera evaluación de los recursos económicos a la que suele reducirse el reclamo y, por el contrario, incorporar, además, otros recursos igualmente relevantes que también están bajo el dominio de la gestión del instituto.
En efecto, es notorio que en gran parte de sus 70 años de vida -pese a que el INC ha sido el principal instrumento de política pública de tierras del país en base a una legislación de avanzada para incidir en la estructura agraria nacional- el instituto padeció la inexistencia de políticas de largo aliento de gestión de la intervención, mostró escasa articulación con otras políticas públicas, una muy débil evaluación de su accionar y hasta sufrió el manejo discrecional de sus recursos, vinculado tanto a la falta de profesionalismo en la gestión, como al ocasional ingreso a través de políticas clientelares de funcionarios y colonos beneficiarios.
También coincido, aunque parcialmente, con la observación de que el país no sabe a ciencia cierta cuál es el valor de mercado de esas tierras que posee en el INC ni realiza una valuación periódica (¿anual?) de esos recursos, siendo que se trata de un patrimonio muy superior al de cualquiera de nuestras principales empresas públicas. El matiz que tengo es que, lejos de alarmarme que el Estado posea ese riquísimo patrimonio, destaco la importancia de su existencia y de la construcción a lo largo de siete décadas que es lo que le permite a nuestro Estado alcanzar esa cifra patrimonial sin dudas formidable para nuestra escala.
Más valor habría que darle todavía a esa construcción patrimonial de todos los uruguayos -y sentirnos orgullosos por ello- si se considera que gran parte de ese valor corresponde a la valoración del activo tierra que fue oportunamente comprado a lo largo de varias décadas a valores varias veces inferiores al actual. Dicho de otro modo, para explicarme mejor: ¿cuál sería el valor total de ese activo a los precios históricos de la tierra previo al salto de los valores de los campos a principios de este milenio? Probablemente hablaríamos de un patrimonio con un valor de entre cuatro y ocho veces menor que el actual. Quiere decir que gracias a que a lo largo de décadas el Estado invirtió en tierras -con la oposición clásica de algunos sectores- el país se vio beneficiado con un aumento del valor patrimonial de entre cuatro y ocho veces de la inversión original.
El otro matiz que tengo con la exacerbación de la mirada económica del asunto -que admito que quizás sea por mi aproximación rudimentaria a la materia- es que no alcanzo a comprender qué utilidad tendría, excepto a efectos contables de interés sobre todo para los que viven en ese mundo, hacer el ejercicio de realizar una valoración anual del activo tierra siendo que se trata de un bien que no se va a enajenar. Con esto vuelvo a la cuestión epistemológica que señalaba en la columna anterior: ¿quién y desde qué lugar pontifica sobre si conocer la variación anual del valor del activo tierra en manos del INC es más o menos importante que la discusión, por ejemplo, y por poner un tema recurrente, de definir si el colono debe o no vivir en el predio? No estoy diciendo que no se haga esa valuación periódica, pero sí digo que, en todo caso, parece más bien una decisión de tercer o cuarto orden de relevancia.
Seguramente existan algunas otras críticas con las cuales también encuentre coincidencia total o parcial, pero, en honor a la brevedad, prefiero enfocar la discusión sobre los puntos de desencuentro.
Un primer argumento, reiterado hasta el hartazgo, es la pequeña escala (tamaño predial) de las unidades de producción que, en trazos gruesos, son de poco más de 100 hectáreas por colono. Carece absolutamente de cualquier sentido técnico opinar sobre la escala a partir de un promedio general de superficie por colono (calculado como el cociente entre la superficie gestionada por el INC y el número de colonos) con prescindencia del rubro que se explota: granja, lechería, agricultura, ganadería, etc. Pero también es un error descalificador opinar de la escala sin considerar, entre otros aspectos, los fines para los que fue asignada esa fracción (de explotación económica, de complemento o subsidiaria, de subsistencia mínima) que la propia ley de creación del instituto establece. Nuevamente, parece un punto de partida saludable antes de emitir opinión tomarse el trabajo de leer el Art. 7º de la Ley 11.029, en el que se establecen las diferentes modalidades de colonización.
Hay una levedad infundada en afirmaciones recurrentes del estilo “Con esa superficie es muy difícil tener producciones eficientes...”. Se precisan elementos de juicio más sólidos antes de realizar afirmaciones como la anterior, y lo cierto es que no existe ningún sustento técnico ni evidencia empírica que permita afirmar -sin otras consideraciones- que la escala (la superficie predial) sea una condicionante per se de la productividad o de otro indicador de eficiencia técnica. De hecho, tomando el principal rubro de ingreso de divisas del país, y el que más superficie y productores involucra, de acuerdo con los datos del último censo agropecuario, el 85% de los establecimientos que se dedican a la ganadería como principal fuente de ingreso no solo son menores a 500 hectáreas, sino que muestran una superficie promedio de 186 hectáreas.
Comprendo que para un detractor del INC -amparado en la parcial escasez de información agregada sobre los coeficientes técnicos y resultado económico de los colonos- sea muy tentador soltar preguntas retóricas que, en realidad, son afirmaciones encubiertas que pretenden denostar al instituto acerca de la calidad de los empleos o la productividad de sus establecimientos en relación con las del resto del sector agropecuario. Pero lo cierto es que la información objetiva indica que la superficie promedio de los predios del INC presenta una distribución más equilibrada que la del conjunto nacional, con una participación menor de explotaciones muy pequeñas (minifundios) y muy grandes (latifundios). También es muy relevante la participación de la producción originada en los predios del INC, por ejemplo, en las cadenas de valor ganadera (criadores y recriadores-engordadores) con vínculo con la fase industrial (frigoríficos e industria lanera) o en la cadena de valor lechera.
Suele afirmarse también, con tanta insistencia como falta de fundamento, que en la actualidad no sería pertinente que un país se preocupara por radicar población en el medio rural o que la mayoría de los ciudadanos quieren vivir en centros poblados. No solo se trata de una afirmación temeraria, por decir lo menos, que contradice los enormes esfuerzos que realizan los países desarrollados que solemos mirar como modelo para revertir la migración rural, sino que niega la aspiración real y el deseo concreto de miles de compatriotas que abandonan el campo por fuerzas ajenas y contrarias a su voluntad, pero que ansían poder retornar. Pero también desconoce la de otros muchos compatriotas que sin tener origen rural buscan su realización en ese modo de vida, que es mucho más que producir quilos de tal o cual cosa. Esa demanda por tierra puede ser fácilmente visualizada en la lista de aspirantes a colonos porque, en definitiva, la pregunta relevante no es qué proporción de la población quiere vivir en centros poblados, sino saber cuántos desean hacerlo en el medio rural y cuál es la demanda insatisfecha por tierras (que ese listado de aspirantes está muy lejos de agotar).
¿No existe un fenomenal traspaso de renta de sectores productivos a sectores propietarios rentistas que, al menos, merecería ser analizado en pie de igualdad con la preocupación que generan las tierras que posee el INC?
También se repite, en lo que parece ser un grave error conceptual, que todo ese instituto es “sólo” para sus 5.200 colonos beneficiarios (que se presenta como la cantidad aproximada de colonos entre propietarios y arrendatarios). Veamos un poco el asidero de tal afirmación. Esos 5.200 colonos representan en torno al 11%-12% del total de las explotaciones del país. ¿Es despreciable representar el 11%-12% de las explotaciones? Con ese criterio, y razonando por el absurdo (como merece el argumento), sería válido también afirmar que el sector agropecuario en su conjunto es despreciable ya que la totalidad de los productores del país son una fracción insignificante de la población del país, toda vez que la población rural representa menos del 6% de la población del país.
Probablemente, una de las críticas que desnuda diferencias conceptuales más fuertes sea la que afirma que el activo tierra no es esencialmente diferente a cualquier otro activo de los que se utilizan en la producción de bienes o servicios y que, por lo tanto, no se justifica que tenga ningún tratamiento particular ni, mucho menos, la existencia de un instituto para garantizar el acceso igualitario al recurso. Una afirmación de esa naturaleza es un parte aguas ya no sobre la posición frente a una determinada teoría económica, sino sobre la propia concepción del funcionamiento del desarrollo humano en el planeta. La mejor forma de responder esa afirmación es invitando a hacerse las siguientes preguntas: ¿qué semejanzas y diferencias tiene el activo tierra con cualquier otro activo de los que se utilizan para la producción de bienes y servicios?; ¿qué otro activo hay que no sea reproducible y que no se desvalorice?; ¿acaso la tierra no es también base territorial de la soberanía de un país, fuente de soberanía alimentaria o asiento de servicios ecosistémicos, por ejemplo?
Otro argumento utilizado es afirmar que como la superficie involucrada es baja (menos del 5% de la superficie productiva del país) no tiene un impacto relevante en el acceso a la tierra o en la equidad en el uso del recurso. Dejando de lado que el impacto no se mide solo en la superficie colonizada, va de suyo que si no existiera el INC la equidad de la distribución sería aún peor. Sería valioso analizar con mayor atención los efectos del INC en la dinámica económica, social y hasta ambiental de determinados territorios a escala local y compararla, por ejemplo, con la del entorno inmediato no colonizado.
También aparecen críticas sobre cuestiones menores o coyunturales procurando mostrarlas como incapacidad en la gestión o dificultades administrativas culpa de la impericia o desidia de los funcionarios y autoridades del organismo. Se hace mención, por ejemplo, a determinados campos en particular, o a determinada superficie del instituto, en general, que pese a haber sido comprada aún no fue arrendada a colonos. Descartando la mala intención de esas afirmaciones, adjudicándolas únicamente al desconocimiento, y sin perjuicio de que el mecanismo de asignación pueda ser perfectible, mayoritariamente en esos casos se trata de tierras que están en proceso de ser adjudicadas que, como se comprenderá, a efectos de dar las necesarias garantías, se trata de un proceso que implica una serie de pasos que llevan su tiempo.
Sin embargo, que esas tierras estén sin arrendar no significa que no le produzcan ingresos al INC (y al país). Porque esos campos, hasta el momento de ser adjudicados a los colonos que los ocuparán, son tierras que mientras tanto están ocupadas por pastoreantes (gracias al conocimiento local de los propios funcionarios del INC), quienes pagan un pastoreo por el uso de estas. Muchas veces esos pastoreantes -que, reitero, pagan el pastoreo- son los propios aspirantes a colonos que empiezan bajo esa figura a hacer sus primeras experiencias productivas.
Otra crítica que suele señalarse es que, en definitiva, lo que hace el INC es otorgar tierras en arrendamiento a un precio subsidiado y que el subsidio de la renta -que hay quienes lo cuestionan como un elemento distorsionador de la economía- es más o menos la mitad del valor de mercado. Las preguntas que habría que hacerse son las que cualquier productor que debe arrendar campo para producir podría responder de ojos cerrados: ¿el INC otorga tierras con arrendamientos a precios subsidiados u otorga tierras con rentas (que son de ajuste semestral) calculadas a partir de la productividad real del suelo y de los precios de los productos que se generan? ¿Acaso quienes trabajan en campos arrendados no preferirían un sistema de fijación del valor de la renta acorde a los ingresos que genera y con plazos de los contratos que permitan darle mayor estabilidad a su emprendimiento? ¿Desde qué posicionamiento (económico, ético, del interés nacional, etc.) se afirma que el crudo valor de mercado de las rentas (contaminado por la especulación inmobiliaria y por otro tipo de presiones) es un indicador más genuino del valor de la renta? ¿No existirán en ese mismo valor de mercado del arrendamiento -el costo, por lejos, más alto que pagamos todos los arrendatarios- factores contaminantes en la formación del valor teórico “puro” de la renta? ¿No existe un fenomenal traspaso de renta de sectores productivos a sectores propietarios rentistas que, al menos, merecería ser analizado en pie de igualdad con la preocupación que generan las tierras que posee el INC? Porque no deja de ser llamativo que siendo el arrendamiento la forma de tenencia de la tierra de casi la cuarta parte de las explotaciones agropecuarias del país, no sea motivo de análisis, preocupación o discusión igualmente acaloradas que las que involucran al instituto.
Resulta curioso que se afirme que una mejor solución sería que el Estado no invierta en comprar tierra para luego arrendarla y que, en cambio, subsidie las rentas de los colonos en contratos con propietarios particulares. Evidentemente, pareciera que subsidiar rentas no molesta tanto, siempre y cuando el que percibe la renta sea un particular. Ese aparente ahorro que haría el Estado al no invertir en compra de tierras, es solo eso, aparente. Pero, además, pretender reducir la política de colonización a una política de subsidio del arrendamiento de la tierra en momentos en que la concentración y extranjerización de la tierra alcanza valores récord no solo es una transferencia interminable de recursos hacia esos sectores, sino que lejos de revertir el fenómeno tendería a mantenerlo o, más seguramente, a incrementarlo.
Por supuesto que las críticas que recibe el INC no se agotan en las anteriores, así como tampoco las respuestas a ellas. No obstante, la precedente discusión debería contribuir a comprender que no se trata de un debate exento de complejidades y también plagado de afirmaciones de dudoso sustento, lo que obliga a extremar los esfuerzos para realizar un tratamiento riguroso y ordenado en base a posiciones debidamente fundamentadas desde la multiplicidad de ángulos y enfoques que requiere el abordaje serio de un tema en el que va la suerte de nuestras futuras generaciones.
Gustavo Garibotto es ingeniero agrónomo, exdocente e investigador en la Universidad de la República, productor rural ganadero y asesor privado.