En las últimas décadas, las grandes farmacéuticas han desplegado todo su poder para hacerse del control progresivo de los ensayos clínicos que sirven de base a la aprobación y comercialización posterior de sus fármacos. Hasta hace unos 40 años, una porción considerable de las investigaciones biomédicas gozaba aún de autonomía respecto de la industria; actualmente, la Big Pharma controla la mayor parte de estos estudios, tanto en Estados Unidos como en Europa.1

Conforme avanzaba esta colonización de la investigación biomédica, la manipulación de datos se volvió de más en más impune e incontrolable. En consecuencia, hoy en día la mayor parte de los nuevos medicamentos comercializados son aprobados únicamente en base a informes de sus propios fabricantes. Los organismos reguladores evalúan los ensayos que las farmacéuticas tienen a bien compartir: los evaluadores se encuentran a merced de los evaluados. Y como es evidente, el principal interés de la industria farmacéutica no reside en la salud de la gente sino en el blindaje de ganancias siempre incrementales y en la cotización de sus acciones. El volumen de casos de engaño y fraude detectados en todos estos años es abrumador, y es más que probable que estos casos constituyan apenas una pequeña parte visible del iceberg. Así por ejemplo, un amplio estudio publicado en 2008 puso en evidencia la manipulación de datos de ensayos sobre antidepresivos que sustentaban la solicitud de aprobación de estos fármacos; los datos presentados por la industria a las agencias reguladoras divergían de los datos de los ensayos clínicos efectivamente realizados.2

Un análisis de 164 ensayos que servían de base a 33 solicitudes de aprobación de nuevos fármacos demostró que los estudios publicados no reflejaban la información que la industria había entregado a la Food and Drug Administration estadounidense (FDA), órgano regulador de la aprobación de fármacos.3 Amparada en el “secreto comercial”, la industria esconde sistemáticamente los ensayos cuyas conclusiones no favorecen a sus productos. Cada tanto, gana estado público un escándalo como el del suicidio de un joven de 19 años en 2005 durante una prueba de un nuevo antidepresivo del laboratorio Eli Lilly. Ni siquiera en esta dramática situación fue posible acceder a los datos de las pruebas, por lo que no hubo manera de convalidar –o descartar– las sospechas que recaían sobre el fármaco en cuestión como factor causal. ¿Qué argumenta la industria en apoyo a este secretismo? Muy sencillo: la empresa que diera a conocer los errores cometidos sufriría una desventaja respecto de sus competidoras, que se ahorrarían el tiempo y dinero malgastado por aquella.4 En buen romance: que cada cual cometa sus propios errores y que se haga cargo de sus propias víctimas. Esta lógica –respaldada en este caso por la FDA, que debería proteger la salud de los pacientes– es escalofriante. La sacrosanta competitividad es mucho más valiosa que la muerte de unos cuantos cobayos humanos. La protección del lucro es el valor supremo a defender, aun a riesgo de que otros cometan los mismos errores evitables arriesgando la salud y la vida de miles de personas.

Las grandes farmacéuticas invierten ingentes sumas de dinero en sobornos de directivos de la FDA.5 Los conflictos de intereses en los cargos altos y medianos de la agencia constituyen moneda corriente, es muy común que los reguladores alternen sus puestos con otros en empresas farmacéuticas, fenómeno conocido como de las “puertas giratorias”. Lo mismo pasa con los miembros de los comités asesores de las agencias reguladoras, que a menudo trabajan en ambos lados.

Los científicos empleados en la agencia reguladora no sólo enfrentan a la poderosa industria cuando pretenden evaluar adecuadamente las solicitudes de aprobación de fármacos, sino que deben lidiar con superiores que hacen la vista gorda. En 2012 se supo que la dirección de la FDA había instalado software espía en las computadoras de cinco de sus científicos; estos habían informado a sus superiores sobre problemas de seguridad de fármacos en estudio, y ante su inacción dieron parte al gobierno.6

Ese mismo año, Ronald Kavanagh, excientífico de la FDA, elevó al Congreso de Estados Unidos un crudo testimonio del clima de trabajo en la agencia: “Mientras estaba en la FDA, a los revisores de medicamentos se les dijo claramente que no cuestionaran a las compañías farmacéuticas y que nuestro trabajo era aprobar los medicamentos [...] A veces, literalmente, se nos ordenó leer sólo un resumen de 100-150 páginas y aceptar las afirmaciones de las compañías farmacéuticas sin examinar los datos reales, que en múltiples ocasiones encontré que contradecían directamente el documento de resumen [...] La respuesta de la FDA a la mayoría de los riesgos esperados es negarlos y esperar hasta que haya evidencia irrefutable posterior a la comercialización, y luego simplemente agregar una advertencia diluida en la etiqueta...”.7

Las dudas o preguntas susceptibles de retrasar la aprobación de un fármaco –sigue Kavanagh– pueden ser castigadas con una reasignación de tareas y aun con el despido; eventos adversos graves y potencialmente letales son excluidos del etiquetado; cuando cierta observación no es del gusto de la empresa evaluada, esta puede quejarse al superior y lograr la remoción del revisor; en una reunión, cierta farmacéutica declaró sin tapujos que había pagado por la aprobación de su producto.

El principio de precaución que protege al paciente ha sido suplantado por el principio de permisión que favorece a la industria: esta siempre goza del beneficio de la duda.

Es muy común que los controladores trabajen de manera estrecha con las farmacéuticas cuyos productos deben evaluar, con lo que se crean lazos de afinidad, complicidades y amistades. En tales condiciones, resulta más fácil empatizar con los argumentos de los conocidos de la industria que contemplar los intereses de pacientes anónimos. Esta connivencia ha habilitado que –tal como pudo comprobarse– la FDA acepte estudios a sabiendas de su falsedad y apruebe fármacos claramente inseguros.8 Puede suceder que en el curso de la comercialización de un fármaco aprobado lleguen informes de daños mortales asociados a su uso; por lo general, la FDA demora mucho en reaccionar, tal como ha reportado David Graham, director durante 40 años de la Oficina de Seguridad Farmacéutica de la FDA.9 Estas negligencias deliberadas acarrean graves problemas de salud y aun muertes evitables entre los pacientes. Una encuesta reveló que más de dos tercios de los científicos de la FDA no creen que los fármacos aprobados por la agencia sean seguros; 81% de los investigadores encuestados opinó que deberían fortalecerse tanto los sistemas de seguridad poscomercialización como la independencia de la agencia.10

El principio de precaución que protege al paciente ha sido suplantado por el principio de permisión que favorece a la industria: esta siempre goza del beneficio de la duda. Así, por ejemplo, la FDA había aprobado el antiinflamatorio Vioxx de Merck aduciendo que no había certeza absoluta de que incrementara el riesgo de enfermedades cardiovasculares. De contemplarse el principio de precaución, la sola existencia de un riesgo previsible hubiera bastado para denegar la aprobación; luego de su comercialización se denunciaron efectos graves y finalmente fue retirado.11 Esta manera de proceder demuestra que la FDA antepone la confianza en la farmacéutica a la salud del paciente; de ahí que la mitad de los fármacos sufran modificaciones en su prospecto debido a problemas graves descubiertos luego de su comercialización. A propósito de estas prácticas, expresa Graham en la entrevista arriba citada: “La FDA sabe perfectamente que un cambio en el prospecto no modifica el comportamiento de los médicos a la hora de usar o recetar fármacos, y sin embargo la FDA actúa como si estuviera realizando un gran bien a la sociedad. En lugar de asegurarse al 95% de que un fármaco es seguro, dicen: ‘No estamos al 95% seguros de que el fármaco pueda acabar con su vida, por lo que asumimos que no lo hará’. Y después lo aprueban para su comercialización”.

Las conclusiones, a cargo del lector.

François Graña es doctor en Ciencias Sociales.


  1. GØtzsche, Peter (2014): Medicamentos que matan y crimen organizado. Barcelona: Los Libros del Lince: 105. 

  2. Turner, EH, Matthews, AM, Linardatos, E et al. Selective publication of antidepressant trials and its influence on apparent efficacy. N Engl J Med. 2008; 358:252-60. 

  3. Rising, K, Bacchetti, P, Bero, L. Reporting bias in drug trials submitted to the Food and Drug Administration: Review of publication and presentation. PLoS Med. 2008; 5:e217. 

  4. Lenzer, J. Drug secrets: What’s the FDA isn’t telling. Slate. 27 de setiembre de 2005. 

  5. GØtzsche, Peter op. cit.: “El poder corruptor del dinero fácil”: 121-125. Mundy, Alicia (2001): Dispensing with the Truth. N.York: St Martin’s Press; Angell, Marcia (2004): The Trouth about the Drug Companies: How they deceive us and what to do about it. N.York: Random House. 

  6. Lichtblau, E; Shane, S. Vast FDA effort tracked e-mails of its scientists. The New York Times. 14 de julio de 2012. 

  7. Rosenberg, Martha: “El exrevisor de la FDA se pronuncia sobre la intimidación, las represalias y la marginación de la seguridad”, julio 2012. https://truthout.org/articles/former-fda-reviewer-speaks-out-about-intimidation-retaliation-and-marginalizing-of-safety/ 

  8. Ross, DB, The FDA and the case of Ketek. N Engl J Med, 2007; 356:1601-4. Blowing the whistle on the FDA: an interview with David Graham. Multinational Monitor 2004; 25 (12). https://multinationalmonitor.org/mm2004/122004/interview-graham.html 

  9. Union of Concerned scientists. FDA Scientists Pressured to Exclude, Alter Findings; scientists fear retaliation for voicing safety concerns. 20 de julio de 2006. 

  10. Ver la entrevista a Graham citada en la nota 8. 

  11. GØtzsche, Peter, op. cit.: “Merck, donde los pacientes mueren primero”: 237-240.