El cambio que el poder médico introdujo a inicios del siglo XX en el tratamiento del paciente provocó modificaciones radicales en el vínculo con el moribundo. Hasta entonces, este sabía que la muerte se aproximaba y había “puesto sus asuntos en orden”. La muerte era una gran ceremonia casi pública:
“La familia y los amigos estaban reunidos en la habitación, alrededor del lecho, para el adiós. El sacerdote daba el Corpus Christi y, cada vez con más frecuencia, la extremaunción, acompañado a veces por piadosos desconocidos que se habían cruzado con él por la calle. La costumbre era atender a los moribundos y –la expresión era común, pero luego cayó en desuso– ‘asistirlos durante su agonía’. En efecto, se seguían todos los episodios de la agonía, con frecuencia muy dolorosa pero nunca demasiado larga. Después del fin, un anuncio clavado a la puerta, o bien el rumor de los vecinos, invitaba a todos los conocidos del muerto a que fueran a verlo. Estas visitas también estaban destinadas a consolar a los sobrevivientes. Pero ante todo, a quien se honraba por última vez era al muerto, rociándolo con agua bendita, mirándolo antes de que desapareciera. Antes de morir, preside y manda el moribundo. Después de morir, el muerto recibe visitas y honores.
”Dos grandes cambios tuvieron lugar a continuación. En primer lugar, el moribundo fue privado de sus derechos. Se lo puso bajo tutela, como un menor o alguien que hubiese perdido la razón. Ya no tiene derecho a saber que va a morir. Hasta el final su entorno le oculta la verdad y dispone de él, para su mayor beneficio. Todo ocurre como si nadie supiera que alguien va a morir, ni los familiares ni el médico; […] la familia, extenuada, asiste durante días y en ocasiones semanas a lo que en otras épocas duraba –si bien de manera más dramática y dolorosa– algunas horas, a la cabecera de una pobre cosa erizada de tubos en la boca, en la nariz, en la muñeca. Y la espera dura, y un buen día o una buena noche la vida se detiene cuando nadie está atento, cuando ya nadie está al lado”.1
Como se ve, Philippe Ariès relata cómo se consolidó una forma de practicar la medicina eminentemente paternalista, donde el médico en su rol benefactor tomaba todas las decisiones vitales, en mérito a su saber especializado, en desmedro de la voluntad de pacientes y parientes. Es también la época del higienismo, de la asepsia, de la utopía de una sociedad sin enfermos, así como también del auge de la eugenesia y del internamiento como solución para todos los males. José Pedro Barrán nos lo ha explicado en forma insuperable en su obra El poder médico en el Uruguay del Novecientos.
Los progresivos cambios experimentados en las últimas décadas en el tratamiento médico, tendiendo paulatinamente a una desacralización de la profesión médica y a una relación más horizontal con el paciente, han culminado en profundos cambios en el derecho sanitario –todavía no asimilados completamente por la corporación médica– que se patentizan en el nuevo paradigma del consentimiento informado y la autonomía del paciente. En este nuevo marco teórico es que comienzan a ver la luz propuestas legislativas en algunos países occidentales, que buscan restituir al paciente su dignidad, devolviéndole las decisiones sobre su propia muerte, antaño expropiadas en nombre de la ciencia.
Eutanasia y suicidio asistido: conceptos
A efectos de simplificar el análisis, entenderemos por suicidio asistido a aquellas situaciones en las cuales el enfermo causa su propia muerte gracias a que se le ha proveído de determinados recursos que no podía obtener por sí mismo para quitarse la vida. Preferimos referirnos a eutanasia en aquellos casos en que es necesaria también la intervención de un tercero para provocar la muerte deseada por el paciente, pero que este no está en condiciones de efectuar. En este marco, la eutanasia pasiva consistirá en la abstención deliberada de tratamientos médicos que podrían alargar la vida del paciente pero no salvarla, pues la muerte es irreversible. Por su parte, en la eutanasia activa se llevan a cabo actos positivos de ayuda a morir, eliminando o aliviando el sufrimiento del enfermo; esta puede ser directa, cuando la acción se dirige intencionalmente al acortamiento de la vida del paciente, o indirecta, cuando la acción se dirige a paliar el dolor o sufrimiento insoportable, a sabiendas de que ese tratamiento terminará acortándole la vida al paciente.2
El principio de la autonomía personal: la dignidad humana
El principio de la autonomía personal y la garantía de que el límite a esta autonomía lo constituye el daño a terceros constituyen principios básicos del sistema democrático, emergentes ya del pensamiento revolucionario del siglo XVIII. Se trata de nociones inherentes a lo que hoy llamamos “derechos de primera generación”, en alusión a los derechos civiles y políticos que emergerían del pensamiento revolucionario del siglo XVIII y se consolidarían con el constitucionalismo burgués de la primera mitad del siglo XIX. Estos derechos constituyen la principal garantía con que se cuenta de que en un Estado de Derecho el sistema jurídico se orientará hacia el respeto y la promoción de la persona humana, tanto en la dimensión individual emergente del Estado liberal del siglo XIX como a través de su progresiva conjugación con la exigencia de la solidaridad propia del componente social y colectivo de la vida humana que se consolida con los “derechos de segunda generación” en el Estado social de Derecho durante el siglo XX.
A su vez, el concepto de dignidad humana pasa a ocupar un lugar central en los instrumentos internacionales; así, en el Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos, en su art. 1º, y en el Preámbulo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. La dignidad humana consiste no sólo en la garantía negativa de que la persona no va a ser objeto de ofensas o humillaciones, sino que constituye a su vez la afirmación positiva del pleno desarrollo de la personalidad de cada individuo; y el pleno desarrollo de la personalidad supone por una parte el reconocimiento de la total autodisponibilidad, sin interferencias o impedimentos externos, de las posibilidades de actuación propias de cada individuo, así como la autodeterminación, que surge de la razón humana y no de una predeterminación dada por la naturaleza. Al mismo tiempo, esta noción se estructura concibiendo al hombre en su relación con los otros, por lo que la dimensión intersubjetiva de la dignidad reafirma su carácter de principio fundante de los derechos fundamentales.
Sobre el concepto de la autonomía personal, Gloria Gallego García dirá que “los hombres y las mujeres modernos no encuentran tolerable que otros determinen en qué ha de consistir su felicidad, qué han de hacer, y cómo han de vivir. Lo saben mejor que nadie, y si eligen ser infelices, demandan la libertad para hacer también esto; lo más importante es estar a cargo de su propia vida”.3 Se trata de la autonomía como la capacidad para elegir su plan de vida y dar rumbo a la existencia mediante la toma de decisiones propias; lo que se valora no es la posesión de la verdad moral ni una actuación supuestamente buena de manera objetiva, sino el ejercicio mismo de la autonomía. Lo valioso no es la opción que nosotros hagamos con la libertad, sino la posibilidad que tenemos de decidir por nosotros mismos lo que queremos hacer con nuestro curso vital. Esa decisión de por sí es valiosa más allá de lo que hagamos con ella. La autonomía personal es un fin último que no puede ser explicado por referencia a ningún otro fin ulterior.
¿Cuál es el límite a la interferencia en la autonomía personal?: el perjuicio a terceros. Como diría John Stuart Mill en su obra Sobre la libertad, cada uno es el agente y el custodio de sus asuntos, de su salud, integridad física y moral, y tiene la más amplia autonomía para decidir y deliberar sobre su propio bien, sobre lo que le conviene en el conjunto de su vida, o sobre lo que es necesario para ser feliz. Este principio implica que los individuos tienen la libertad de realizar cualquier comportamiento no lesivo para terceros, aun cuando se trate de conductas que puedan causar en otros rechazo moral, o que lo infrinjan a sí mismos. Este principio se encuentra recogido en el art. 10 de nuestra Carta: “Las acciones privadas de las personas que de ningún modo atacan el orden público ni perjudican a un tercero están exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la República será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe”.
El suicidio integra la libertad general de realizar cualquier comportamiento no lesivo para terceros, libertad que es consecuencia del principio de autonomía personal. La voluntad de morir es una determinación moralmente legítima, la realización de la cual es básica para asegurar la autonomía personal hasta el último momento, hasta los confines de la existencia. La autonomía para decidir sobre el final de la vida es la continuación y culminación de la autonomía para conducir la vida. Las decisiones sobre seguir viviendo o terminar con la vida pertenecen al individuo, que ha de realizarlas de forma personal y conforme a su carácter, sentimientos y convicciones. En este contexto es que se ubican los institutos de la eutanasia y el suicidio asistido.
Nueva relación médico-paciente
Si bien la historia de la Medicina nos muestra un médico paternalista, que decide conforme a su criterio lo que es mejor para el paciente de acuerdo con el criterio de beneficencia, el panorama contemporáneo se va centrando en la noción de autonomía. Con ello, se produce un apartamiento sustantivo en la relación médico-paciente de la tradición hipocrática, con cambios que se comienzan a percibir en el derecho comparado a partir de la segunda mitad del siglo XX; de dicho modelo basado en la verticalidad y superioridad del médico (técnica, moral) se pasa a una relación de horizontalidad e igualdad, al menos normativamente.
Así, se entiende que los tres principios básicos que emanan de esta normativa y que deben orientar toda la actividad sanitaria son: dignidad de la persona, respeto a su autonomía y derecho a la intimidad. El respeto a la autonomía de la voluntad mantiene una estrecha relación con el derecho a ser informado, lo cual debe desarrollarse en una instancia previa, pues cualquier intervención en el ámbito de la salud requiere el consentimiento informado de pacientes y usuarios, que tienen el derecho a decidir libremente entre las opciones terapéuticas disponibles o a negarse al tratamiento. Evidentemente, el derecho a ser informado es el que garantiza que la decisión del paciente sobre los actos que vayan a practicársele sea adoptada en forma libre.
De allí y bajo ese presupuesto, existe consenso en que debe reconocerse la libre decisión del enfermo tanto para decidir renunciar a la protección de su salud, ya sea por la vía de la disposición del bien jurídico en los casos en que con seguridad se produzca una consecuencia lesiva, como para asumir el riesgo en la mayoría de los demás casos, en que aquella posibilidad se presenta como de incierta producción. En consecuencia, el consentimiento informado forma parte de la libertad de autodeterminación, manifestación a su vez de la autonomía personal, y su limitación sólo es admisible cuando se está poniendo en riesgo cierto a terceros.
La autonomía personal en la legislación sanitaria uruguaya
Uruguay ha aprobado en los últimos años una serie de leyes que se vinculan o refieren al tratamiento médico, incorporando la noción de autonomía personal, trasladada al paciente. La importancia que van a tener estas disposiciones radica en que expresamente se reconoce la autonomía en relación con la integridad física y el propio cuerpo, y que, por ende, las personas adultas pueden tomar decisiones en contra de su propia salud.
Así, la Ley 18.161, en el literal H) del artículo 4º, le comete a la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) “contribuir, mediante planes adecuados de difusión, al cambio voluntario de las prácticas, actitudes y estilos de vida que ponen en riesgo la salud”, lo que es coherente con el paradigma de autonomía del paciente. El artículo 11 de la Ley 18.335 basa todo procedimiento de atención médica en el acuerdo entre el paciente y el médico o profesional de la salud interviniente; expresamente, a su vez, establece que el paciente tiene derecho a negarse a recibir atención médica. Se trata de un giro copernicano en relación con el paradigma paternalista en que se fundaban las leyes sanitarias a partir de inicios del siglo XX. Su art. 6º, a su vez, garantiza una atención integral que comprenda cuidados paliativos, en tanto el literal D) del art. 17 garantiza el derecho del paciente a morir con dignidad, evitando el “encarnizamiento terapéutico”. Finalmente, la Ley 18.473, de Voluntad Anticipada, en su artículo 1º establece que “Toda persona mayor de edad y psíquicamente apta, en forma voluntaria, consciente y libre, tiene derecho a oponerse a la aplicación de tratamientos y procedimientos médicos salvo que con ello afecte o pueda afectar la salud de terceros. Del mismo modo, tiene derecho de expresar anticipadamente su voluntad en el sentido de oponerse a la futura aplicación de tratamientos y procedimientos médicos que prolonguen su vida en detrimento de la calidad de la misma, si se encontrare enferma de una patología terminal, incurable e irreversible”. Esta hipótesis de “testamento vital” es un supuesto que podemos encuadrar dentro de la llamada eutanasia pasiva.
El art. 7º, a su vez, prevé la situación del paciente en estado terminal por una patología irreversible, que no se hubiere manifestado previamente conforme el art. 2º de la ley y siguiendo el procedimiento reglado que ella establece. En ese caso y ante tal diagnóstico, serán consultados sus familiares; por consiguiente, de esta ley surgen las dos modalidades de eutanasia pasiva que brevemente se reseñaron. No existen disposiciones sanitarias relativas al suicidio asistido, dado que se encuentra prohibido por la legislación penal (art. 315 del Código Penal).
El lógico corolario de esta evolución legislativa ha de transitar por la regulación de la eutanasia en sus diferentes modalidades, y del suicidio asistido.
Paulatinamente se ha ido abriendo paso en el derecho comparado la idea de que la muerte digna forma parte de los derechos fundamentales de la persona y que, por ende, esta tiene derecho a decidir cómo quiere morir.
Eutanasia y suicidio asistido en derecho comparado
Paulatinamente se ha ido abriendo paso en el derecho comparado la idea de que la muerte digna forma parte de los derechos fundamentales de la persona y que, por ende, esta tiene derecho a decidir cómo quiere morir. En algunos países a través de interminables instancias judiciales hemos visto cómo los familiares del paciente litigan para permitirle morir cuando no existen posibilidades de recuperación, en tanto en otros casos, ha sido el propio interesado quien ha llevado adelante tales actuaciones. Las principales resistencias a admitir estos institutos por legisladores o jueces provienen de concepciones morales o religiosas que se anteponen a los derechos constitucionalmente garantizados.
Del cotejo de las previsiones legislativas sobre estas situaciones en los estados que expresamente las han regulado (Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Canadá) y el proyecto español actualmente a estudio de su Senado, podemos extraer una serie de aspectos comunes. Se ha tenido también en cuenta la ley aprobada por referéndum en Nueva Zelanda, que entrará en vigencia en noviembre de 2021. El alcance de esta aproximación no permite adentrarse en las normas provinciales de Australia que prevén estos institutos, ni en las locales de algunos estados de Estados Unidos.
Existencia de enfermedad terminal
Suele requerirse en el paciente la existencia de un padecimiento con sufrimiento de carácter insoportable y sin posibilidades de mejora; por ejemplo, la ley belga lo define como “situación médica con pronóstico de no recuperación y [que el paciente] padezca un sufrimiento físico o psíquico constante e insoportable, sin alivio posible, resultado de una afección accidental o patológica grave e incurable”.
No suele exigirse un pronóstico médico de vida que no exceda un determinado período de tiempo (Bélgica, Canadá, Luxemburgo, Países Bajos), a excepción de Nueva Zelanda, donde se establece como requisito que el paciente sufra una enfermedad terminal cuyo pronóstico de vida probablemente no exceda de seis meses. El pronóstico médico suele tener que ser ratificado por otro profesional independiente del tratamiento del caso, quien producirá un informe que se comunicará al paciente. Inclusive en la ley belga, si el médico entiende que la muerte no se producirá en un corto lapso de tiempo, debe consultar con otro médico independiente (psiquiatra o especialista en la dolencia) a efectos de que examine al paciente, compruebe el padecimiento insoportable y el carácter irreversible de la patología y emita un nuevo informe, que se le comunicará también al paciente.
La ley canadiense incorpora el valioso criterio de que no solamente se tiene en cuenta el estado clínico, sino además la propia percepción del paciente: “Una persona padece problemas de salud graves e irremediables cuando, a la vez: (a) tiene una enfermedad, dolencia o minusvalía seria e incurable; (b) su situación médica se caracteriza por una disminución avanzada e irreversible de sus capacidades; (c) su enfermedad, dolencia o minusvalía o la disminución avanzada e irreversible de sus capacidades le ocasiona sufrimientos físicos o psicológicos persistentes que considera intolerables y que no pueden ser aliviados en condiciones que considere aceptables; (d) su muerte natural es el desarrollo razonablemente previsible, tomando en cuenta todas sus circunstancias médicas, aunque no se haya formulado un pronóstico sobre su esperanza de vida”.
Consentimiento informado
El paciente debe ser debidamente informado de la gravedad de su dolencia y de la imposibilidad de recuperación. La solicitud de poner fin a su vida debe ser el resultado de una decisión tomada por una persona capaz y consciente en el momento de formular su petición; dicha petición debe ser efectuada de forma voluntaria, razonada y reiterada, y no ser el resultado de una presión exterior. Se suele exigir varias instancias de reflexión, con explicación a su vez del alcance de los cuidados paliativos disponibles, antes de dar por aceptada la solicitud y proceder conforme a ella.
Debe asegurarse también que el paciente ha tenido la posibilidad efectiva de dialogar sobre su decisión con los familiares o personas de su confianza que desee. Suele prohibirse asimismo al personal médico y sanitario iniciar cualquier conversación con el paciente relativa a la posibilidad de eutanasia o suicidio asistido; podrán únicamente responder acerca de las inquietudes al respecto originadas en el propio paciente.
En todos los casos, la decisión deberá constar por escrito, con diferentes formalidades según el ordenamiento jurídico de que se trate (testigos, firmas, certificados, etcétera). Será revocable en todo momento por el paciente. Es usual que se prevea la posibilidad de que el paciente no pueda firmar, por lo cual lo hará otra persona a su solicitud.
Sin perjuicio de ello, los plazos lógicamente son sumarios, dado que se trata de una persona en grave estado de salud, que solicita la muerte como alivio a su padecimiento incurable. Posteriormente, diversas instancias realizan nuevos registros y controles.
Decisión anticipada
Se suele prever, asimismo, la posibilidad de que el paciente deje asentada su decisión de que se le practique eutanasia una vez entre en estado de inconsciencia a causa de su dolencia irreversible. Se establecen requisitos formales especiales para este documento, que en todos los casos será revisable por el paciente.
Una vez alcanzado el estado de inconsciencia, el médico habitual solicitará consulta de otro médico independiente para confirmar la situación, así como pondrá en conocimiento de esta a la persona de confianza designada por el paciente en el documento suscrito previamente.
Edad para solicitar eutanasia o suicidio asistido
Se suele exigir que se trate de una persona adulta o una persona menor de edad emancipada. Sin embargo, la legislación belga actualmente prevé la posibilidad de que niños con capacidad de discernimiento, que se encuentran en las mismas situaciones de padecimiento irreversible, puedan efectuar la misma solicitud, si bien incorporando mayores requisitos (evaluación psicológica y consentimiento de los titulares de la patria potestad o representantes legales).
Práctica de la decisión final
En Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo, la ejecución de la eutanasia la lleva a cabo personal médico, mientras que en Canadá y Nueva Zelanda, lo podrá hacer personal médico o de enfermería. La ley luxemburguesa también prevé que el médico “procure a otra persona los medios a tal efecto, a la demanda expresa y voluntaria de la misma [el paciente]”.
Inexistencia de delito
Son preferibles fórmulas legales como la luxemburguesa, que afirman la licitud o la inexistencia de delito ante la eutanasia o el suicidio asistido, conforme los procedimientos establecidos a tales efectos. En tal sentido, no resulta recomendable la utilización de la terminología “exención de responsabilidad” o similares, pues no se corresponden con el ejercicio por el paciente de un derecho reconocido por la Constitución y la ley del Estado respectivo.
Resultan importantes, tanto por el reconocimiento de que se trata del ejercicio de un derecho como por sus efectos prácticos, las cláusulas legislativas que ordenan que a todos los efectos, la muerte producto de la eutanasia o el suicidio asistido sea considerada jurídicamente como muerte natural, como prevén acertadamente la ley neozelandesa y el proyecto español.
Reconocimiento judicial
Desde hace décadas, la eutanasia y el suicidio asistido son reconocidos judicialmente. Esta es la situación en Colombia, donde su Corte Constitucional ha dictado diversos fallos garantizando el derecho humano a morir dignamente. Así, la sentencia C-239, de 1997, había establecido que los presupuestos para hacer efectivo el derecho a morir dignamente consistían en el padecimiento de una enfermedad terminal que produzca intensos dolores; y en el consentimiento libre, informado e inequívoco.
La sentencia T-970/14, del 15 de diciembre de 2014, a su vez, estableció los criterios que deberán tenerse en cuenta en la práctica de procedimientos que tengan como propósito garantizar el derecho fundamental a la muerte digna: “Prevalencia de la autonomía del paciente: los sujetos obligados deberán analizar los casos atendiendo siempre a la voluntad del paciente. Sólo bajo situaciones objetivas e imparciales, se podrá controvertir esa manifestación de la voluntad. Celeridad: el derecho a morir dignamente no puede suspenderse en el tiempo, pues ello implicaría imponer una carga excesiva al enfermo. Debe ser ágil, rápido y sin ritualismos excesivos que alejen al paciente del goce efectivo del derecho. Oportunidad: se encuentra en conexión con el anterior criterio e implica que la voluntad del sujeto pasivo sea cumplida a tiempo, sin que se prolongue excesivamente su sufrimiento al punto de causar su muerte en condiciones de dolor que, precisamente, quiso evitarse. Imparcialidad: los profesionales de la salud deberán ser neutrales en la aplicación de los procedimientos orientados a hacer efectivo el derecho a morir dignamente. No pueden sobreponer sus posiciones personales, sean ellas de contenido ético, moral o religioso, que conduzcan a negar el derecho. En caso de que el médico alegue dichas convicciones, no podrá ser obligado a realizar el procedimiento, pero tendrá que reasignarse otro profesional”. A partir de esta sentencia, el Ministerio de Salud colombiano dictó la Resolución 1.216 de 2015, de Reglamentación del Derecho a Morir Dignamente. Se incorpora como una prestación de salud más, cubierta por el sistema sanitario colombiano, por lo que no tiene costo para el paciente.
Por evidentes razones de espacio, no es posible ocuparse aquí de la situación en Alemania, donde la reciente sentencia de su Tribunal Constitucional del 26 de febrero de 2020 reconoció el derecho a la libre determinación de la persona al final de la vida y, para hacerlo efectivo, la licitud del suicidio asistido, ni tampoco de las Directrices médico-éticas de la Academia Suiza de Ciencias Médicas (ASSM) sobre el manejo del final de la vida y la muerte, aprobadas por el Senado de la ASSM el 17 de mayo de 2018.
La reciente sanción de un proyecto de ley en las Cortes españolas y que el tema haya tomado estado parlamentario en nuestro país ponen en la agenda este tema en el marco del paulatino reconocimiento legislativo de derechos que, como expresa la Corte Constitucional colombiana, buscan garantizar el derecho a morir dignamente.
Diego Silva Forné es doctor en Ciencias Sociales y Jurídicas y profesor agregado de Derecho Penal en la Universidad de la República.
-
Ariès, Philippe, Morir en Occidente. Desde la Edad Media hasta nuestros días, 2ª edición, Adriana Hidalgo Ed., Buenos Aires, 2007, pp. 194-196. ↩
-
Mendes de Carvalho, Gisele, Suicidio, eutanasia y derecho penal. Estudio del art. 143 del Código Penal español y propuesta de lege ferenda, Comares, Granada, 2009, pp. 267 y ss. ↩
-
Gallego García, Gloria, “¿Por qué no debemos prohibir la ayuda al suicidio?”, Revista de Derecho Penal Nº 19, Fundación de Cultura Universitaria, Montevideo, 2011, p. 212. ↩