En diciembre de 2020, una nota publicada en la diaria dio a conocer una investigación de Crimen Organizado hacia la actual directora del Programa Nacional de Discapacidad y la Secretaría Nacional de Cuidados, Gabriela Bazzano. Se investigaba el programa “familias articuladas” impulsado por ella y, en su seno, la “entrega de hijos de personas con discapacidad intelectual a otras familias, sin control del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay”. La nota revelaba detalles de la investigación y compartía fragmentos de testimonios de las víctimas, mujeres madres con discapacidad intelectual o psiquiátrica de escasos recursos económicos que permanecían institucionalizadas y estaban en proceso de ser separadas de sus hijos. A pesar del tenor del tema investigado y los enfáticos reclamos de remoción de la jerarca por parte las organizaciones de personas con discapacidad de Uruguay, el gobierno la respaldó públicamente y la mantuvo en su cargo, donde continúa, como si nada hubiera ocurrido.

Transcurrieron varios meses, pero no hemos olvidado y pensamos que el caso da pie a cuestionarnos el lugar en el que la sociedad y el Estado colocan a las mujeres con discapacidad y sus maternidades. En un nuevo “mes de las mujeres”, urge poner sobre la mesa algunas consideraciones que estimulen a alzar la mirada y sostenerla entre todas y todos para comprender por qué, frente a hechos aberrantes, a todas luces violentos y que atentan contra derechos fundamentales, mantenemos no sólo una actitud de pasiva tolerancia, sino –y sobre todo– de evasión de toda búsqueda de pensamiento crítico y empatía.

La maternidad ha sido y sigue siendo un territorio de puntilloso control social, de moralización y subordinación de las mujeres. No hay compañera-madre que no tenga algo para decir en este sentido; todas recuerdan imposiciones médicas, cuestionamientos a sus prácticas por parte del entorno y señalamientos invasivos, incluso desde sus propias parejas y familias. La maternidad es un “deber ser” que en ocasiones se torna insoportable. Y frente a una experiencia también densa de miedos e incertidumbres, doblegar nuestras corporalidades y nuestra posición como mujeres deviene hábito.

Para la sociedad, las mujeres con discapacidad ni siquiera representamos el modelo de “mala madre” sino el de “madre imposible”, y el Estado parece no esforzarse en lo más mínimo para cambiarlo.

El ideal de madre es tan grande, exigente y ambicioso que nunca ninguna mujer podrá realmente alcanzarlo, y simular vuelve nuestras maternidades plásticas, superficiales y dolorosas. En ese concurso las mujeres con discapacidad no podemos participar y las que osamos intentarlo lo hacemos en un permanente estar a prueba. Para la sociedad, las mujeres con discapacidad ni siquiera representamos el modelo de “mala madre” sino el de “madre imposible”, y el Estado parece no esforzarse en lo más mínimo para cambiarlo. Con frecuencia nos asumen no aptas y cualquier falta se atribuye a nuestra discapacidad. Para sostener la fantasía de la buena madre, todas las mujeres tenemos que prescindir de nuestras necesidades, dificultades y no requerir ayuda nunca. Pero ¿qué puérpera o mujer madre no precisa apoyo para saber cómo se hace? ¿Todas sabían cómo se viste un bebé o cómo se da la teta? ¿Todas querían o podían dar la teta? ¿En todo momento están felices y descansadas? ¿Todas pueden con todo en todo momento?

El mandato social no trabaja del mismo modo sobre todas las mujeres. Mientras que a las mujeres comunes se les exige ser madres y se las castiga por no serlo, entre las mujeres con discapacidad ocurre a la inversa: se nos niega serlo y se nos castiga por desearlo apenas. A lo largo de nuestras vidas distintas señales simbólicas y prácticas nos indican que no podemos ser madres. Cuando nací, un familiar cercano dijo: “Ay, pobrecita, a ella le va a costar conseguir novio”. Imagínense: si ni siquiera estaba la posibilidad de que fuera deseada por otra persona, menos aún la de conformar una familia.

Una amiga que tiene ceguera legal nos comparte que su exmarido la amenazaba con quitarle la tenencia de su hijo de cuatro años por su discapacidad. Ella vivió con pánico los primeros años de su divorcio debido al terror de que le quitaran el derecho de ejercer su maternidad y el derecho de ese niño de nutrirse de su madre. Nos cuenta que su hijo aprendió sobre la empatía, la diversidad y la colaboración en el vínculo con ella. A los cinco años se fijaba en los números de los ómnibus porque sabía que ella no alcanzaba a verlos. En otra ocasión, en el jardín, estaban hablando de colaborar, ayudar e integrar y él dijo: “Ah, yo de eso ya sé todo, porque vivo con una discapacitada”. Él creció con la fortaleza y ventaja de naturalizar la diversidad.

Hay que cambiar los prejuicios para cambiar nuestra visión del mundo. Dejar de decirnos que una mujer con discapacidad intelectual no puede ser madre y comenzar a preguntarnos por qué pensamos de ese modo. A las instituciones también les toca hacer su parte. Quizá las redes de cuidado y apoyo que muchas veces tejemos las mujeres con discapacidad dan lugar a vínculos maternales gozosos y vitales. Quizá, en lugar de estigmatizarnos, se pueda aprender algo de nosotras.

Pero no todas contamos con las mismas posibilidades. Aunque la discriminación hacia las mujeres con discapacidad atraviesa todos los sectores sociales, se manifiesta de forma exacerbada hacia los sectores más vulnerables. De hecho, la investigación del caso Bazzano puso al descubierto una violencia de clase brutal: personas de sectores acomodados apropiándose de hijos de personas de sectores sumergidos, una práctica susurrada a medias voces desde hace décadas pero que no nos hemos animado a afrontar.

En una sociedad de lo contenido, de los lugares medios y seguros, de las antitransgresiones, en suma, en una sociedad que se niega a lo diverso, pensar nuevos horizontes del estar juntas y juntos cuesta mucho. Por eso el resonado caso de la jerarca del Ministerio de Desarrollo Social en pocas semanas dejó de resonar y nadie se atrevió a reconocer que “eso” no es algo de ahora ni un hecho aislado. “Eso” (el hecho de que las mujeres madres con discapacidad, muy especialmente cuando provienen de sectores sociales sumergidos y cuando se encuentran en el “interior” del país, son consideradas incapaces y con frecuencia separadas de sus hijos) es parte de nuestro statu quo, que nos indica que todo lo diferente de la norma debe ser sometido a un escrutinio riguroso y permanente, disciplinante al punto de enterrar cualquier gesto propio.

Pero ¿puede el prejuicio ser más fuerte que un Estado presente, que garantice derechos y disponga los recursos necesarios para atender las situaciones que lo requieran? ¿Acaso la moral, la estigmatización de la pobreza y el capacitismo pueden doblegar a las instituciones públicas? Deberíamos responder que no, pero en el Uruguay de hoy parece ser que sí.

La maternidad, como otros vínculos, ha sido vetada a las mujeres con discapacidad a base de miedo, vergüenza y odio. Miedo, por no saber qué hacer o cómo actuar; vergüenza, porque nos educaron en una “ideología de la normalidad”; y odio, porque las diferencias de clase, de género y corporales, cuando se estigmatizan, dan lugar a expresiones supremacistas. El miedo y la vergüenza pueden subsanarse con socialización y educación, y el odio con una reacción social contundente y articulada con una respuesta estatal acorde y efectiva.

Luisina Castelli es antropóloga. Nalhea Ferrés es psicóloga, especializada en discapacidad, madre y mujer con discapacidad.