Los daños mayores son obvios: los muertos que se acumulan, la multiplicación de los desempleados, los enfermos crónicos postergados, la manipulación de las noticias por parte de tirios y troyanos o de lampiños y barbados. La lista es larga y harto conocida.
Los daños colaterales conocidos incluyen la depresión de muchos, el agotamiento de profesionales en las primeras líneas médicas y educativas, pero también la soledad y el desamparo de los que son olvidados o rechazados por el terror que la covid-19 genera y sigue generando. Ya han sido mencionados una y otra vez los efectos en la salud mental que genera y va a seguir generando esta maldita pandemia, tanto a gente con antecedentes como a quienes nunca habían sufrido mental o psicológicamente; porque esto no se acaba ni con la esquiva inmunidad nacional de rebaño, ni con la vuelta a las clases presenciales, ni con la reapertura de espacios culturales o de entretenimiento o de educación.
Hay un daño silenciado que está afectando a muchos y a muchas en la pequeña sociedad en que vivimos. No sólo por aquello de “pueblo chico, infierno grande”, sino porque la pandemia ha afectado valores, ha promocionado afanes protagónicos, ha silenciado o encerrado a parte de nuestra gente, al tiempo que se celebran o se dejan pasar las trampas que algunos se hacen para sobrevivir. No los culpo, pero es claro y visible, de múltiples formas, que este virus desatado en nuestro ondulado territorio ha obligado a muchos a cerrar los ojos o a aceptar mentiras reiteradas o a callarse la boca frente a lo notoriamente injusto o cruel. No me refiero a una única persona, estoy hablando y escribiendo de docenas o incluso más.
La creatividad de nuestra sociedad y de nuestros y nuestros artistas es indiscutible, y florece a pesar de teatros cerrados, espacios clausurados y distanciamientos sociales. Es cierto que la pluma, el baile, el pincel, el sonido o las imágenes requieren de resiliencia, pero también es cierto que con unos pocos pesos ‒7.305, para ser precisos‒ durante unos meses no se puede vivir, pagar servicios, comer o alquilar ni siquiera una habitación. Se debe gastar más en publicidad –de la que hay mucha- de alcohol en gel, tapabocas, hipoclorito de sodio, jabones y desinfectantes que lo dedicado a quienes escriben, bailan, pintan, cantan, tocan una pandereta o capturan imágenes y no pueden siquiera sobrevivir.
Pero insisto, junto con eso está lo otro: la desvergüenza con que se manipula a la cultura, a los artistas y también a los gestores culturales. Desvergüenza que incluye a quienes hacen como que todo está bien. Se supone que la diversidad de culturas no florece con la libertad autoritaria disfrazada de exhortación; porque hay paradojas, hay mentiras, hay falsas noticias por todos lados. Lo podemos leer, escuchar o ver en notas e informativos ‒incluyendo algunas de las redes sociales‒ casi todos los días.
La pandemia ha afectado valores, ha promocionado afanes protagónicos, ha silenciado o encerrado a parte de nuestra gente, al tiempo que se celebran o se dejan pasar las trampas que algunos se hacen para sobrevivir.
El terror comprensible que genera la pandemia no justifica la mezquindad de que algunas personas estén en la situación en que estén, tengan el cargo que tengan, o deban aguantarse o callarse para poder seguir ganándose el pan. La miseria no es solo económica. Hay miseria ética. Hay una enorme crisis moral.
Y cómo duele. Cómo duele ver la mentira reiterada, aquello de “Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad” como sostenía Goebbels en un Reich donde también había terror y miserias. El silencio atronador de los que pueden decir o hacer algo y no lo hacen. Hablo del mundo de la cultura y del de la política, pero ese mundo no es sólo de los artistas, de los gestores, de los académicos, de las autoridades o de los políticos. El mundo de la cultura es de todos los habitantes de nuestro país. Porque la cultura también implica valores. Valores cotidianos que marcan vidas.
No es solo dolor lo que siento. Es bronca. Una bronca que no se atreve a nombrar a aquellas personas de quienes estoy hablando. Porque ese daño también me alcanza y tengo pelos en la lengua; porque conozco a casi todas las personas involucradas ‒a unas las veo en la televisión y a las otras ya no las veo‒, pero no las nombro. Dolor y bronca.
Bronca ante la acumulación de partes de guerra y el silencio de demasiada gente. Reitero no hablo de una persona; hablo de un cambio producido en muchas personas de distintos ámbitos. Bronca ante el dolor y la falta de grandeza. Soy tan viejo como para recordar que cuando era joven se hablaba de la petitesse d’esprit, que no se traduce sólo como “pequeñez de espíritu”. La petitesse se emparenta con la mezquindad, con la mediocridad, con la mentalidad del “primero yo”, del “no quiero al otro porque no habla como yo”, del “es un mentiroso aquel que no acepta que como no tengo hambre, el hambre no existe” o del “mi verdad es la verdad” o “mi mentira es la verdad que tienen que repetir”.
La cultura no se gerencia y tampoco se puede manipular todo el tiempo a todo el mundo. Las gerencias, los gerentes, las gerentas son para el mundo de los negocios, no para las instituciones culturales o políticas. Eso nos está dejando esta pandemia. Eso junto con algo que nos salva, pero que viene de aquellos para quienes el prójimo es más importante que yo o mi vida como gerente/a. Eso que hombres y mujeres –quizás más mujeres que hombres– hacen día a día cuando arman las ollas populares. Esa magnífica resiliencia nada tiene que ver con la mezquindad de los lampiños y barbados –esos que hacen marketing político al servicio del poder de turno– que nos intentan vender el paraíso excepcional de un país escasamente poblado y de paso sacrifican los mejores valores que tuvo y tiene nuestra sociedad. No voy a nombrar a esas personas; ellos y ellas saben quiénes son. Nombrarlas sería posibilitar su memoria, el escarnio moral que nos deja esta dolorosa pandemia como daño colateral.
Hugo Achugar fue director nacional de Cultura.