Contestar la pregunta del título puede ser muy complejo pero también muy sencillo si básicamente nos ubicamos en el dilema moral de aceptar o no la desigualdad; ser de izquierda significa, en primer lugar, sentir la desigualdad ajena como propia e inaceptable y a partir de ahí, accionar la pregunta: ¿qué estoy haciendo para enfrentar ese dilema que me interpela en mi condición básica, simplemente humana?

En otras épocas era relativamente fácil identificar la izquierda política con la izquierda en general. Las imposibilidades de los partidos tradicionales para afrontar la crisis y el desarrollo de las luchas revolucionarias en los 60 en todo el mundo provocaron, en este rincón planetario, un estímulo político-cultural que hizo confluir el movimiento sindical organizado con sectores del arte y la intelectualidad para crear la tan valorada “unidad política”. Corrían tiempos en que la única desigualdad que aquella izquierda –robusta, ideologizada y sumamente activa– ponía en entredicho era la económica. Aún no se habían identificado otros reclamos que, avanzado el fin de siglo y a comienzos del nuevo, pondrían el énfasis en la ecología, la discriminación racial, la condición de la mujer y la diversidad sexual.

La inercia política de los 90 hasta nuestros días marcó un paulatino desgaste del Frente Amplio (FA) y su adaptación progresiva a la política hegemónica, con lo que se volvió una propuesta cada vez más fácil de digerir por el statu quo (ya no más “antioligárquica” y “antimperialista”), acompañando (en ningún caso liderando) la emergencia de la “nueva agenda de derechos”. El proceso, como es sabido, cristalizó en un programa de gobierno que tuvo logros en la mitigación de la pobreza, la mejora de servicios públicos y el aumento de salarios. También es cierto que no logró erradicar la “pobreza estructural” y consolidó la idea de que “política es el arte de lo posible”, entendiendo “lo posible” como administración de las desigualdades sin molestar demasiado a quienes ostentan mayor poder.

Hoy en Uruguay hay dos izquierdas: una izquierda tradicional, político-electoral, y una “izquierda social” (no menos “política”), construida en sucesivas luchas, que creció por fuera de todo cobijo partidario tradicional: las luchas ecológicas, feministas y por la diversidad con dificultad pudieron, en ocasiones, coordinar acciones con el movimiento sindical. Notablemente fraccionada, crecía justamente en cuanto lograba unidad en sucesivas instancias plebiscitarias: contra la ley de caducidad en 2009, contra la baja de la edad de imputabilidad en 2014 y contra la reforma constitucional para “vivir sin miedo” promovida por Jorge Larrañaga en 2019. En todas ellas, esa “izquierda social” no partidizada avanzó mientras el FA perdía liderazgo, iniciativa o, peor aún, en ocasiones ni siquiera intervenía. Sin embargo, llegado el período electoral, la bandera de Fernando Otorgués –o acaso su memoria larga– daba alguna esperanza, por lo menos, para no retroceder.

La imposibilidad de prosperar que –luego de tantos años– ha demostrado la Unidad Popular parece pagar un precio demasiado alto a su “pecado original” de acuerdo con la cultura de izquierda uruguaya: romper la unidad y debilitar, por esa vía, las chances de disputarle el gobierno a la derecha.

El FA tiene por delante una autocrítica ya demasiado postergada. ¿Por qué no pensar esta deuda como un hito histórico capaz de dotarlo de un nuevo salto hacia adelante?

Ordenando estas simples constataciones resulta importante ubicar las chances de reunificar la izquierda en torno a un programa transformador actualizando las luchas del pasado y la potencia que han exhibido las nuevas agencias desvinculadas de los aparatos políticos tradicionales. De sumar a todos aquellos que sintiéndose de izquierda están hoy, sin necesidad de esperar a 2024, dispuestos a ponerle freno al programa restaurador de la derecha. El FA tiene por delante una autocrítica ya demasiado postergada. ¿Por qué no pensar esta deuda como un hito histórico capaz de dotarlo de un nuevo salto hacia adelante?

La opción de “revitalizar” al FA choca con el hecho de que sus principales dirigentes creen que la única política “posible” es la que –paso a paso, bien calculados cada uno de ellos– los lleve de vuelta al gobierno, subsumiendo las luchas populares en torno a ese objetivo. Muy lejos de querer liderarlas o siquiera acompañarlas (y por esa vía crecer), temen –en primer lugar– aparecer como demasiado “desestabilizadores”, poco “responsables” y nada “acuerdistas” frente a un poder en torno al cual giran como lo hace un planeta ante su sol y contra lo que (están convencidos) “pueden” muy poco: el discurso de la derecha y su implacable amplificación en los grandes medios.

Por otro lado, “la izquierda social” no tiene cohesión programática y mucho menos, una expresión organizada. Necesita espacios de intercambio ideológico y político para sintetizar lo hecho y explicar masivamente qué hacer en torno a la lucha por el gobierno, salvo que arguya que esa es una “cuestión secundaria” (argumento que, experimentado el avance de la derecha –justamente, desde el gobierno–, parece poco racional).

Sugiero tres propuestas básicas que ayuden a reformular nuestros principios de izquierda.

En primer lugar, nuestros logros dependen de la más amplia participación popular movilizada y propositiva. Hay que marcar la agenda, y para eso se ha de superar la mera crítica y el recuerdo de lo que “se hizo mejor”. Se trata de avanzar en propuestas cada vez más osadas en lo impositivo, en defensa de una buena alimentación (y por eso del mundo natural), en vivienda, salud y educación para todos, así como en lo ideológico y lo científico. Se torna indispensable la democratización de los medios y los contenidos para ampliar el alcance de lo que es “pensable”, así como promover el conocimiento. Exigir el acceso masivo al arte, el deporte y la cultura en general como los únicos mecanismos efectivos para hacer una sociedad menos violenta, más amable y amorosa. Superar el economicismo de la etapa anterior es una tarea difícil, pero imprescindible.

En segundo lugar, para los actores de la izquierda es fundamental evitar que lo “nacional” opaque la discusión que el mundo –y, por lo tanto, nosotros mismos– debe dar en torno a las posibilidades de sobrevivencia de la vida sobre el planeta, y superar la tendencia que tradicionalmente arrastra el pensamiento crítico –y por eso de izquierda– a privilegiar el desacuerdo con aquellos más cercanos.

En tercer lugar, favorecer y participar en la creación de nuevas formas de vida e intercambio alternativo, solidaridades efectivas, necesarias y urgentes para mitigar la desigualdad.

Por lo tanto, hay mecanismos, tanto en el progresismo como en la “izquierda social”, para avanzar según el lugar y la forma que cada quien encuentre para hacerlo. Hay posibilidades de “revitalizar” al FA, en tanto se establezca una verdadera lucha política e ideológica. Por otro lado, la necesidad de encuentro, discusión y potenciación política de la “izquierda social” es imprescindible y debe hacerse fuera del FA, y ello puede abrir la puerta a una nueva forma de hacer política de las izquierdas en general; haciendo hincapié en la horizontalidad, la crítica al dirigencialismo y, sobre todo, propiciando el canal más seguro (de acuerdo con su propia impronta) para activar una forma permanente –no estacionaria– de hacer política.

José Stagnaro es magíster en Ciencias Humanas y docente de Formación en Educación.