Vivimos un tiempo de cambios. Pero cambiar no siempre supone incorporar aprendizaje para mejorar; a veces, cambiar es un simple acto destructivo.
Asistimos a un tiempo de reformas en la política pública que afectan directamente los espacios de construcción con el otro. Los proyectos sociales y educativos se ven, generalmente, expuestos a un sinfín de paradojas; hoy las estructuras que albergaban las prácticas que construyen a partir del encuentro educativo se ven desmanteladas.
Motiva esta columna los cambios recientes en el campo de la micropolítica socioeducativa provocados por el cierre de un conjunto de proyectos que se ocupaban de construir red entre los adolescentes, los jóvenes y la cultura. El trabajo sobre lo común. A destacar, aunque no exclusivamente, el cierre del programa Aulas Comunitarias (23 de diciembre de 2020), el cierre de Jóvenes en Red (30 de abril de 2021) y la disolución progresiva de la modalidad de trabajo de la cárcel de Punta de Rieles.
¿Qué cambia? ¿Qué efectos produce?
Si bien intentar responder estas preguntas puede convocar una multiplicidad de argumentos desde diversas posiciones políticas, disciplinares y éticas, nos centraremos en tres afectaciones muy concretas. A modo de ejemplo, y para situar al lector, recogemos algo de ya dicho sobre tres de las experiencias que quedarán en la memoria del país.
En las relaciones con la cultura
Estos proyectos tenían algo en común: incrementar la transversalidad de las relaciones de los adolescentes y jóvenes con la cultura, que se puso en movimiento a partir de sostener una oferta educativa día tras día, adolescente por adolescente. Esto resultaba muy importante ya que trabajaban con adolescentes y jóvenes vulnerados en sus derechos y en situaciones de exclusión social. Apartándose de toda perspectiva gobernada por las tradiciones filantrópicas, la política pública se expresó en el desarrollo de programas y proyectos que promueven los lazos con la cultura, interrumpen las lógicas de exclusión social y apuestan a la transformación. Algo que las políticas públicas en nuestro país han hecho muy poco. Un entretejido de presencias y materialidades.
Las iniciativas antes mencionadas hechas política pública se imponen desde el poder, poder crear circunstancias que posibiliten a los y las adolescentes y jóvenes a transitar nuevas relaciones con la cultura. Se promovieron relaciones con la música, el cine, la fotografía, el teatro, la literatura, la gastronomía, los oficios, la ciencia, el trabajo, la educación formal, de modos diversos. Con errores y aciertos, pero quienes trabajamos en educación sabemos que los procesos no son lineales y los efectos de transformación no siempre están a la vista in situ, son una apuesta al porvenir. A pesar de, o en conocimiento de ello, sostenemos tozudamente una posición ética y política de ampliación de lo cultural.
En relación con el placer y la preferencia
La experiencia de la Unidad Penitenciaria 6, conocida como la cárcel de Punta de Rieles, pasó entre los años 2012-2020 por una verdadera revolución. La compulsión de castigar había disminuido en Punta de Rieles luego de mucho trabajo, debates, negociaciones y composiciones. En este espacio carcelario se comenzó a transformar al preso en un sujeto en situación: estar preso es distinto a ser un preso. “No se es preso, se está preso”, dice incansablemente Luis Parodi. Ese es el punto de partida, posibilitar al sujeto no quedar atrapado en su actual posición y proyectarse desde allí, sino identificarse con otras posiciones subjetivas como la de ser estudiante, trabajador, empresario, artista o cooperativista mientras se está privado de libertad. Esa alteración es básica para cambiar, no al otro, sino la situación material y simbólica, el lugar social asignado, o autoimpuesto, o el posible.
El vínculo con la cultura, aprender, apasionarse con algo, activó para muchas personas la posibilidad de imaginar un escenario distinto para su futuro. Reconocerse y proyectar, imaginar para sí mismo, para su familia y también para la sociedad, otras oportunidades de vida.
En relación con la atmósfera democrática que permite avizorar el porvenir
Aulas Comunitarias fue un programa que permitió a muchos adolescentes encontrar un lugar institucional de relación con el saber: luego de ser expulsados por la educación media, encontraban una segunda oportunidad. Una institucionalidad diferente, unas educadoras preocupadas por cada uno, por el proceso de aprendizaje, por hacer movimientos para que todos tengan un lugar.
Algo similar sucedía en Jóvenes en Red, donde los propios adolescentes rescatan la disposición de las educadoras para construir con cada uno de ellos un proyecto educativo. Se trata de una apuesta que el Estado no ha explorado con suficiente intensidad; el país tiene una deuda pendiente con niños y adolescentes, que son quienes pagan los peores costos de la pobreza.
Hace unas semanas, Paula Pereda escribía en la diaria: “[...] El gasto público en infancia continúa siendo relativamente poco respecto de otros grupos de edad, aunque su rol sea clave para no seguir perpetuando desigualdades. Sólo queda preguntarse... ¿Alguien por favor puede pensar en los niños?”. Ampliamos la pregunta para incluir a adolescentes y jóvenes, que cargan con el estigma de ser generadores relevantes en la violencia social cuando eso es controvertido por muchas investigaciones.
Estas tres experiencias tenían sus luces y sombras, eran perfectibles, mejorables, pero significaban un espacio de oportunidad para miles de adolescentes y jóvenes que nacieron y crecieron en la pobreza, incluso en una cárcel. Como lo expresó Juan Miguel Petit a inicios de 2020, hubo avances basados en las actividades educativas, el trabajo y el respeto a los demás, “siendo remarcable el trabajo de la Unidad 6 Punta de Rieles (vieja), la cárcel de Durazno, Artigas, Salto y el Polo Industrial del Comcar”. Parece que el respeto al otro y una oferta educativa, cultural y laboral pueden hacer una diferencia.
Siguiendo a Bruno Latour, entendemos que estos cambios afectan la construcción del espacio público para adolescentes y jóvenes: “El espacio público de una manera muy práctica, que es lo que yo llamo ‘atmósferas de la democracia’. Ahora bien, ‘atmósferas’ es un concepto tomado de Peter Sloterdijk. La idea de lo atmosférico toma lo invisible y palpable de lo que es un espacio. De esta forma, cuando la gente dice ‘el espacio público’, nuestra manera de hablar de ello es mencionar dónde se alberga, cómo se ilumina, sus arquitecturas, cómo se organiza la gente, dónde se sienta, cómo se sacan a debate las cuestiones...”.
La degradación de la atmósfera democrática para adolescentes y jóvenes es grave en un país envejecido, que ha optado por que la pobreza se concentre en los niños y adolescentes, lo que es una constante desde hace más de 30 años. Testimonio de ello son los trabajos sobre infantilización de la pobreza escritos por Juan Pablo Terra a mediados de la década de 1980. En 2020, 40 años más tarde, los niños, niñas y adolescentes siguen ocupando las peores posiciones cuando de pobreza se habla.
¿Qué porvenir pueden imaginar miles de adolescentes y jóvenes que crecen en los márgenes de la sociedad?
Política de la tristeza
En noviembre de 1677, nueve meses después del fallecimiento de Baruch Spinoza, se publicó la Ética demostrada según el orden geométrico, donde desarrolla su teoría de las pasiones. Allí nos dice que las pasiones producen distintos tipos de afectos: los alegres, que incrementan la capacidad de acción, y los tristes, que la disminuyen: “[...] Las afecciones del cuerpo, por la cuales aumenta o disminuye [la capacidad de acción], es favorecida o perjudicada la potencia de obrar de ese mismo cuerpo...”.1 “Los afectos de disminución o de aumento de potencia son pasiones. [...] ‘Pasión’, como en toda la terminología del siglo XVII, es un término simple que se opone a ‘acción’. Pasión es lo contrario de acción. Entonces, literalmente los afectos de aumento de potencia, es decir las alegrías, no son menos pasiones que las tristezas o las disminuciones. A ese nivel, alegría/tristeza es una distinción dentro de la pasión. Hay pasiones alegres y hay pasiones tristes. Esos son los dos tipos de afectos-pasión”.2
Es una idea bastante simple desde donde podemos pensar las relaciones educativas y sociales con adolescentes y jóvenes. Uno de los desafíos de la actualidad es trazar relaciones, activar y fortalecer vínculos con saberes, sujetos, instituciones y materialidades que provoquen relaciones con la cultura e incrementen la capacidad de acción.
Entendemos las prácticas educativas como ese trabajo democratizador que trata de “legitimar las aspiraciones de los sujetos, transmitiéndoles los recursos normalizados para su logro”.3 Las políticas públicas tienen la posibilidad de impactar en las condiciones simbólicas (acceso a la cultura) y materiales (acceso a bienes y servicios de mejora de su calidad de vida). Tramitar de forma conjunta e híbrida ambas funciones permitirá el cambio del sujeto, cambiar la posición social y subjetiva de miles de adolescentes a partir del acceso a bienes materiales y simbólicos, porque “el cambio del sujeto es efecto del cambio de lugar” (Brignoni, 2012).
En este plano, la creación de condiciones de justicia en el acceso al mundo simbólico y material permitirá crear nuevos modos de relación social. Estas señales van en sentido contrario, son acciones de una política de la tristeza que apuesta por disminuir la capacidad de acción, en un contexto de necesario incremento de la presencia de la cultura y del ejercicio de derechos en la vida de miles de adolescentes y jóvenes de todo el país.
Todos estos programas y propuestas se apoyan en la potencia de encuentro con el otro mediada por la cultura. Esos otros, adolescentes y jóvenes cuyas situaciones sociales están desbordadas de estigmas: menores, delincuentes, ni-ni, pobres, peligrosos, conforman parte del resto social. Un resto que sólo habla el lenguaje de la injusticia. Resto que para algunos no es merecedor de lo común, resto que pone en peligro y atenta contra la convivencia social. Resto que debe esforzarse y demostrar no sabemos qué para ser considerado sujeto de derechos. Resto que conforma un grupo desganado, pues, como es consignado en la actual política social, la pobreza y la exclusión son una cuestión de actitud.
Desmantelar la micropolítica de los encuentros supone abandonar el trabajo de construcción del lazo social. ¿Por qué este ensañamiento? Quizás subestimamos la potencia de esos encuentros. Quizás producen más de lo que somos capaces de ver. Quizás estamos frente a renovadas formas de gobierno y control del ejercicio profesional. Una política de la tristeza es la apuesta por la disminución de la potencia del encuentro. Es una política de la segregación y la disminución de la capacidad de producción colectiva, de activar el diálogo intergeneracional mediado por lo cultural.
Hoy el gesto de la política pública es cancelar el encuentro como vía de acceso a la cultura y depositar en los sujetos toda responsabilidad sobre sus trayectorias sociales.
Estas experiencias de política pública fueron potentes ejercicios de invención socioeducativa, instalaron nuevos modos de hacer. Acompañar, decían educadoras y educadores, es nuestra principal función, estar allí, compartir el tiempo y el espacio, habitar el territorio, resignificarlo, alegrarnos con los avances, aciertos o éxitos circunstanciales, y también poner el hombro, llorar y pelear ante los fracasos cotidianos, discutir y problematizar como modo de crecer, sostener un proceso conjunto con paciencia, dejando lugar al aprendizaje del otro, a reconocer en el error una oportunidad de aprender y cambiar. Esos modos de trabajo socioeducativo tensionan a los sujetos, a los profesionales y las instituciones porque van contra la cultura institucional del encierro y la expulsión, pero nos desafían a salir de la comodidad de las instituciones para ir al encuentro del otro en su barrio, en su casa, habitar un territorio en toda nuestra vulnerabilidad.
Un trabajo con los otros, y no sobre los otros, en su situación, una práctica de reconocimiento y encuentro, para desde ese punto de partida tramitar una relación de apropiación y resignificación cultural. Así, el trabajo socioeducativo se aventura en una suerte de composición entre cuerpos que existen y se afectan, hace red aun en escenarios de precariedad total, potencia que incrementa la capacidad de acción.
Emerge un sujeto activo, despierto, exigente. Será ese el silenciamiento que se promueve. Aporofobia, miedo y desconfianza, rúbricas con las cuales se identifica a los y las adolescentes y jóvenes pobres que crecen en situación de exclusión social y cuyos derechos han quedado relegados, parecen estar imprimiendo el rumbo de la acción política actual. ¿Miedo a los otros? ¿Tan diferentes? No lo sabremos, nadie lo va a decir, pero mejor pasivos recibiendo caridad, tristeza.
Sostiene Deligny (2009) que “el menor gesto tiene su historia”.4 Hoy el gesto de la política pública es cancelar el encuentro como vía de acceso a la cultura y depositar en los sujetos toda responsabilidad sobre sus trayectorias sociales. Si bien es común pensar el mundo de la política como un mundo de ideas, las ideas y los afectos no se escinden, se implican. La política de la tristeza se impone como un modo de vaciamiento de la potencia de la acción social y educativa.
¿Qué nos queda, entonces? No olvidar y aprender de estas experiencias. Sostener una pedagogía de los gestos con la cual resistir el desmantelamiento del encuentro con el otro, no reducir la acción social y educativa a actividades (tecno-operativas) administrativas. El desafío de seguir cultivando una red de vínculos interdependientes, en que las relaciones entre cuerpos y materialidades incrementen las transversalidades de las relaciones con la cultura.
La política de la tristeza actúa sobre los adolescentes en situaciones de vulnerabilidad y exclusión sometiéndolos a los vínculos de la caridad, al poder de la beneficencia que inhibe el ejercicio de derechos y la potencia del encuentro con la cultura. Pero también adormece las capacidades profesionales, transforma el cara a cara del vínculo pedagógico en una gestión administrativa.
Diego Silva Balerio y Paola Pastore son educadores sociales, docentes e investigadores en pedagogía social.