El no reconocimiento por parte de integrantes del Estado, y de sucesivos gobiernos, de que hace unos 50 años en nuestro país se asumió una doctrina institucionalizada de represión al servicio de las destituciones laborales, de las persecuciones y los apresamientos, de las torturas, violaciones y desapariciones, de los asesinatos, fusilamientos y enterramientos, o de los vuelos clandestinos, con todos sus efectos, es en sí un acto tan banal como irresponsable ante la historia reciente del hemisferio sur. Indigno de alguien que se asuma como un ser político, histórico y con vocación de servicio a su sociedad.

Las crisis sociales producto de las políticas de despojo arrojaron a miles y miles de personas a la pobreza mientras la concentración de la riqueza se fue consolidando. Este proceso de incremento de asimetrías, asumido como natural por una parte de la sociedad uruguaya, consolidó la profundización de las desigualdades sociales. Una parte de las personas fue aceptando aquello que duele en cuerpos ajenos, incapaz de sentirse en colectivo, en comunidad con diferentes, en hermandad con otros y otras. Los resultados sociales fueron empobrecimiento, exclusión y segregación, resultados increíbles e incompatibles con un proyecto país para todas las personas. Parece que algunos sectores acomodados de la sociedad toleraron aquellas reglas y las asumieron como válidas, simplemente parte de un proceso normal. Seguro que dicha aceptación no sería tal si las consecuencias de las desigualdades cayeran en ellas mismas o en personas muy próximas. En cambio, lo fue para la suerte de un/a otro/a desconocido/a, distante e inaccesible. La noción de brecha es bastante más vieja que la moda actual.

Parece que una parte de nuestra población fue capaz de naturalizar y adormecer la rebeldía ante la injusticia organizada, normalizando sus efectos. Al tiempo que una maquinaria implacable de exterminio fue desarrollada en el Estado mediante sicarios que ensuciaron el uniforme de José Artigas, esos cuerpos perversos vestidos de personal militar, policial o civil mancharon con sangre y dolor la función pública. Con la complicidad de otras naciones, actuaron como los peores piratas, como los más bestiales integrantes de hordas perversas que arrojaban su furia incomprensible sobre los cuerpos de otras personas, de mujeres, de hombres, de jóvenes, de ancianos y de niños y niñas, justificando atrocidades que pisotean cualquier principio ético, legal y humano. No reconocer eso no es otra cosa que una evidencia de su sensibilidad trastornada, por lo menos.

El relato construido de manera binaria en la explicación de guerra interna y de dos bandos buscó ocultar y peligrosamente simplificar los procesos sociales, económicos y políticos.

Hoy es nuestro tiempo, somos un nosotros en el que entrelazamos generaciones, unas que vienen desde lejos en la historia junto a otras que llegarán más lejos en el tiempo que muchas y muchos. Somos parte de una gran familia humana, de un gigante colectivo, y nos resulta imposible asumirnos ausentes. Nos seguimos movilizando porque nos asumimos como seres sociales y entendemos que silenciar nuestra voz nos convierte también en silenciadores. Callando somos cómplices del olvido y nos convertimos también en seres banales, limitados y cobardes, incapaces de llamar a las cosas por su nombre.

En cambio, elegimos decir “presente”, por ese nosotros y nosotras, por quienes fueron y también están. Jamás optaremos por ser cómplices de la aberración que implica naturalizar el horror y a sus perpetradores.

Quedan muchas batallas actuales, quedan miles de desafíos por afrontar para que la vida de todos y todas sea posible, pero quedan deudas colectivas que no podemos ni deberíamos obviar. No podemos incubar nuevos huevos de serpientes.

Elegimos la memoria. Queremos verdad, justicia y nunca más terrorismo de Estado.

Seguiremos diciendo “presente”, seguiremos preguntando dónde están nuestros desaparecidos.

Sebastián Fernández Chifflet es presidente de la Comisión Nacional de Asuntos Sociales del Frente Amplio.