En nota de prensa del 29 de mayo, la directora de la “nueva” Dirección General de Educación Inicial y Primaria ‒creada por la ley de urgente consideración (LUC) ‒ informó que “entre los 74 jardines de infantes públicos de Montevideo que dependen de la ANEP, 19 han reportado algún caso de covid-19. En suma, son 30 las personas cursando la infección: 16 niños, dos directoras, seis docentes y seis auxiliares de servicio”. De estos datos, que según mis cálculos dan cuenta del 25% de jardines de infantes de Montevideo afectados, la máxima autoridad del gobierno político de Educación Inicial y Primaria de nuestro país deduce “que la transmisión no se está dando en el centro educativo”. Sostiene que “el cierre total no es recomendado” y que “la política es sólo cuarentenar unos días a aquellos que fueron contacto estrecho, limpiar el lugar y retomar los estudios”. Es de suponer que con ese número de casos los “cuarentenados” son algunas decenas más.
La directora general basa sus decisiones en el discurso médico referido a que la afectación del virus es más baja en los menores de ocho años, la casi ausencia de niños fallecidos (dos desde que comenzó la epidemia local) y la baja incidencia de contagios (187 niños contagiados cada 100.000 habitantes).
Cabe agregar que estas ideas son expresadas y defendidas por una directora general con formación y trayectoria en el Área de la Educación para la Salud. Por acciones implementadas en programas que durante muchos años estuvieron bajo su conducción, los docentes de mi generación aprendimos el invalorable papel de prevención que cumple la educación en el cuidado de la salud infantil y su importancia para la vida presente y futura de las personas. Me resulta difícil comprender, entonces, la poca importancia que le otorga a la existencia de niños contagiados (¿pocos… muchos… dependiendo de qué?) con un virus de evolución dinámica cuyas posibles secuelas aún se desconocen, así como su valoración de “casi ausente” al referirse al fallecimiento de dos niños, sin contar las lamentables y recientes muertes de embarazadas y niños por nacer.
El artículo 6 de la Convención sobre los Derechos del Niño (1989) establece que “todo niño tiene el derecho intrínseco a la vida”. En dicha convención, hecha ley en nuestro país a partir de 1990, no se especifica que si la pérdida de vidas es baja numéricamente y/o los niños se enferman en menor cantidad que los adultos, el Estado disminuye sus obligaciones con relación a la salud infantil.
Garantizar que los niños vivan es la primera e ineludible responsabilidad del Estado, lo que significa generar las condiciones para su normal crecimiento y desarrollo, evitando que se enfermen y disminuyendo al máximo la mortalidad infantil. Preservar el derecho a la vida constituye “el deber ser y el mejor hacer” del Estado en relación con las infancias.
Como ciudadana preocupada por la situación que actualmente atraviesa nuestro país en relación con la pandemia estoy en conocimiento de que - existe una alta transmisión del virus con cepas muy contagiosas;
se generan y/o ingresan al país mutaciones cuyos efectos, por un tiempo, resultan impredecibles;
las mujeres embarazadas están siendo afectadas, algunas de ellas de gravedad, produciéndose su fallecimiento y/o el del niño por nacer;
el plan de vacunación avanza, pero existen franjas de edad, principalmente personas jóvenes que aún no están vacunadas;
existen efectos poscovid, que en algunas personas se ha constatado que dejan importantes secuelas;
en las situaciones en las que existen comorbilidades la salud suele estar más comprometida.
Desde el conocimiento que tengo acumulado en mi larga trayectoria docente como maestra de educación inicial siento la responsabilidad de advertir a quienes corresponda que
como ya se ha dicho, la aplicación estricta de los protocolos es impensable e inaplicable en niños pequeños;
todo lo que sucede fuera del centro educativo ingresa a la institución, por lo tanto, si hay alta transmisión comunitaria del virus es imposible que no la haya al interior de las escuelas;
las madres de niños pequeños se encuentran en edad de tener hijos y frecuentemente transitan por un embarazo, por lo que se encuentran entre la población de riesgo;
las familias con hijos pequeños están conformadas generalmente por personas jóvenes, muchas de las cuales aún no están vacunadas;
la presencia del virus en un niño cuyo aislamiento total es imposible, casi con seguridad ingresará al interior de su familia, produciendo eventualmente contagios y fallecimientos de referentes familiares con un alto impacto para su vida presente y futura;
las infancias conforman un colectivo diverso, existen niños con necesidades especiales y/o comorbilidades (detectadas o por detectar), lo que puede agravar su salud en caso de adquirir el virus.
Llama la atención la facilidad con que las autoridades de la educación abordan una situación tan compleja, afirmando que, en aquellas instituciones donde surgen casos, han decidido simplificar la intervención “cuarentenando unos días a los contactos estrechos y limpiando el lugar”. ¿Alguien se imagina lo que implica, al interior de la familia, “cuarentenar” a un niño entre los 45 días y los cinco años? Si la evolución de la enfermedad requiere de internación, ¿qué vivencias produce ese hecho en el niño?, ¿y en su familia? ¿Sabemos hoy con certeza que en caso de que un niño contraiga la enfermedad no quedarán secuelas?
En algo estoy de acuerdo con lo expresado por la directora general y sostenido por pediatras y científicos: “Los niños necesitan la escuela y el jardín, lo necesitan por lo cognitivo, pero también por lo emocional”. Pero eso es apenas una parte de la verdad, porque, citando nuevamente el artículo 6 de la Convención sobre los Derechos del Niño, el Estado debe garantizar, en primer lugar, el derecho a la vida, generando las mejores condiciones para la salud infantil.
Lo que sucede es que, en la situación en que nos encontramos, la generación de las condiciones adecuadas para que los niños concurran a la escuela exige otras medidas de aplicación general que disminuyan la propagación comunitaria del virus. Requiere también que pediatras, psicólogos, otros técnicos y profesionales complementen la tarea de atención a la primera infancia que maratónicamente vienen llevando a cabo, sobre todo, las familias y los docentes. Estas medidas deben ser acompañadas con el otorgamiento de mayores recursos para el funcionamiento de los centros educativos y con la implementación de políticas públicas de apoyo y cuidados destinadas a las familias con niños pequeños. Cuando no se dice todo esto, se está expresando, peligrosamente, una sola parte de la verdad.
Elizabeth Ivaldi es maestra de educación primaria especializada en educación inicial y es miembro de la Organización Mundial para la Educación Preescolar. Fue inspectora nacional de Educación Inicial en el CEIP y consejera electa por los docentes en el Codicen de la ANEP.