¿Por qué escribimos estas notas? ¿Qué nos impulsa? Nos impulsa la búsqueda de sentido, coherencia; la búsqueda de comprensión de hacia dónde vamos tras la emergencia de diversos actores que parecen olvidar con cierta rapidez el olor a humedad que penetra la nariz cada vez que toca trabajar en un consultorio mal ventilado de alguna sala del psiquiátrico. El frío que se cuela tras las desvencijadas puertas y ventanas de la sala de internación. La sensación de quedarse para siempre cuando al tratar de salir de la sala de seguridad del psiquiátrico el guardia que tiene las llaves salió y te dejó allí adentro, como un “paciente” más, pero caramba que no, ¡nosotros somos técnicos! Nos impulsa la sensación de que parece fácil el olvido de las luchas cotidianas por dar de alta y no tener a dónde dirigir a una persona que no necesita estar internada pero que del otro lado del gran portón de hierro también encuentra el vacío eterno de un Estado que abandona porque no es fácil pagar un alquiler, tener ingresos para comer, y menos disfrazarse de no loco después de los estragos de la medicación y el encierro. Nos impulsa el tener ese olor a rancio aún en nuestra memoria, el sonido de las quejas porque no hay agua caliente en el único baño para veinte y pico, y el sonido de las carcajadas cuando cada tanto era posible olvidar que nos separaba sólo una túnica y nos mirábamos reconociéndonos entre todos sólo como gente, resistiendo. Nos impulsa el deseo de la escucha, no de la imposición, de la mirada amplia, no de miopía dirigida a ver sólo lo que conozco y me preserva un lugar. Nos impulsa el valor ético, social y político de pensar, decir y hacer, y seguir pensando, diciendo y haciendo.
Que es imprescindible emprender una reforma de la asistencia de la salud mental en nuestro país es algo que, entre los diversos actores implicados en este campo, lleva acuerdo sine qua non desde que se retomó la discusión por un proyecto de Ley de Salud Mental en 2015. Fue consigna durante todo el proceso de discusión sobre el contenido de la nueva norma y el perfilamiento que tomaría la reforma. Lo es también ahora con la Ley 19.529, aprobada en 2017, su reglamentación en marcha, un nuevo Plan Nacional de Salud Mental y acciones en la Dirección Nacional de Salud Mental y Poblaciones Vulnerables de la Administración de Servicios de Salud del Estado.
Dentro de este acuerdo de reforma también se han instalado premisas que no exigen mayor esfuerzo en los debates, alcanza con colocarlas en un lugar de relevancia en las intenciones discursivas. Estas premisas remiten a una reforma basada en los derechos humanos, en el reconocimiento de la persona como tal, con la dignidad como eje, en la desmanicomialización y la desinstitucionalización, en la intersectorialidad y la interdisciplina. Sin embargo, estas premisas, estos términos son contenidos de significados tan diversos, incluso, por momentos, tan contradictorios entre sí, que básicamente lo que tenemos hoy en día es un gran collage de contenidos, sentidos y prácticas, la polisemia reinando en conversaciones desencontradas al tiempo que centradas no más que en lo que cada actor persigue en la creencia de su “acierto”, su mejor idea, su intención de réplica y convencimiento a otros sobre sus mejores intenciones. Un como si que perpetúa más que transformar.
¿Qué perpetúa? Los mismos puntos de partida y los mismos puntos de llegada. Se parte de la atención psiquiátrica y se llega al producto, el enfermo que requiere asistencia atemporal, de medio camino sin fin. Al mismo tiempo, aggiornamos discursos pintorescos con el buen sonido de lo interdisciplinar, intersectorial, la autonomía, lo comunitario y los derechos humanos. Parece ser que desde un tiempo a esta parte la cuestión radica en la buena intención, sin que la acción por eso se sienta trastocada. Y así es un poco la idiosincrasia que por años hemos forjado como país. Desde 1978, con la Declaración de Alma Ata (de la Organización Mundial de la Salud, OMS), hasta la fecha la comunidad internacional viene colocando como preocupación la obsolescencia de los modelos de salud hospitalocénticos, centrados en la enfermedad, en la medida en que implican gastos superlativos sin la contrapartida de una mejora de la salud de las poblaciones; a la vez, impulsa un modelo de atención comunitario con participación social.
En 1990, en la Declaración de Caracas (OMS-OPS) –endosada por Uruguay– se pone de relieve la urgencia de transitar el camino hacia el modelo comunitario de atención a la salud mental. Entre los argumentos, se esgrime que “el hospital psiquiátrico, como única modalidad asistencial, obstaculiza el logro de los objetivos antes mencionados al: a) aislar al enfermo de su medio, generando de esa manera mayor discapacidad social, b) crear condiciones desfavorables que ponen en peligro los derechos humanos y civiles del enfermo, c) requerir la mayor parte de los recursos financieros y humanos asignados por los países a los servicios de salud mental, d) impartir una enseñanza insuficientemente vinculada con las necesidades de salud mental de las poblaciones, de los servicios de salud y otros sectores”.
Las declaraciones oficiales mencionan la inversión presupuestal para reformar el modelo; sin embargo, el presupuesto se argumenta para el pago de horas médico-psiquiátricas, sin ampliación de la interdisciplinariedad.
Más adelante, el Consenso de Panamá (OMS-OPS) de 2010 retoma el espíritu de la Declaración de Caracas y reconoce que, a pesar de los esfuerzos que algunos países han llevado adelante para la concreción de un modelo comunitario de atención a la salud mental, el modelo asilar mantiene plena vigencia, por lo que hay que profundizar la reforma, y propone como lema: “La década del salto hacia la comunidad: por un continente sin manicomios”.
Por su parte, Uruguay, a pesar de acompañar los lineamientos de OMS y OPS desde el inicio, sistemáticamente es observado en materia de salud mental por el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la Organización de las Naciones Unidas en dos aspectos: por un lado, la obsolescencia de la normativa nacional en el sentido de que la ley vigente –Ley 9.581 del Psicópata– databa de 1936, lo que quedó salvado recién en 2017 con la Ley 19.529; por otro, a la vigencia del manicomio como orientación terapéutica, lo cual no queda totalmente saldado con las disposiciones de la Ley 19.529.
El collage se hace aún más vívido cuando la reforma del sistema de salud uruguayo impulsada por la creación del Sistema Nacional Integrado de Salud de 2008 coloca como uno de los ejes de la reforma la transición desde un modelo hospitalocéntrico centrado en la enfermedad hacia un modelo comunitario basado en la salud. En este modelo se basa a su vez el tan silencioso Plan de Implementación de Prestaciones de Salud Mental en 2011, con la psicoterapia como reina de las prestaciones. Quién diría que el prestigio del diván podía tomar ahora color popular y ser parte de prestaciones de salud en un sistema integral y universalista. Claro, conviviendo a la sombra del inmenso manicomio y las colonias de internación crónica.
Es recién en 2017 que, a partir de la Ley 19.529 de Salud Mental, se asume a texto explícito en el articulado que se desencadenarán acciones para el cierre definitivo de las instituciones asilares o monovalentes y que el desarrollo de una red de dispositivos alternativos debe impulsarse desde la fecha de aprobación misma de la ley. Asimismo, establece un cronograma definitivo de cierre que no puede extenderse más allá de 2025. Un nuevo collage, una ley de “avanzada” socavando las amarras del modelo asilar y aspirando al primer nivel de atención y a la comunidad sin ningún tipo de retroalimentación del mismo Estado que lauda su contenido y le brinda legitimidad jurídica.
Últimamente las declaraciones oficiales mencionan la inversión presupuestal para reformar el modelo; sin embargo, el presupuesto se argumenta para el pago de horas médico-psiquiátricas, sin ampliación de la interdisciplinariedad que trabajar fuera de un psiquiátrico requiere; también mencionan la desinstitucionalización, pensada en medios caminos que conducen a la incertidumbre de “dónde va a vivir el paciente”, la persona tras el velo de la observación “neutral” y “técnica”.
La interinstitucionalidad y la intersectorialidad también son bienvenidas al collage, en la intención de articulación de lo inarticulable. ¿Qué hacer cuando sólo se mira, piensa y hace desde un solo marco de comprensión? Lo “inter” parece sólo adornar un discurso ameno y progresista. La formación de recursos humanos, con la noción de sujetos de derechos como bandera, sin embargo, de derechos ejercidos tras lo imponente de la declaración de incapacidad tan observada por la comunidad internacional y tan cuidada por el brazo paternalista del Estado uruguayo. Viejos paradigmas de sustitución, hoy con la misma fuerza que antes, tras el argumento de “¿y cómo van a vivir solos?”.
Y el gran momento del collage: la participación ciudadana en la reforma, ahora, lidiando con el panóptico de la doble representación en las instancias de contralor independiente. El Ministerio de Salud Pública siendo juez y parte con su participación en el espacio de seguimiento de los avances en la reforma que debía ejercerse con autonomía del poder. Y el otro gran factor para una reforma, la voluntad política. Podríamos preguntarnos no sólo qué voluntad y dirigida hacia dónde, sino también con qué representación de un mundo de encierro la voluntad política se despoja de los límites del ego.
Lucía de Pena es magíster en Bioética, licenciada en Psicomotricidad y en Psicología. Cecilia Silva es doctora en Ciencias Sociales y magíster en Salud Mental Comunitaria.