El expresidente y actual senador colorado Julio María Sanguinetti adelantó esta semana, en declaraciones a Subrayado, su propósito de presentar un proyecto de ley para superar la “crisis jurídico-comercial” del puerto de Montevideo.
Con la misma finalidad, y vista la confusión existente, me permito aportar mi modesto y breve análisis jurídico sobre la situación creada en nuestro puerto con motivo de un cuestionado acuerdo de público conocimiento y que reviste notas de mucha gravedad.
El acuerdo es nulo
Aquí comienza el error fundamental de este tema. El ministro de Transporte y Obras Públicas –único firmante del documento– no tiene facultades para obligar al “Estado uruguayo”, a la República Oriental del Uruguay, así como reza el preámbulo del acuerdo. Esto es así por la sencilla razón de que el artículo 159 de la Constitución de la República establece que el presidente de la República “representa al Estado” en el interior y en el exterior.
Por tanto, un ministro –cualquiera sea la cartera– carece de facultades y no puede obligar al Estado. Los ministros de Estado sólo tendrán las potestades que les atribuye el artículo 181 de la Constitución, y conforme con ellas, no tienen capacidad para actuar en nombre de u obligar al Estado.
Esto apareja la nulidad del contrato o acuerdo celebrado, por falta de representación y capacidad de los contratantes.
No queda acreditado, tampoco, a quién representa el cofirmante del acuerdo (Sr. Vincent Vandecauter), en nombre de varias empresas (Seaport Terminals, Katoen Natie, Seaport Terminales Montevideo SA, Nelsury SA), algunas que nunca estuvieron en la relación jurídica con el puerto.
Ni siquiera, en un acuerdo de tal importancia, existe un domicilio constituido por cada parte para las imprescindibles y habituales notificaciones.
El acuerdo es nulo –carece de efectos jurídicos– porque quien firmó y se obligó no tenía legitimación para obligar al Estado uruguayo, y menos aún por la razón invocada.
En segundo término, cabe señalar que el motivo invocado para la firma –la existencia de una demanda contra el Estado uruguayo– no se ajusta a la realidad. Lo que hubo fueron tratativas o comunicaciones previas, previstas en el acuerdo de inversión con el reino de Bélgica, que no son en esencia una demanda instaurada y mucho menos con un monto determinado. Por eso el ministro no pudo agregar nunca los dictámenes jurídicos que anunció en el Parlamento.
En suma, el acuerdo es nulo –carece de efectos jurídicos– porque quien firmó y se obligó no tenía legitimación para obligar al Estado uruguayo y, menos aún, por la razón invocada.
El acuerdo es ilegal y contrario a la Constitución
Más allá de los aspectos formales antes descritos, que liquidan toda discusión, debe agregarse que el acuerdo es ilegal o, más claro, contraría la ley portuaria vigente.
Viola groseramente la Ley de Puertos de 1992, que fue “el buque insignia” del entonces presidente Luis Alberto Lacalle Herrera –padre del actual mandatario–, que se basa en dos principios cardinales: puerto libre que funciona todo el año, y libre competencia portuaria. En especial, el artículo 7º de la Ley 16.246 prescribe: “Compete al Poder Ejecutivo el establecimiento de la política portuaria y el control de su ejecución. Fomentará la descentralización de los diferentes puertos de la República, sin perjuicio de asegurar la debida coordinación de las actividades que se desarrollen en ellos. Asimismo, velará para que aquellos servicios que se presten en régimen de libre concurrencia se efectúen en condiciones tales que efectivamente la garanticen, reservándose en todo caso el derecho de fijar tarifas máximas para tales servicios”. Y el artículo 12, inciso 2, agrega: “Los permisos o autorizaciones que se otorguen de acuerdo con las disposiciones de la presente ley no podrán implicar, en ningún caso, la atribución exclusiva a una o varias empresas de la explotación de los muelles comerciales de la Administración Nacional de Puertos”.
El acuerdo en cuestión, al conceder con exclusividad y como única terminal a la empresa extranjera, viola la libre competencia de puerto libre consagrada en la Ley de Puertos y, por tanto, es ilegal y genera daños y perjuicios.
Por si fuera poco, la concesión de servicios –en exclusividad– crea un monopolio de hecho, lo que también afecta la Constitución, ya que los monopolios sólo pueden establecerse con aprobación del Parlamento con mayoría especial (artículo 85 inciso 17 de la Carta).
La llamada Acta No 2 acuerda “una sola terminal especializada de contenedores” y que el Estado se obliga a ello y a no permitir otra nueva. Este documento intenta revertir la libre competencia en beneficio de la empresa belga. Monopolio puro.
A partir de esta reflexión –plenamente jurídica– se impone un cambio de rumbo. El Estado de derecho merece una contestación.
Julio Vidal Amodeo es doctor en Derecho y Ciencias Sociales.