El acceso a la vivienda adecuada como derecho humano y servicio público
En Argentina, hace un año entró en vigencia la Ley 27.551 que reconoce nuevos derechos a las familias inquilinas y establece una regulación orientada al blanqueo impositivo de los contratos de alquiler y la materialización de futuras políticas con relación al alquiler social. Fue aprobada en plena pandemia con miras a mitigar la carga del alquiler en aproximadamente 7,6 millones de personas. Con esta ley se retoma el camino de considerar que las relaciones que surgen del alquiler de una vivienda son de interés social y público porque el alquiler es un mecanismo para garantizar el derecho a la vivienda de la población, y como este derecho tiene una faz individual y colectiva, su regulación no debe sujetarse únicamente a las relaciones de poder desequilibradas entre los contratantes, ni quedar en el ámbito privado gobernado por el interés inmobiliario. Este es un paso más hacia concebir que el acceso a la vivienda adecuada debe ser abordado como un derecho humano y como un servicio público, y que el alquiler debería ser parte de la gestión privada de dicho servicio.
Resulta incoherente que la misma sociedad que ha declarado el servicio público de la salud y de la educación porque son reconocidos derechos humanos y que ha organizado estos servicios a través de una gestión pública y una gestión privada regulada no reconozca que las acciones para garantizar el acceso y el disfrute de una vivienda adecuada a cada hogar deben formar parte de la prestación de un servicio público también con dos brazos, la gestión privada y la gestión pública. Un derecho humano que se reconoce normativamente pero no se estructura como un servicio público que tenga como piso mínimo garantizar la vivienda adecuada en lo fáctico no tendrá vigencia. De esta forma, hemos llegado a entender que la provisión de la vivienda es una responsabilidad individual o familiar y no una responsabilidad colectiva de la sociedad.
La igualdad urbana y los procesos de inquilinización de las ciudades
Aclaramos que esta regulación incipiente de las relaciones de alquiler dispuestas en la Ley 27.551 es solo un paso y, por lo tanto, no debería cerrar el debate sobre el alquiler soslayando los procesos de inquilinización que viven las principales ciudades del país. Al contrario, nos debería permitir avanzar hacia cuestionamientos más profundos y soluciones más complejas.
La problemática con relación al acceso a un bien y el ejercicio de un derecho se puede abordar desde dos perspectivas distintas. Una mirada focalizada en la situación de la persona o la familia que analiza cómo puede lograr el acceso al bien y al derecho desde una situación de carencia (pobreza), es decir, cómo salir de la necesidad o déficit habitacional, en este caso. La otra mirada es relacional porque parte de un análisis comparativo sobre cómo distintos sectores de la población acceden a dicho bien y derecho, es decir, es una mirada puesta en el eje de la igualdad/desigualdad. La Ley 27.551 nos permite abordar concretamente estas dos perspectivas. Esta norma principalmente se concentra en la primera mirada, en aminorar la carga de las familias inquilinas en el acceso y la permanencia en una vivienda a través de su alquiler y en reducir el casi absoluto peso decisional de los propietarios.
Si nos quedamos con esta perspectiva estaremos evadiendo un proceso sustancial que está sucediendo en las principales ciudades de Argentina y en Latinoamérica, la conformación de una nueva división de clase social urbana por el incremento de la cantidad de familias inquilinas, la de los inquilinos y la de los propietarios, en el marco de un proceso conocido como inquilinización. Sencillamente, la propiedad inmueble se concentra cada vez más en un sector minoritario de personas o de empresas, mientras se incrementa la población que no tiene otra alternativa que alquilar para garantizar el acceso a una vivienda en el mejor de los casos. Por ejemplo, en la ciudad de Buenos Aires, en el censo de 2001, el porcentaje de familias inquilinas era de 22% (227.545 hogares). El censo de 2010 indicó 30% (343.443). En dicha década, los hogares inquilinos aumentaron en 115.898.
De acuerdo con la Encuesta Permanente de Hogares (Instituto Nacional de Estadística y Censos), en 2017, el porcentaje de inquilinos subió a 38% en la ciudad, es decir, aproximadamente 437.000 hogares. La Dirección de Estadística y Censo de la ciudad informa que, de acuerdo con la Encuesta Anual de Hogares de 2019, 35,2% de los hogares de la ciudad son inquilinos. En 2003, los propietarios alcanzaban 64,4% y en 2019, 53,6%. Los inquilinos pasaron en el mismo período de 23,9% a 35,2%. No hay datos ciertos de la cantidad de familias inquilinas existentes, solo aproximaciones; el número podría estar llegando a 40% en la ciudad.
La nueva ley de alquileres, al establecer la obligatoriedad del registro en la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP), seguramente colaborará en transparentar esta información, aunque dudamos de que pueda llegar a incorporar los datos fehacientes del mercado informal de alquileres en las villas y los inquilinatos.
En conclusión, se advierte una correlación directa: menos propietarios, más familias inquilinas. Desde los 90, cada diez años se incrementan en 10% las familias inquilinas. De forma llamativa, este hecho no está en el debate público, ni aparece como una preocupación de la comunidad.
En el mundo se produjeron grandes tensiones sociales, revoluciones y guerras para determinar la propiedad de los medios de producción y de la tierra agraria. Dentro del capitalismo se saldó con la consolidación de la clásica división entre propietarios de los medios de producción (empresarios-empleadores) y los trabajadores en relación de dependencia (empleados). En espejo, estamos viviendo cómo esta lógica de acumulación por desposesión se está trasladando a los “medios de reproducción” de la vida, como es la vivienda en los ámbitos urbanos, y cómo de forma paulatina y silenciosa se va consolidando una nueva división social, la de los propietarios y la de las familias inquilinas. Las ciudades se están transformando en espacios de apropiación exorbitante de la plusvalía generada por el sector poblacional no propietario y por la comunidad en su conjunto. Y al igual como en la primera existe una transferencia de plusvalía de los empleados hacia los empresarios dueños de los medios de producción, en la segunda las familias inquilinas realizan una gran transferencia de sus ingresos familiares a los propietarios de las viviendas. Esto implica una transferencia ingente de dinero todos los meses de la clase inquilina al sector de propietarios para que sigan apropiándose de más inmuebles y continúe la espiral ascendente de la concentración de la tierra urbana.
De acuerdo con un informe de la Comunidad Federal Inquilina y No Propietaria, en la ciudad de Buenos Aires un alquiler promedio de tres ambientes representa 58,53% del salario promedio de trabajadores estables (Ripte) y 145,44% del salario mínimo. En el Gran Buenos Aires el alquiler promedio de tres ambientes representa 53,97% del salario promedio de trabajadores estables y 134,1% del salario mínimo. En el resto del país el alquiler de tres ambientes representa 43% del salario promedio de trabajadores estables y 107% del salario mínimo.
Para terminar con la pobreza habitacional debemos discutir la igualdad de la propiedad urbana.
La falta de regulación adecuada está permitiendo que la vivienda tienda a concentrarse en manos del más fuerte, lo que genera una tremenda distorsión de las leyes del mercado que debiera chirriar en los oídos incluso de los más acérrimos defensores del libre mercado y la propiedad privada. Los precios dejan de obedecer a criterios de razonabilidad (la dolarización del mercado inmobiliario es un buen ejemplo) para ser una forma más de ejercicio de un poder no democrático, por cuanto es una minoría no representativa quien impone calidad y precio sobre la necesidad y el derecho de la mayoría.
Debemos ser muy cautelosos con quienes sostienen que el alquiler es la solución a la emergencia habitacional en el país, dejando de lado la cuestión del acceso a la propiedad. Uno de los claros exponentes de esta nueva línea del neoliberalismo internacional es el Banco Interamericano de Desarrollo, que nos propone no mirar la desigualdad urbana que está en auge, sino meramente cómo garantizar el acceso a una vivienda. Esta es otra forma de universalizar el endeudamiento de la población. Las familias inquilinas a las que el sistema no les otorga ninguna alternativa para acceder a la propiedad de su vivienda se transforman en deudoras de una deuda que no cesará hasta el último mes de sus vidas. El alquiler para acceder a una vivienda es una deuda perpetua que se renueva mes a mes. Otra forma de sujeción de las personas y de aggiornamiento de la esclavitud a los tiempos modernos. ¿Podemos considerar que se garantiza un derecho humano solo si se transforma a la persona en una deudora perpetua? Ser deudor para acceder a un derecho implica en la práctica no ser titular del mismo.
La fractura social creada por el proceso de inquilinización de las últimas décadas ha emergido de forma dramática en este momento de pandemia. El progresivo endeudamiento y la incapacidad de pago (49% de las familias inquilinas del país no pueden pagar el alquiler) aceleran la necesidad de un tratamiento del Estado en la dirección de la igualdad urbana.
Democratizar la propiedad
La historia de la democracia en los estados modernos está intrínsecamente ligada al derecho de propiedad y su relación con el poder real. El original derecho de voto “democrático” y la condición misma de ciudadanía se reconocieron inicialmente solo para el propietario. Por supuesto, varón. Fue así en la Antigua Roma, y volvió a serlo en las distintas formas de representación política surgidas al final de la Edad Media. El “vecino” de una ciudad colonial hispanoamericana, para serlo, además de blanco y “español”, debía cumplir los requisitos de ser mayor de edad, tener una propiedad inmueble a la que se llamaba solar y medios para mantener su casa y a su familia. De lo contrario, era un nadie a efectos del gobierno de la ciudad. Si era mujer ni siquiera entraba en la ecuación. La historia del voto argentino desde su reconocimiento teórico hasta la ley electoral de Sáenz Peña en 1912 es ilustrativa de la relación entre propiedad y poder político.
En la promesa de la modernidad, la soberanía política del pueblo estaba atada a la existencia de una sociedad de propietarios. Por lo tanto, urge democratizar y regular el mercado de alquileres, pero más urge democratizar la propiedad urbana. Es hora de empezar a hablar de una gran reforma urbana partiendo de la función social y ecológica de la propiedad.
La realidad actual, en un mundo de capital globalizado, todavía bebe mucho de aquella época. Leemos en el último libro del economista Thomas Piketty que “la riqueza es en sí misma un factor determinante del poder social (...) permite apoyar proyectos de otros y, a veces, tener la influencia concreta en la vida política, en particular a través de la financiación de partidos políticos o de medios de comunicación” (Piketty, 2019). Dicho de otro modo, vivimos ideológica y prácticamente colonizados por sistemas que otorgan más poder al dólar que al voto, digan lo que digan nuestros textos constitucionales. Urge invertir esa relación. El mercado inmobiliario dolarizado, con su actual embestida para desprestigiar y eludir la aplicación efectiva de la nueva regulación de alquileres, es el frente de batalla donde hoy día se juega, de facto, la partida de la democracia real. Nuestras aspiraciones democráticas viven constantemente amenazadas por quienes, en realidad, son unos pocos, dueños de nuestras ciudades, nuestra tierra y su producto.
En la promesa de la modernidad, la soberanía política del pueblo estaba atada a la existencia de una sociedad de propietarios. Por lo tanto, urge democratizar y regular el mercado de alquileres, pero más urge democratizar la propiedad urbana. Es hora de empezar a hablar de una gran reforma urbana partiendo de la función social y ecológica de la propiedad. Es tiempo de que cuando hablemos de igualdad con relación a la tierra claramente se entienda que hablamos de que todos seamos propietarios (de propiedades individuales, colectivas, comunitarias, etcétera). No debemos conformarnos con hablar del alquiler como el mínimo garantizado del derecho a la vivienda, sino que debemos discutir los topes al ejercicio de un derecho para así cuestionar la concentración de la propiedad de los inmuebles. Para terminar con la pobreza habitacional debemos discutir la igualdad de la propiedad urbana.
No debemos renunciar a la lucha por la propiedad. No podemos ser verdaderamente ciudadanos si la ciudad no nos pertenece literalmente. La propiedad no es ajena al derecho a la ciudad, a la democracia participativa y a la soberanía del pueblo. Estamos frente a una distopía y para que no se haga realidad debemos partir de que la deuda es con las familias inquilinas y no propietarias.
Jonatan Baldiviezo es Fundador del Observatorio del Derecho a la Ciudad. Abogado especializado en DDHH, Urbanos y Ambientales. Ana Fernández Borsot es licenciada en Derecho por la Universidad de Barcelona (1995). Abogada Stagiaire en Lille y titular del C.A.P.A. (Certificado de Aptitud para la Profesión de Abogado en Francia), por la Cour d'Appel de Douai. (1996 / 97).