Cuando nacemos, la piel de nuestra madre, su cuerpo, sus manos y caricias, sus palabras cargadas de sentido y calor, nos sostienen y acogen. Ese otro ser nos recibe y nos da un primer abrazo, las pieles entran en contacto, las manos se enlazan, las miradas se descubren, desplegándose una “danza” sincronizada entre la madre y el bebé, tal como han descrito Condon y Sander.1
Ese primer contacto se ve demorado en los casos de bebés que nacen con complicaciones y requieren cuidados intensivos o cuando la madre atraviesa una dificultad. Abrazos y caricias que se postergan, que no pueden darse en los primeros momentos de vida.
Cuando partimos de este mundo por una enfermedad, generalmente hay un otro, un ser querido, un cuidador que nos habla, nos mira, acaricia nuestras manos y abraza nuestro desamparo. Esas otras personas también pueden despedirse y estar con ese ser querido que parte de la vida.
En este tiempo de pandemia, la enfermedad por coronavirus ha truncado estos procesos, impidiendo los abrazos, las caricias, la posibilidad de sostener la mano de ese ser querido que está por partir. Los guantes, las máscaras, las pantallas, la contagiosidad del virus se interponen entre las personas. Las ropas de protección aparecen como capas que distancian los cuerpos y obstaculizan el contacto con la piel. Se establece una distancia insalvable.
El equipo de salud constituye el nexo entre el paciente y su familia, acompañando y sosteniendo a ambos en esa etapa. El proceso de duelo se ve entorpecido por estas restricciones que impone la pandemia. Los rituales necesarios para comenzar a transitar el camino del duelo no pueden desarrollarse con normalidad.
En este tiempo de pandemia, la enfermedad por coronavirus ha truncado estos procesos, impidiendo los abrazos, las caricias, la posibilidad de sostener la mano de ese ser querido que está por partir.
La vida es cruelmente arrancada por una enfermedad que viene de afuera, un virus que irrumpe en forma invasiva.
En este contexto en que el tacto y lo corporal no pueden ponerse en juego, la palabra y el lenguaje toman gran valor. Podemos recurrir a la fuerza de la palabra, del lenguaje, de la voz y su musicalidad para acompañar a quienes irremediablemente tienen que partir. Apelar a la música y al canto como bálsamos y continentes.
Para esos seres que permanecen tras perder a un ser querido comienza a desplegarse un manto de silencio, de dolor, los días se tornan espesos y oscuros.
Como escribe Fernando Cabrera, refiriéndose a la experiencia de una pérdida: “La oscuridad traga y no convida, quedé a la deriva”.2
Y es en esa oscuridad y deriva que la presencia de los otros, sus palabras de sostén, resultan imprescindibles para ayudar a transitar el proceso de duelo.
Sigmund Freud relata el caso de un niño de tres años que se encuentra en la oscuridad y le expresa a su tía: “Tía, háblame; tengo miedo porque está muy oscuro”. Y la tía que le espeta: “¿Qué ganas con eso? De todos modos no puedes verme”. A lo cual responde el niño: “No importa, hay más luz cuando alguien habla”.3
Ximena Abdala es licenciada en Psicología.