Bajo el epígrafe No es un lienzo, el Instituto de Historia de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo (FADU) sentó su posición respecto de la actividad plástica del señor José Gallino en Montevideo. Expresó su “preocupación ante una serie de intervenciones que desde hace un tiempo afectan al espacio urbano montevideano”, en referencia a los murales realizados en varias medianeras bajo la firma de Gallino que, según indicó el Instituto, “intentan homenajear” a figuras de la cultura uruguaya.

El Instituto comienza por expresar su preocupación por una difundida labor muralista en Montevideo. En una declaración académica de este origen se suelen escoger con mucha escrupulosidad los términos empleados. Y, lamento consignarlo, en este caso, el cuidado en la redacción resulta en formulaciones que no es de educados compartir. Empezando por el tono. La expresión “bajo la firma de Gallino” es una expresión muy desafortunada que termina por insultar al autor, al evitar su respetuosa invocación. Insume apenas cinco minutos la consulta en internet de datos filiatorios, artísticos y biográficos acerca del autor, el señor José Gallino. Asimismo, la locución “intentan homenajear” supone un oblicuo y apenas embozado juicio de valor que ignora que toda obra de arte es, de suyo, un conato, esto es, un intento.

La declaración continúa: “La intención y sus polémicos resultados cobran mayor gravedad cuando se imponen no sólo a las medianeras sino a las fachadas de algunos edificios, aun a las de obras notables de la arquitectura uruguaya. Es el caso del retrato de Antonio M Grompone, perpetrado en la fachada lateral de la antigua Universidad de Mujeres ‒hoy sede del Instituto de Profesores Artigas‒, en el marco de una iniciativa de la Administración Nacional de Educación Pública que intenta concretarse en todos los edificios de su órbita. El asunto es gravísimo, más aún porque proviene de la autoridad. Y lo es no sólo por su resultado sino por su debilidad teórica: denota el desconocimiento absoluto de los valores de este edificio singular y la incomprensión de los criterios proyectuales que presiden toda obra de arquitectura”.

Si en el párrafo anterior se deslizaban, subrepticia y nada cortésmente, juicios de valor, ahora es el tiempo de activar un crescendo de calificativos, no se sabe si de naturaleza moral o estética. En todo caso, se transita raudo de la “mayor gravedad” al “gravísimo”. Este talante corre congruente con la santa indignación corporativa: una cosa sería imponerse a unas medianeras y muy otra resultaría atreverse sobre una fachada, cutis público y delicado de las arquitecturas de los edificios, sobre todo de los que consiguen el untado de los santos óleos de los jueces del gusto. El Instituto se duele de que hasta las mismísimas autoridades promuevan tal estupro. Y eso que siempre ha habido profesionales dispuestos total y abnegadamente al servicio del poder. Una leve traición de clase, podría pensarse...

El Instituto menciona a continuación que la sede del IPA “es una obra proyectada por el estudio De los Campos, Puente, Tournier en 1937, a partir del concurso convocado a tales efectos”, “una excelente pieza de arquitectura” que “debería estar en mejores condiciones de mantenimiento”.

En este conciso panegírico se echa en falta una mención siquiera descriptiva a la fachada de marras. Se trata de un colosal muro ciego, sordo y mudo, de textura, superficie y color uniforme, apenas animado por una sumaria serie de vanos que ofician de ventilación de vaya uno a saber qué entrañas inferiores del edificio. Una puerta, de parvas proporciones y que anuncia su condición ancilar, completa la composición de fachada. Y esto es todo, en términos arquitectónicos y semióticos: todo lo que el edificio tiene que comunicar a la ciudad por tal costado a la acera urbana. En términos del lenguaje figurado podríamos afirmar que el edificio da la espalda a la esquina de Avenida Libertador con la calle Venezuela.

“La intervención ocupa una de sus fachadas e impone allí su propio criterio compositivo, cromático y escalar, ante una trama arquitectónica que es ignorada y violentada por completo. Por otra parte, se realiza sin atender a la figura de Bien de Interés Departamental asignada en 1995 al inmueble, lo que exige otros procedimientos”, continúa la declaración.

De esto se trata, específicamente, cuando se incurre en el muralismo urbano callejero: en primer lugar, una práctica social como dispositivo disruptivo y crítico. Una vez que la arquitectura se permite un gesto distraído o petulante de déficit de significación urbana, el acto de intervención plástica opera como el tan temido lápiz rojo con que los maestros en el oficio corregían los ejercicios proyectuales en los legendarios talleres de Proyecto de otrora. Ante la insignificancia, la operación plástica es puntual y eficazmente estridente en su carga de resignificación: la ciudad no es un trazado fosilizado y en decadencia, la ciudad está viva, más allá de que este palpitar inquiete los espíritus codificadores, reificadores y fetichistas sobre los entes construidos.

“Cuestionar esto no implica decretar el cisma entre arquitectura y artes plásticas sino asumir que dicho lazo debe ser pensado con cautela y en el marco del proceso proyectual”, se recomienda en la declaración.

En verdad, el Instituto bien pudiera, en esta oportunidad, seguir su propia consigna y pensar con cautela. Las relaciones entre la arquitectura y todas las demás artes se deben considerar con mucha cautela, por cierto, y considerando un marco de prácticas sociales y estéticas mucho más extendido que el venerado proceso proyectual arquitectónico. ¿Es que se le confiere a tal virtuoso proceso las virtudes de la infalibilidad, reservadas por la fe institucionalizada en la figura del papa? ¿No será esta una muy inelegante manera de reivindicar para la corporación propia la cuota decisiva del poder legitimador? ¿No se concibe otro ejercicio artístico-estético que el consabido rigor disciplinante sobre propios y extraños?

El Instituto considera que con acciones como las de Gallino “se instala la idea de que la arquitectura es un soporte artístico en potencia, una suerte de esqueleto en espera de vestimenta. Una hipótesis que reduce lo edilicio a un nivel elemental y desconoce su dimensión plástica o estética. Un verdadero malentendido, que ignora la apuesta integral de la arquitectura y su capacidad de asociar ‘lo bello y lo útil’ en un mismo gesto”.

¿Es que se quiere instalar en la conciencia social que la ciudad es un efectivo y excluyente soporte arquitectónico, una especie de yermo territorial a la espera del preceptivo proceso de realización formal y artística superior por obra y gracia de los arquitectos? Hay en la postura del Instituto una hipótesis que efectivamente reduce la idea de arquitectura al edificio, esto es, aquello que proyectan y construyen los arquitectos. Y esto sí que es un malentendido: tendrá sus consecuencias más estrepitosas en el párrafo siguiente: “Todo edificio involucra sus propios recursos expresivos (materiales, cromáticos, texturales), al margen de los otros aspectos en juego (espaciales, funcionales, constructivos). Como ha escrito Liliana Carmona, ‘la arquitectura no es un lienzo’: es un hecho acabado, coherente y completo. Afirmar esto importa porque permite apreciar la brecha creada entre la arquitectura y el arte, campo donde la inhibición funciona de manera férrea: a nadie se le ocurre alterar una obra de Rafael Barradas o de Miguel Ángel, ni hacerlo en una obra de arte cualquiera. En el caso de la arquitectura, esto depende del valor atribuido a la pieza, lo que afecta en especial a los edificios más recientes: la arquitectura moderna no cuenta aún con la legitimidad cultural que sí tiene la producción edilicia más antigua, y esto la deja huérfana ante ensayos como el que esta nota comenta”.

La ciudad no es un trazado fosilizado y en decadencia, la ciudad está viva, más allá de que este palpitar inquiete los espíritus codificadores, reificadores y fetichistas.

La arquitectura no es un lienzo, por cierto. Pero la arquitectura no es un edificio. La arquitectura es la relación habitable que involucra la vida social con el ambiente transformado al efecto. Un edificio es un medio material para entablar un vínculo humano vivo que no tiene nada de acabado, coherente ni completo. Un edificio no es una escultura visitable por concurrentes estetas a un museo: un hecho arquitectónico es un fenómeno de habitación de un lugar acondicionado que palpita de vida, sin otra coherencia que la historia de su ineluctable caducidad, y completo sólo como realización efectiva de la existencia humana situada. Un edificio no es una obra de arte en el espacio abstracto y ahistórico, sino un referente formal y material de la vida situada en un contexto.

En la ciudad viva, los edificios tienen la misma suerte que los urbanitas: ambos están recíprocamente sumidos en la historia que protagonizan tanto como padecen. Parece que ya es hora de que los arquitectos entendamos de una vez por todas que no producimos intocables cosas construidas, sino que promovemos transformaciones para que las gentes tengan efectivo lugar en la ciudad. Siempre y cuando estemos comprometidos con la vida humana y no ilusoriamente encantados con las elucubraciones formales de gabinete.

Sobre el final de la declaración, el Instituto solicita a las autoridades que “reconsideren su iniciativa y se sumen a la labor colectiva que implica preservar el patrimonio nacional. Una tarea que exige la comprensión profunda de los valores históricos, estéticos y sociales en juego”.

Este pronunciamiento público de un Instituto de FADU-Udelar no está ofrecido a la opinión pública: sólo se dirige a las autoridades, en definitiva. De autoridad a autoridad.

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La ciudad en que efectivamente habitamos no es una magnífica secuencia de ocurrencias arquitectónicas que bien haríamos en venerar contemplativamente. La ciudad en que efectivamente habitamos es el escenario de un agudo conflicto social y cultural, en donde las calles son testigos resignados de la vida social que mortifica tanto la curtida piel de los urbanitas como la epidermis tierna de los edificios que se aprovechan, se manosean, se pisan, se invisibilizan en las rutinas cansadas, se olvidan y se arruinan todos los días un poco. Los ciudadanos sufren la vida urbana de tal modo que poco pueden reparar en los caprichos estilísticos de los alarifes con título; poco entienden, en su humillación cotidiana, del respeto a los revoques de imitación; poco perciben, los insultados por la desigualdad socioeconómica, los sutiles efectos de art decó de la burguesía de antaño. Mientras que los arquitectos académicos degustan con delectación las miradas a las alturas de los remates en donde sueñan al sol los balaustres, apenas si se las arreglan a tientas para esquivar los bultos postrados de los sin techo.

El ejercicio profesional académico de la arquitectura tiene mucho de servicio solícito de los dictados del poder y escasa percepción de su función social. Se sueña así con la arquitectura como una bella arte onerosa que sigue las directivas del encargo del poderoso solvente y que suele retribuir a su relativa magnificencia con el consabido juego sabio, correcto y magnífico de los volúmenes bajo la luz... Ese juego se pretende exclusivo, excluyente y siempre prístino: lo mejor sería no usarlo, para no correr el riesgo de que la vida lo dilapide. Para algunos arquitectos, la arquitectura respondería, en el fondo, a la conformación efectiva de un cenotafio, esto es, un monumento funerario sin siquiera cadáver que alojar.

Pero la arquitectura viva es otra cosa: es una tensión entre la existencia humana y el lugar acondicionado, es una ocurrencia propositiva y conjetural en una escena social cambiante, un evento cualquiera en un paisaje surrealista en donde es posible vivir y soñar al mismo tiempo. La arquitectura que vibra con la habitación humana es, a la vez, clarividente y oscura, ingenua y equivocada, brilla con el fregado de la vida tanto como se erosiona con el percudido del uso. La arquitectura que palpita viviente no es un juego de volúmenes en el espacio, sino que conforma una sucesión rítmica de lugares sumidos en sus contextos. La arquitectura efectivamente vivida luce impura bajo la luz y cálida a la caricia de la piel de sus habitantes.

Los montevideanos maltratamos a Montevideo tanto como nos lesionamos entre nosotros, en la dura lucha por sobrevivir. Apenas si en la rambla, los fines de semana, nos tomamos una tregua distendida. Pero de lunes a viernes, es feroz la disputa por el suelo urbano, por el ámbito público, por conseguir una posición táctica en el ajedrez de la localización urbana. Montevideo no es, nunca ha sido y quién sabe si algún día será un plácido emplazamiento de la paz pública sobre un territorio habitado a salvo del conflicto social.

Los vejámenes que la ciudad padece son de todo tipo. Empezando por los inmobiliarios, en donde el poder económico apenas si tiene algún freno a su afán de sobreexplotación de la edificabilidad del suelo. Las medianeras blancas son la afrenta arquitectónica que se perpetra a conciencia y libre de toda culpa toda vez que se construye en un terreno sin ninguna consideración por el contexto siquiera contiguo. Los publicitarios tienen allí la oportunidad de aprovechar estas vastas y visibles superficies insignificantes para ofrecer lo suyo a la comunidad: en Montevideo proliferan por doquier las incitaciones enfáticas a los consumos de toda laya, inclusive de las ofertas electorales. A otras medianeras la suerte les tiene reservado ser el soporte de la obra artística del muralismo hiperrealista del señor José Gallino. Son muchos los vejámenes y muchas las expresiones de la condición quizá demasiado humana de los urbanitas en la ciudad: quien esté libre de pecado...

En el contexto urbano contemporáneo, la arquitectura no puede ya ser considerada una de las bellas artes, concepción históricamente superada en beneficio de una estética social que prodiga valores mucho más allá de la exclusividad elitista de lo bello. La ciudad expresa, mediante su prosaica cotidiana, todas las manifestaciones de la vida social. Tienen necesaria cabida allí tanto lo agradable como lo áspero, lo rico como lo pobre, lo trágico y lo cómico, el gesto sublime y el ridículo, lo auténtico y la impostura, lo sutil y lo grosero, lo elegante y lo estúpido. Porque en todo esto la ciudad manifiesta aquello que la vida social situada allí implica. Por esto es que en la ciudad no se observan las coherencias estéticas de las colecciones museísticas, los juegos magníficos de las arquitecturas vueltas relictos arqueológicos, los monumentos prístinos de las memorias históricas unánimes. Por el contrario, en la ciudad impera el desconcierto cacofónico propio de la urbanización de la era del capitalismo tardío, con sus incontestables segregaciones socioterritoriales, con sus infamias de época crepuscular y también con la inepcia de los agentes del poder. ¿Cómo podrían faltar todas y cada una de estas manifestaciones en el paisaje urbano?

Néstor Casanova es arquitecto.