Una foto del presidente del directorio del Partido Nacional y un apellido detuvieron mi scroll de Twitter. El apellido Mercader. Dos clics después estaba leyendo sobre la presentación del libro El último golpe tupamaro, de Antonio Mercader. La nota que presenta el texto dice: “Antonio Mercader terminó este libro cuando era presidente de Uruguay José Mujica, autor intelectual de la marcha del Filtro”. El autor de la obra, quien fuera ministro de Educación y Cultura en dos oportunidades, durante el gobierno de Luis Alberto Lacalle y el de Jorge Batlle, falleció en 2019. La publicación póstuma de este texto, presentado por su esposa y sus hijas, puede ser bienvenida como una oportunidad de acercarse a la visión y el pensamiento en torno a los sucesos del hospital Filtro de agosto de 1994 de un protagonista, desde el gobierno, de esos eventos. Sin embargo, hay un corrimiento, un deslizamiento, que llevan a hacerse otras preguntas. ¿Qué pensar, qué decir a partir de este libro?

Como dice el escritor argentino Martín Kohan, “los tiempos han cambiado y eso es precisamente lo que pasa con los tiempos, que cambian”. Aunque puede ser una afirmación obvia, menos evidente es si tenemos en cuenta las dificultades uruguayas para el recambio generacional o la impronta cultural a pensar que veinte años no es nada. ¿Y cuarenta años? ¿Y sesenta años? ¿Son algo, o nada?

Durante los tres gobiernos del Frente Amplio, tomó forma un repertorio de argumentos para contar la “otra historia de los tupamaros”. La verdad que buscaban producir esos textos era que los tupamaros no eran lo que ellos decían que eran y tampoco habían hecho lo que ellos decían que habían hecho. Esas crónicas, algunas de amplia repercusión pública, tuvieron para muchos el atractivo de la píldora roja de The Matrix. El de conocer una verdad oculta, invisibilizada por aquellos que ostentaban el “poder de turno”.

El 24 de agosto de 1994, los que ostentaban el “poder de turno” eran otros. En la tarde de ese día me encontraba en el liceo Miranda, en la calle Bacigalupi de Montevideo. Un puñado de compañeros de liceo, de quienes sólo conocía algunos nombre o apodos, pintaban unas pancartas y se aprontaban para salir caminando rumbo al hospital Filtro. Yo tenía clase y más tarde, como casi siempre, me iría al club Neptuno de la Aduana. Al comienzo de los noventa, el club Neptuno era un bullicioso centro deportivo; al atravesar la puerta de Lindolfo Cuesta de inmediato se escuchaba el ruido de las decenas de conversaciones acaloradas que alojaba el hall de entrada. Luego, vestuario, fútbol de salón, básquetbol, piscina. El Neptuno todavía vivía la estela de lo que habían sido dos décadas de oro, los setenta y ochenta, de florecimiento deportivo y social. En la noche, al llegar a casa y prender la tele, recién me enteraría de lo que estaba pasando en los alrededores del hospital Filtro. Corridas, policías a caballo, sablazos, una situación de violencia que, según decían los periodistas, no se veía desde los sesenta.

En ese momento, mi preocupación no eran los vascos, los tupamaros, el presidente, el ministro, el Frente Amplio, el Partido Nacional, el Partido Colorado, la Policía o quién ganaría las próximas elecciones nacionales de noviembre de 1994. Era cómo estaría ese puñado de compañeros de liceo, chiquilines, chiquilinas de dieciséis, diecisiete años, llenos de deseos, y ¿debería agregar? arrojo e inconsciencia. Vale recordar que todavía era un tiempo sin celular, sin necesidad de, ante un acto militante, darse a figurar o posar. Por suerte, estuvieron, cómo decir, bien.

Se puede especular que Mercader pensaba presentar el libro en agosto de 2019, al cumplirse 25 años de los hechos. Como forma de sumar a esas otras historias sobre los tupamaros que calentaran un nuevo año electoral. El desplazamiento hacia 2021, la presentación póstuma, le dan otros significados, otro tono. Uno de cierre, de clausura. Parecería que Mercader hubiese querido cerrar un ciclo personal, que empezó cuando en 1969, junto a Jorge de Vera, publicó su primer libro sobre los tupamaros. De cierta forma, pienso, su gesto de autor de cerrar el ciclo de “golpes tupamaros” en 1994, en coincidencia con un gobierno del Partido Nacional, tiene algo de reivindicación personal y partidaria.

Veintisiete años después de los hechos, me sumo a los que creen que el Estado sigue en falta ante “los sucesos del Filtro”.

Por otro lado, que el último golpe tupamaro haya sido en 1994 lleva implícita la idea de que no hubo más golpes. Por supuesto, la victoria del Frente Amplio de 2004, la presidencia de José Mujica en 2009 no pueden contar como golpes. Tampoco las decisiones de Eleuterio Fernández Huidobro, los nuevos cuentos de Mauricio Rosencof, la película de Emir Kusturica, o los abrazos de Jorge Zabalza. O cualquier otra cosa. Se puede afirmar que desde 1994 el enfrentamiento con los tupamaros se desplazó de las calles al terreno de los discursos, de los textos, de los símbolos, de los imaginarios. No faltará quien diga, en uno y otro lado, que ese fue siempre el principal terreno en disputa.

En el liceo Miranda, los días posteriores a aquella noche del 24 de agosto fueron agitados. Asambleas, reuniones, pintadas. De a poco, entre clases, ping pong, truco y el rock uruguayo de comienzos de los noventa, iba tomando forma un recuerdo, una significación de lo sucedido. En octubre de 1994, la banda vasca Negu Gorriak tocaría en la ciudad de Pando junto a los uruguayos de La Celda. Los Negu Gorriak se encontrarían en abril de 1996 con los zapatistas liderados por el Subcomandante Marcos. Dos años antes, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional se había insurreccionado en Chiapas. En la Declaración de la Selva Lacandona, los zapatistas decían que eran producto de 500 años de lucha. La firma del NAFTA (Tratado de libre comercio del Atlántico Norte), entrado en vigor el 1° de enero de 1994, era uno de los desencadenantes de la insurrección. En pocos meses, para un puñado de jóvenes, los “sucesos del Filtro” adquirieron resonancia global y espesor histórico. Que más que con el pasado, tenían que ver con el futuro.

Esta nota podría terminar acá, pero hay algo más. Días después del 24 de agosto de 1994, en el baño del segundo piso del liceo Miranda apareció un pequeño grafiti anónimo, escrito con birome azul, oblicuo a la altura de las piletas, cerca de donde se lavan las manos. El grafiti decía: “A Morroni lo mató Cebollini”. Esta, cómo llamarla, ocurrencia, provocación, insolencia, me cautiva hasta hoy. ¿A quién se le ocurrió ese infantil juego verbal ante la tragedia? ¿A quiénes les provocó sonrisas culpables, a quiénes bronca, a quiénes indignación? ¿Hasta dónde pueden llegar los textos y procesos mentales internos de cada persona ante un evento?

Para las primeras preguntas no tengo respuesta. Para la última, pienso que la respuesta es que eso no tiene límites. Estudiar, dar a conocer y enfrentar la historia puede ser complejo, peligroso, requiere rigurosidad y a su vez imaginación. También pluralidad a la hora de buscar las voces que puedan dar cuenta de un evento. Las historias incómodas del pasado corren como tubos subterráneos de la realidad, tienen y tendrán implicancias en cada presente.

Veintisiete años después de los hechos, me sumo a los que creen que el Estado sigue en falta ante “los sucesos del Filtro”. También creo que los partidos políticos y grupos políticos que participaron de alguna forma en ese suceso, y principalmente los que tuvieron responsabilidad en el gobierno nacional, también están en falta. Muchos podrán olvidar o descansar en que los “sucesos del Filtro” son una última historia tupamara. Con el recuerdo de Fernando Morroni y Roberto Facal, cada 24 de agosto, centenares seguirán marchando.

Adrián Márquez es historiador.