Gracias al talento de Leonel Viera se dibujó, desde 1965, un magnífico puente ondulante sobre el curso bajo del arroyo Maldonado. Como arquitecto, uno no puede sino rendirse a la evidencia de que el artefacto cumple a cabalidad con las clásicas prescripciones de Vitruvio, que son la firmeza, la adecuación al uso y, sobre todo, la belleza. Se trata de una muy original estructura que invita al cruce lúdico y leve sobre la superficie del agua. Es un puente que favorece al paisaje, el que lo acoge hospitalario y complacido.

La mención al paisaje no debe verse apenas como la indicación perceptible con los sentidos del sitio que ocupa el puente, sino el conjunto de condiciones geográficas, históricas y humanas que concurren para que este ingenio tenga efectivo lugar. Este puente hilvana dos balnearios de la costa maldonadense: por un lado la región oeste de San Rafael, sitio desarrollado por el otrora más exclusivo desarrollo propio de un suburbio parquizado y, por otro, el que fuera en su origen histórico un balneario más humilde de vecinos de San Carlos. El puente sutura el desarrollo del asentamiento humano como un proceso continuo de poblamiento sobre la costa, de oeste a este. Con el correr del tiempo, el área de La Barra se vio agudamente gentrificada, esto es, pasó de ser un tranquilo asiento de clases medias locales a devenir un enclave de establecimientos comerciales demandados en forma intensiva y concentrada por ingentes cantidades de visitantes veraniegos. El puente de La Barra constituyó un decidido encauce estratégico para el progresivo incremento del valor del suelo hacia el este.

El escritor argentino Julio Cortázar afirmó, en su Libro de Manuel, de 1971, que “Un puente es un hombre cruzando un puente”. Con esto se quiere decir que, más allá de constituir un puro artefacto construido, es una instancia en que los seres humanos habitamos los lugares y según esto, otorgamos sentido y razón de ser a las cosas que posamos en los paisajes. El puente de La Barra tiene su elegante forma, en primer lugar, debido a la ingeniería peculiar que lo mantiene erguido y airoso por sobre el agua. La forma no es en modo alguno un capricho del proyectista, sino que resulta de un meditado gesto imaginativo que entiende que en su contexto de uso original es bueno cruzar lenta, juguetona y levemente sobre el arroyo, toda vez que lo cruzan gentes que disfrutan del descanso y la vida sana en las cercanías de la costa. Su conformación ajustada y hermosa emerge de una interpretación humanista y razonable de un tránsito distendido. Estamos de vacaciones, en un ambiente agradable, nada obsta para disfrutar de este bello paisaje: esto es lo que el puente escribe en la página del río.

El puente de La Barra es más que un puente; es un signo acerca de cómo cruzar el arroyo Maldonado en la alegría del movimiento. No es en vano que inspirara al mismísimo Pablo Neruda: la unidad desnuda de una mujer o una fortaleza sostenida por letras de hormigón que escribe en las páginas del río. Honor a la ingeniería que así se deja describir de la manera más exacta que la rigurosidad de las ecuaciones que la verifican.

Un original y un duplicado

Muchos años más tarde, hacia 1999, se inauguraba un segundo puente, aguas abajo y con similar apariencia –aunque realizado con otras técnicas constructivas–. Donde hay un puente, bien puede haber dos parecidos y paralelos parece haber sido el razonamiento, bastante tosco. Pero el paisaje, entendido como contexto geográfico, histórico y humano ya no es, por cierto, en nada similar al original. La justificación del duplicado se originó en los considerables embotellamientos de tránsito que se verificaban cuando ingentes cantidades de vehículos se desplazaban temprano hacia el este, hacia las playas tenidas por más exclusivas allende La Barra, para luego, al atardecer, pretender volver en masa hacia Punta del Este. Ya no se trataba, por cierto, de distendidos veraneantes familiares, sino de enérgicos conductores de vehículos deseosos de vida rápida.

Más allá del destino puramente material de este segundo puente cabe reflexionar no ya sobre la cosa construida, sino acerca de cómo es que afrontamos, como sociedad y como cultura situada, nuestras relaciones con el territorio.

El lugar histórico que dio origen a la duplicación es algo más complejo, por cierto, que un puro problema de tránsito vehicular. El balneario apacible de otrora ha dejado lugar a la urbanización frenética, a la circulación rauda, y al desarrollo consecuente de la ley del valor inmobiliario del suelo. Si antes los cruces eran lúdicos, espaciados y distendidos, hoy son esforzados, impacientes y –literalmente– a los saltos. Es que ahora ya no cruzan el arroyo sólo las personas y sus vehículos; ahora es más patente que también cruzan, afanosos, los flujos económicos aplicados a la explotación mercantil del territorio y de lo que queda de paisaje.

Así es que por los puentes circulan ahora grandes camiones mezcladores de hormigón (mixers) que fatigan la estructura con su carga. Van cargados hacia el este, donde se construye con frenesí, y vuelven vacíos, exhaustos y sedientos hacia el oeste, donde se ubican las plantas logísticas. Las cargas pesadas cabalgan insensatas sobre las elegantes ondulaciones del tablero de los puentes, desprovistas por completo de afán lúdico o distensión en el obrar, antes ensañadas en su tráfico de urbanizar las costas. Mientras que las formas aparentes de los puentes no han sufrido modificación perceptible, el contexto geográfico, histórico y humano ha cambiado de modo radical.

El imperio de la gravedad

La noticia de estos días es que el puente nuevo ha sufrido serios desperfectos que lo ponen en una situación cercana al colapso. Los ingenieros civiles involucrados no han informado a la opinión pública con exactitud, ya que, por lo que se sabe, no se ha podido establecer aún a ciencia cierta las causas de los fallos. En la actualidad se intenta contener, de alguna manera prudente, el desplome definitivo, mediante operaciones provisorias o remediaciones de urgencia. La suerte del artefacto construido está bajo el imperio implacable de la gravedad.

Más allá del destino puramente material de este segundo puente cabe reflexionar no ya sobre la cosa construida, sino acerca de cómo es que afrontamos, como sociedad y como cultura situada, nuestras relaciones habitables con el territorio y el paisaje resultante. Aquello que supuso una airosa respuesta interpretativa en 1967 no pudo replicarse años después, no sólo porque la historia y la geografía humana han cambiado de modo irreversible, sino porque en el intervalo no maduró lo suficiente la capacidad de interpretar este cambio y ponerse a la altura digna que hubiese correspondido. Sencillamente porque hoy ya no tiene el menor sentido andar distendido por el puente si en el mismo trayecto hay un mixer de varias toneladas apurado por llegar a su destino.

El puente duplicado puede desplomarse o no. Si lo hiciera, constituiría un daño material, ambiental y cultural de proporciones mayúsculas. Si no lo hiciera, el imperio de la gravedad por lo menos nos habría enseñado –quiero creerlo– que más que un problema de ingeniería civil proyectista o eficacia constructiva, el conflicto que ha quedado desnudado en la ocasión es, en realidad, en la relación que se entabla entre las personas y los puentes en el seno del paisaje. El verdadero problema es quiénes y de qué modos es que cruzamos estos y otros puentes. El verdadero problema radica en las razones legítimas y mendaces por las cuales cruzamos estos y otros puentes. El verdadero problema estriba en el paisaje geográfico, histórico y humano en que construimos (o no) los puentes que cruzamos (o no).

Néstor Casanova es arquitecto.