El jueves 27 de octubre tuve el gusto de participar en un debate propuesto por la diaria que convocó a pensar la utopía y la distopía de la participación política. Una propuesta tan motivadora, por supuesto, resultó inabarcable para una instancia única de diálogo. Por ese motivo, continúo la reflexión por este medio.
Las ciencias sociales, como toda ciencia –según nos dice Jean-François Lyotard en La condición posmoderna–, sólo podría describir hechos de la forma lo más objetiva posible (por ejemplo, cómo es o está organizada una sociedad), pero se ubicaría lejos de la “función utópica” (según Paul Ricoeur), que es la de cuestionar la realidad, decirnos que la realidad debería ser distinta según argumentos de carácter normativo que no se pueden generar por la observación. Según Lyotard también en ese texto, sólo los “relatos” generan sentido y nos ubican en una reflexión de orden superior, valorativo, del mundo. Karl Marx tempranamente se dio cuenta del problema pero tuvo una respuesta que, a pesar de ser anterior a la del francés, desde mi punto de vista es mucho más fructífera: sabiendo que el mundo no debería ser meramente descripto sino transformado (famosa “Tesis sobre Feuerbach”), postuló que la economía nunca era sólo “economía” sino “economía política”. Podríamos agregar que las ciencias sociales nunca son sólo sociales sino políticas.
Pero la división entre “ciencia” y “relato” de Lyotard adolece de graves incongruencias filosóficas: la primera es que ninguna descripción del mundo es vacía de sentido; lo que investigamos nos preocupa según una escala de valores previa. Por otro lado, resulta algo muy distinto que los “relatos” sean la consecuencia de una invención personal, imaginaria (como la Utopía de Thomas Moro), o que se asienten en cierta posibilidad, también analizada con ayuda de la ciencia, de que, efectivamente, podamos modificar la realidad. Según Ricoeur, la función utópica es algo bastante más importante que las utopías; es lo que nos mueve en dirección de disputar poder: ubicar otra cosa allí –muy distinta y posible–, en la realidad.
La clave, según entiendo, no está en el estudio minucioso de la participación sino, justamente, en crear y fortalecer un discurso lo suficientemente potente que nos movilice a la participación.
Las ciencias sociales no deberían, entonces, quedarse en el mero registro de la realidad convalidándola, sino avanzar intensamente en la búsqueda de soluciones a los graves desafíos que enfrenta la humanidad. Y para hacerlo deben enfocar como trágicos e inadmisibles ciertos hechos: cientos de millones de personas pasan hambre; para 2050 es posible que la mitad de las especies desaparezcan del planeta; el avance político de las derechas fascistas tienen la posibilidad hoy de llevarnos a una guerra (o varias) con consecuencias catastróficas; el cambio climático y la producción depredadora del medioambiente en base al lucro hacen que las distintas especies compartan cada vez espacios más reducidos de convivencia, facilitando el salto zoonótico capaz de iniciar epidemias aún mayores y de mayor frecuencia que la que acabamos de vivir. (La lista es mucho más larga, pero todo hace pensar que no tenemos demasiado tiempo de seguir dándoles vueltas a los problemas sin hacer algo).
Esa razón transformadora es la que seguramente guía a los investigadores uruguayos a estudiar la participación política; sin embargo, ¿dónde queda la función utópica tan necesaria para que esa transformación se sustancie en un cambio de poder en el mundo?; ¿dónde queda la superación de las descripciones que inevitablemente nos sitúan en una distopía presente?
La clave, según entiendo, no está en el estudio minucioso de la participación sino, justamente, en crear y fortalecer un discurso lo suficientemente potente que nos movilice a la participación. La actual participación política choca con la debilidad del mensaje. O, por lo menos, cómo lo viven las masas: “Si todos los políticos proponen más o menos lo mismo, bueno, esperemos a las elecciones a ver si participo y a quién voto”; o “¿participar para legitimar la carrera política de un dirigente?”... Por el contrario, existe la posibilidad (la historia de la humanidad es rica en ejemplos) de que la política se sustancie por un impulso transformador relevante y que, al hacerlo, vuelva relevante a todo aquel que participa. La función utópica recién allí se cumple plenamente.
La izquierda perdió en Uruguay, y no sólo aquí, la capacidad sustancial equivalente en términos teológicos de “anunciar la buena nueva”. No tiene nada nuevo e importante que decir. Es allí que, finalmente, debemos buscar la escasa participación en la política y el crecimiento de las derechas en el mundo (se “les hizo el campo orégano”), no en los mecanismos que describen la actual participación como si ese fuera el único contexto posible.
José Stagnaro es maestro de Primaria, magíster en Ciencias Humanas y docente en Formación Docente.