No podemos superar las condiciones de una época, pero estas condiciones nunca nos anulan por completo. En El futuro comienza ahora: de la pandemia a la utopía, argumento que estamos entrando en un período de pandemia intermitente, es decir, que la pandemia seguirá condicionando nuestra vida personal y social por mucho tiempo. Un año después de haber publicado el libro, todo hace pensar que esta predicción, por vaga que sea, se está confirmando. Estamos saliendo de la fase aguda de la pandemia y entrando en su fase crónica con secuelas difíciles de predecir. ¿En qué medida se reflejará esta intermitencia en la vida personal y social de los humanos (por no hablar de los seres vivos no humanos)? El impacto de la pandemia será muy diverso y desigual en las diferentes sociedades y dentro de cada una de ellas.
Propongo iniciar una respuesta teniendo en cuenta los siguientes grupos sociales: los que pueden leerme, porque tienen suficiente educación formal para leer y escribir; los que tienen dinero para comprar la revista del país que publica este texto; aquellos que tienen tiempo para leer porque no tienen que preocuparse por la comida y el agua que ellos y sus familias consumirán hoy y en el futuro cercano; los que son lo suficientemente tranquilos para saber leer, porque su seguridad personal no está amenazada por ninguna guerra irregular entre grupos armados; aquellos que no viven en ninguna sociedad donde leer un periódico (o cierto periódico) está prohibido y puede ser castigado; aquellos que pertenecen a una cultura donde tiene sentido y donde es posible reflexionar individualmente sobre temas tan generales sin consultar a la comunidad pertinente (incluidos los ancestros), sin tener autoridad específica para reflexionar o sin tener que realizar ciertos rituales. Si juntamos todas estas condiciones, se puede concluir fácilmente que mi pregunta y mi reflexión se refieren a una pequeña parte de la población mundial. Es bueno tener este regalo. Esto se debe a que toda la reflexión teórica en el mundo occidental desde el siglo XVII se ha construido sobre el supuesto de que concierne a toda la humanidad y por lo tanto es universal, a pesar de tener como referencia únicamente la experiencia de las clases nobles y cultas en un pequeño rincón del mundo, Eurasia, que era (y es) Europa. Teniendo esto en cuenta, puedo avanzar en mi reflexión consciente de los límites de su alcance.
El monje Juan Casiano, en un escrito del siglo V, es el primero en llamar la atención sobre la condición psicológica de muchos monjes en Palestina, Siria y Egipto en los primeros días del cristianismo, una condición que él llamó acedia (griego: akedia, indiferencia, falta de cuidado). Era un estado de letargo permanente, incapacidad para concentrarse en los objetivos de estudio o culto, agotamiento mental y espiritual, apatía, melancolía, letargo, dispersión o extravío del pensamiento. Evagrio Póntico llama a la acedia el “demonio del mediodía”, porque era al mediodía, con el sol alto e inmóvil, cuando los monjes estaban más inquietos en sus celdas, el día parecía durar 50 horas y sus vidas parecían no tener sentido. Casiano atribuyó la acedia a las condiciones monásticas de aislamiento social, encierro espacial y silencio monástico, una enorme privación que contrastaba con la inmensa tarea de acercarse a Dios. Posteriormente, la acedia se convirtió en uno de los siete pecados capitales, la pereza. Pero siempre fue mucho más que eso. Hoy será fácil asimilar la acedia al burnout, a la depresión, como en un período anterior se asimilaba al hastío. Pienso que tales designaciones, aunque correctas en sí mismas, son sólo la superficie del contexto en el que hoy es pertinente hablar de acedia. En mi opinión, la acedia es uno de los síntomas de esta nueva era, diferente según contextos y grupos sociales, condición que muchos sufrirán y que otros aprovecharán. No se trata de una época totalmente nueva (si es que eso era posible), sino de una acentuación cualitativamente diferente de las tendencias que se venían acumulando desde mediados del siglo pasado. Propongo iniciar una reflexión sobre las causas de la acedia en nuestro tiempo, su diversa fenomenología y su impacto en las relaciones sociales y políticas.
Del mundo en pausa al mundo intermitente
Desde hace dos años, la vida personal y social está en pausa. Estar en pausa, al igual que en la computadora, es tener la tarea momentáneamente interrumpida. Ni abandonada ni terminada. Los planes personales y sociales siempre pasan por momentos de pausa. Y durante estos años hemos recurrido constantemente al registro de pausas en nuestras relaciones y en nuestras expresiones. Nos despedimos de los amigos en un mensaje enviando besos o abrazos, aunque sabemos que, si estuviéramos ahora en su presencia, no podríamos besarnos ni abrazarnos por los riesgos de contagio que ello implicaría. Vibramos con la anticipación de un encuentro íntimo con alguien que no está físicamente cerca, aunque tal encuentro no puede, por ahora, tener una fecha programada y podría tener consecuencias fatales si ocurriera. Planificamos reuniones y actividades sociales y profesionales siempre sujetas a la intermitencia de la pandemia. La planificación para la intermitencia no es lo mismo que la planificación para la linealidad. Y esto es válido tanto a nivel personal como colectivo, tanto en el ámbito privado como en el público. Si es recurrente, la intermitencia de la pausa crea una discrepancia con la experiencia existencial: vivimos continuamente y no intermitentemente. Si el registro de descanso está instalado, tendremos que empezar a planificar como nunca para poder vivir como siempre. Con el tiempo, es posible que tal planificación se convierta en la planificación habitual y la vida, ya transformada por ella, se convierta en la vida habitual. Esta posible transformación se expresa en la idea de la “nueva normalidad”. Una idea, en sí misma, contradictoria: si una condición es normal, no es nueva y, si es nueva, no es, al menos, inmediatamente normal.
¿Cómo será vivir después de olvidar que todo empezó por vivir en pausa, interrumpiendo lo que, en principio, no sería interrumpido? ¿Cómo serán las relaciones “profundas” o “duraderas”?
Si el registro de pausa permanece, pierde la naturaleza de pausa. ¿Cómo será vivir después de olvidar que todo empezó por vivir en pausa, interrumpiendo lo que, en principio, no sería interrumpido? ¿Cómo serán las relaciones “profundas” o “duraderas”? ¿Serán duraderas y profundas las relaciones mejor adaptadas a la intermitencia, en una especie de lógica darwiniana de selección de especies? ¿Cómo se reinventan los conceptos de progreso y retorno o regresión? ¿Cómo planificar una carrera profesional o una familia? ¿Cómo concebir la satisfacción de las necesidades y la felicidad? ¿La recompensa instantánea reemplaza a los “grandes objetivos”? ¿Se adaptará mejor el cuerpo a la intermitencia que la mente o viceversa? ¿La hiperproximidad de los que están físicamente cerca como regla de seguridad dará lugar a nuevos tribalismos, burbujas de gustos corporales, como ya existen hoy en las redes sociales?
En los cientos de intervenciones en línea que he tenido en los últimos dos años (seminarios y debates en el ámbito universitario, en medios de comunicación, en círculos artísticos y culturales, con grupos políticos y movimientos sociales) he notado la transformación de la condición de suspensión personal y social provocada por la pandemia, condición que genera estados de ánimo específicos, algunos de los cuales cristalizan y otros se desvanecen. La transformación se puede resumir así: de la pausa/suspensión a la intermitencia, de la intermitencia a la bifurcación entre la resistencia o el abandono, con un largo período de vacilación en la encrucijada de la bifurcación. Esta transformación es epocal y reside existencialmente en la forma en que la pandemia externa se va metamorfoseando en pandemia interna. Los estratos más jóvenes quizás estén viviendo esta transformación con mayor intensidad. La acedia –vivida de múltiples maneras– es la expresión de la dificultad de esta transformación. La transformación comienza cuando se insinúa subliminalmente la sospecha de que la pausa, más que un momento de interrupción, puede ser el signo de un nuevo estado y una nueva permanencia, la permanencia de la intermitencia. Los imponderables y las incertidumbres aumentan así exponencialmente. Si la tarea o el plan no sólo se interrumpe, significa que es posible que no se pueda completar y, en consecuencia, habrá que abandonarlo. Y si es así, el menú es amplio: la tarea o el plan específico es reevaluado y devaluado, el abandono es rechazado, aceptado, olvidado, si no es reemplazado por otras tareas y planes menos sensibles a las variaciones de la intermitencia, se plantea la resignación, se opta por la rebeldía y el inconformismo con la situación, pero sin alternativas y con posibles traslados a gratificaciones al alcance de la mano. Lo que resulta de múltiples intercambios y debates es otra suspensión, la más difícil de todas: los jóvenes no saben qué elegir de un menú tan amplio. Ahí radica la causa próxima de la acedia de este comienzo de siglo.
No soy psicólogo ni psiquiatra y, por tanto, no me aventuro en la valoración de la acedia como estado mental. Tampoco soy teólogo para poder evaluar si la acedia es un pecado (como lo fue una vez) y qué tipo de pecado. Así que no tengo que preocuparme por la posible cura individual o, mucho menos, la absolución. Como sociólogo, pienso que ni la psicología ni la psiquiatría ayudarán a los más jóvenes (quizás ayuden a los mayores) a negociar los cambios en curso con menores costos personales y eventuales ganancias sociales. ¿Y si la acedia fuera el signo de una nueva oportunidad social? Es una pregunta para el futuro ¿intermitente?
Boaventura de Sousa Santos es sociólogo portugués. Una versión más extensa de este artículo se publicó originalmente en portugués en Outras Palavras.