Para F. Angels are dreaming of you

Desde la Antigüedad existe la preocupación por aquellos aspectos de la práctica argumentativa en que se advierte la presencia de algún defecto de carácter recurrente. Cuando ese defecto es lo suficientemente esquivo y traicionero como para no ser advertido de manera obvia, muchas veces ni siquiera por los propios hablantes que incurren en él, se dice que estamos frente a una falacia. El desarrollo de herramientas adecuadas para hacer frente a las falacias es un componente esencial de cualquier teoría normativa de la argumentación.

El problema de las falacias

La publicación del libro Fallacies, del filósofo australiano Charles L Hamblin, provocó en 1970 un pequeño terremoto. Después de haber estudiado los trabajos más importantes sobre el tema, Hamblin observó que cada uno de ellos presentaba más o menos la misma lista de falacias y que cada una de ellas era abordada y explicada siempre o casi siempre más o menos de la misma manera. A menudo, incluso los ejemplos se repetían. Hamblin advirtió también que esos trabajos caían siempre o casi siempre en las mismas incongruencias y que eran oscuros todos más o menos en los mismos puntos y de la misma forma. Concluyó, entonces, que los autores de los libros nuevos se limitaban a reproducir con escasas o nulas variaciones el contenido de los libros anteriores, sin una reflexión más profunda sobre la materia. Así es como llegó a la convicción de que la teoría de las falacias no había avanzado gran cosa desde la Antigüedad, y que en 1970 se encontraba más o menos en el mismo punto en que la había dejado Aristóteles en el siglo IV a. C.

Hamblin observó que el tratamiento estándar que daban esos libros al fenómeno partía de una definición de “falacia” como “argumento que parece válido, pero que en realidad no lo es”. Extrañamente, el tratamiento que daban a las falacias así definidas era incompatible, muchas veces, con la propia definición. Para empezar, muchas de las falacias tratadas ni siquiera eran argumentos (como la “falacia de las muchas preguntas”, que, como su nombre lo indica, consiste simplemente en hacer muchas preguntas). Otras sí eran argumentos, pero de ninguna manera argumentos no válidos (como la petición de principio o el falso dilema). Finalmente, había casos de argumentos que podían ser o no válidos, pero en los que la falacia se caracterizaba como tal con absoluta independencia de su validez (como en el argumento de autoridad, en su reverso, la “falacia de malas compañías”, y, en general, en todas o casi todas las falacias informales).

El libro de Hamblin tuvo un efecto devastador; afortunadamente, se trató de un caso de “destrucción creativa”. Casi ningún interesado en el tema siguió sosteniendo después de su publicación aquello de que una falacia es “un argumento que parece válido, pero que en realidad no lo es”, una fórmula muy defectuosa ya completamente perimida. En su lugar aparecieron varios candidatos a definición del concepto de “falacia”, mejores y más adecuados que la definición tradicional, aunque ninguno completamente exento de dificultades. Uno de los más promisorios es el que ofreció la teoría pragma-dialéctica de la argumentación (en adelante, TPDA), en cuyo marco una falacia es entendida como una violación de alguna de las normas que regulan idealmente una discusión crítica.

Un código de conducta argumentativa

La TPDA parte del supuesto de que el propósito de la argumentación es resolver una diferencia de opinión, de modo que considera la existencia de dos roles opuestos (un proponente y un oponente) como un rasgo característico del discurso argumentativo. En lugar de enfocarse en los estándares que se aplican a los argumentos (los productos de la actividad argumentativa), la TPDA se enfoca en las normas que regulan idealmente un intercambio argumentativo crítico y que especifican en qué casos la realización de un determinado acto de habla contribuye a la resolución de la diferencia de fondo (en cuyo caso se trata de un movimiento legítimo), u obstaculiza ese objetivo (en cuyo caso se trata de un movimiento ilegítimo).

La TPDA se apoya en un conjunto de diez reglas para el debate crítico, el famoso “decálogo” de los holandeses Frans H van Eemeren y Rob Grootendorst. Esas diez reglas conforman un código de conducta. De esta manera puede indicarse, para cada falacia, qué norma propia de la discusión crítica es contravenida durante qué movimiento argumentativo, aunque en la práctica cotidiana esa identificación no necesariamente sea obvia.

Una falacia se define, en el marco de la TPDA, como “un acto de habla que perjudica o frustra los esfuerzos por resolver una diferencia de opinión entre dos o más partes en conflicto”. En términos concretos, una falacia es siempre la violación de al menos una de las reglas para una discusión crítica que pueden ser recapituladas en algún código de conducta como el que proponen Van Eemeren y Grootendorst, u otro similar.

Una metáfora que puede ser esclarecedora

Argumentar, puede pensarse, se parece a manejar un vehículo. Al argumentar uno sigue un recorrido conceptual: parte de un lugar (las premisas del argumento) con la intención de llegar a otro (la conclusión). El camino a recorrer estará parcialmente determinado por el origen y el destino, pero habrá que respetar también ciertas restricciones que impiden recorrer cualquier trayectoria entre ambos puntos.

Para llegar con éxito a destino, es necesario respetar las reglas, pero hacerlo quizás no sea suficiente. Manejar bien sin dudas requiere respetar las reglas, pero quizás también requiera de algún tipo de comportamiento virtuoso adicional, como tomarse suficientemente en serio las advertencias en el tránsito. Lo mismo podría pensarse que ocurre en el caso de la argumentación. Podría pensarse que se puede argumentar muy mal a pesar de haber cumplido con las reglas de la argumentación; podría pensarse que argumentar bien supone respetar las reglas, pero que también supone algo más.

Ocurre en la argumentación algo análogo a lo que ocurre en el tránsito: así como existen reglas (directivas que deben ser cumplidas, sin excepción) existen también advertencias que deben ser tenidas en cuenta a la hora de conducir nuestros pensamientos. El enfoque centrado exclusivamente en reglas es transitado de manera excluyente en la teoría de la argumentación contemporánea en el mundo anglosajón. Una expresión paradigmática de ese enfoque es, precisamente, la TPDA. El enfoque precautorio, más laxo, casi no es transitado en absoluto en la bibliografía y aparece apenas, que yo sepa, en algunos trabajos filosóficos en lengua española. Una expresión paradigmática de este último enfoque es la “lógica viva” de Carlos Vaz Ferreira.

Lógica viva

Carlos Vaz Ferreira produjo hace más de 100 años una vasta obra filosófica cuya marca distintiva está en la preocupación por las variadas y sutiles formas en que los razonamientos pueden orientarse hacia el error. El programa filosófico que el autor esbozó en el prólogo de su Lógica viva (que está disponible para su descarga gratuita en vazferreira.org) es el de escribir un estudio o ‒mejor‒ varios, muchos estudios acerca de la manera cómo los hombres piensan, discuten, aciertan o se equivocan, sobre todo de las maneras cómo se equivocan.

El método de la lógica viva consiste en formular reservas, en hacer advertencias, en indicar caminos sinuosos o potenciales peligros que se presentan al argumentar. A diferencia de aquellas señales de tránsito de naturaleza regulativa, que ordenan al conductor, por ejemplo, detener completamente el vehículo, ceder el paso, no doblar en cierta dirección o no adelantar a otros vehículos, las advertencias de la lógica viva vazferreiriana se parecen más a aquellas otras señales de tránsito que formulan advertencias, porque hay en el camino, por ejemplo, una curva pronunciada o una pendiente peligrosa, porque se transita una carretera resbaladiza o una zona de tráfico pesado, o porque hay animales que pueden invadir la ruta. Las advertencias de la lógica viva vazferreiriana no ordenan cumplir reglas o directivas específicas sino que exigen de los hablantes que estén alertas frente a ciertos fenómenos que pueden hacer fracasar el intercambio argumentativo.

Un ejemplo típico, en este sentido, es la falacia de “falsa oposición”, en la que se le advierte al hablante que no tome por antagónicas cuestiones complementarias, generando así una falsa exclusión de unos medios por otros, de unos factores explicativos por otros, o de unos fines o valores por otros. La idea de Vaz Ferreira es que las personas que se hayan acostumbrado a tener en cuenta estos peligros ‒mediante la exposición repetida a ejemplos prácticos y su análisis crítico‒ habrán desarrollado la capacidad de identificar también los errores que se cometen en ellos y habrán desarrollado hábitos y costumbres que mejorarán sus respectivos desempeños argumentativos.

A diferencia de lo que plantean ya desde el título varios conocidos manuales de argumentación, el centro de un intercambio argumentativo no está en ganar discusiones, y es perfectamente aceptable perderlas.

Una pregunta interesante es la siguiente: ¿puede una teoría de la argumentación centrada exclusivamente en reglas capturar de forma adecuada el concepto de falacia? Y si la respuesta fuera negativa, otra pregunta interesante sería: ¿puede aportar algo a la elucidación del concepto de “falacia” una teoría centrada en advertencias como la “lógica viva” de Carlos Vaz Ferreira? Creo que la respuesta a la primera pregunta es que no, y que la respuesta a la segunda pregunta es que sí.

Un caso para pensar

La TPDA ofrece un tratamiento muy superior al que ofrece el enfoque tradicional de las falacias. Sin embargo, también puede pensarse que tiene sus limitaciones.

Considérese el caso de un experimentado profesor que se enfrenta a un joven estudiante que interviene para defender una tesis contraria a la que el profesor ha venido defendiendo en clase. Se trata de una batalla muy desigual que el experimentado profesor gana sin dificultad, prácticamente sin esfuerzo alguno. El profesor despacha el punto de vista del joven de manera casi burocrática; se diría que incluso con cierto desdén. Imaginemos una situación en la que el estudiante hubiera podido defenderse mejor, en tanto ciertamente había defensas mejores para su tesis que aquella muy débil, muy inexperta, muy incipiente que atinó a esbozar. El experimentado profesor, que sabía perfectamente esto, prefirió romper sin mayor esfuerzo una defensa débil antes que enfrentar un reto intelectualmente más desafiante. Para ello, le bastó con abstenerse de mejorar el caso de su estudiante, algo a lo que no estaba obligado en absoluto según las reglas que la TPDA postula como regulativas del diálogo crítico. En consecuencia, el experimentado profesor no cometió, desde el punto de vista pragma-dialéctico, falacia alguna.

Ciertamente, si de lo que se trata es de declarar justo vencedor a aquel que ha demostrado tener los argumentos más fuertes en una contienda limpia, el experimentado profesor es el justo vencedor de la contienda. Pero parece que ese no puede ser el sentido, el propósito, la finalidad de la práctica argumentativa sin más. A veces se argumenta con el objetivo de prevalecer, pero no parece que ese objetivo pueda ser identificado sin más con el fin o el propósito último de la argumentación sin mayores precisiones ni cualificaciones.

¿Por qué la TPDA no puede clasificar la conducta argumentativa del profesor como una falacia? Básicamente, porque, como ya fue señalado, ninguna de sus reglas obliga a ninguna de las partes a mejorar el desempeño de la otra. La situación es similar a lo que sucede en un proceso judicial penal: la parte acusadora (la fiscalía) solamente vela por la acusación, y no tiene obligación alguna de mejorar la defensa del acusado, aunque esta sea notoriamente incompetente, y, a la inversa, la defensa no tiene obligación alguna de mejorar la acusación, aunque la fiscalía lo esté haciendo francamente mal. Es bastante evidente que las similitudes no son una casualidad. La TPDA parece seguir un modelo jurídico de argumentación, con partes interesadas exclusivamente en hacer prevalecer sus respectivos puntos de vista, no necesariamente en buscar la verdad. El modelo de “diálogo crítico” de la TPDA no es colaborativo, sino competitivo. No es un modelo dialéctico ‒a pesar del nombre de la teoría‒, sino más bien agonístico, de enfrentamiento.

Los límites de la TPDA

Ahora, quizás, podamos entender mejor qué es lo que nos parece intuitivamente que anda mal en el ejemplo. Se esperaría del profesor que colaborara con su alumno en la búsqueda de la verdad, no meramente que buscara prevalecer sobre él. Podría pensarse, incluso, que tenía la obligación de hacerlo, so pena de incurrir en algún tipo de vicio argumentativo. Pero ninguna regla del decálogo de la TPDA contiene explícita o implícitamente esa obligación, como ya ha sido observado.

Para remediar esto, quizás podría pensarse en proponer una regla como la siguiente: “Las partes deben colaborar, mejorando el caso de la contraparte, allí donde la falta de pericia, de competencia, de talento o de experiencia hiciera que la defensa de su respectivo punto de vista no fuera todo lo fuerte que podría serlo”. Pero esto complica las cosas al agregar una regla que no es de cumplimiento perfecto y cuya transgresión, por lo tanto, es difícil de evaluar. La TPDA es una teoría centrada en reglas en un sentido estricto de la palabra: directivas que ponen a los agentes en situaciones dicotómicas, de blanco o negro, de sí o no. La exigencia de no explotar los fallos de la contraparte no es una regla en ese sentido estricto, porque el deber de colaborar no pone a los agentes en una situación dicotómica: no es un asunto de blanco o negro, sino de grados, contextualmente dependiente, que solamente vale como una orientación general, no como una obligación en un sentido estricto.

Pero es que además hay otro problema. Agregar reglas sólo tiene sentido si se asume que puede advertirse con claridad la transgresión de las normas. Pero esto no siempre es así. De algún modo, la TPDA asume que los errores se cometen de forma transparente. Carlos Vaz Ferreira nos enseñó que los problemas de la argumentación no siempre son transparentes: que con alarmante frecuencia pasan completamente inadvertidos. Parece necesaria una heurística que oriente a los hablantes, del mismo modo en que las señales de advertencia orientan a los conductores en el tránsito.

En síntesis

Carlos Vaz Ferreira nos enseñó hace más de 100 años al menos tres cosas que siguen plenamente vigentes y que la teoría contemporánea de la argumentación haría muy bien en tomar en cuenta.

Primero, que la argumentación es una práctica orientada a buscar conjunta y cooperativamente la verdad, y no meramente a solucionar discrepancias. Ello implica que, a diferencia de lo que plantean ya desde el título varios conocidos manuales de argumentación (uno de ellos escrito por el actual ministro de Educación y Cultura1), el centro de un intercambio argumentativo no está en ganar discusiones, y es perfectamente aceptable (y en ocasiones preferible) perderlas.

Segundo, que la teoría de las falacias debería incluir el recurso a algunas orientaciones flexibles y contextuales, por oposición a reglas en un sentido estricto (que son directivas rígidas, inflexibles e independientes del contexto), que deberían actuar como guías generales de la práctica argumentativa.

Tercero, que los casos de violación de las reglas no siempre son transparentes, y que también a esos efectos es necesaria una heurística que oriente a los hablantes y ayude a prevenir errores que de otro modo se cometerían con mayor frecuencia.

Por todo lo anterior, el pensamiento de Carlos Vaz Ferreira sigue tan vigente hoy como el primer día.

Aníbal Corti es licenciado en Filosofía y docente de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República y del Instituto de Profesores Artigas.


  1. Pablo da Silveira, Cómo ganar discusiones (o al menos cómo evitar perderlas), Taurus, Montevideo, 2004.