Entre las muchas razones y excusas con las que Vladimir Putin intenta justificar la invasión de Ucrania (entre ellas, la expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, el incumplimiento de los acuerdos de Minsk, la presencia de elementos nazis en el gobierno, el posible desarrollo de armas nucleares) hay una que amerita mayor destaque que el que viene teniendo en la prensa, ya que se trata de la razón que Putin seguramente considera más valedera. Me refiero a la afirmación de que no existe una nación ucraniana separada de la rusa y que, por tanto, Ucrania no es un Estado legítimo.

Putin con seguridad ya tenía planificada la invasión y la posible anexión de Ucrania en julio del año pasado cuando publicó un ensayo de su puño y letra titulado “Acerca de la unidad histórica de rusos y ucranianos”,1 en el cual construye un largo y de a ratos tedioso recuento de los hechos históricos que a lo largo de 1.000 años (pero sobre todo en los últimos 100) fueron separando de su esfera natural lo que a su entender es una parte integral de la nación y la tierra rusa. No fue esta la primera oportunidad en que Putin negó el estatus de nación a Ucrania y los ucranianos. En entrevista con Oliver Stone, unos tres años antes2 Putin había afirmado: “Creo que en términos generales los rusos y los ucranianos somos un solo pueblo”. “¿Un pueblo, dos naciones?”, le preguntaron. “No no. Una nación”. Y en un discurso televisado dirigido al pueblo ruso en la semana previa a la invasión, agregó que “la Ucrania moderna fue enteramente creada por los bolcheviques, por la Rusia comunista [...] separando, cercenando lo que es históricamente tierra rusa [...] junto con población que es históricamente rusa”.

El relato de Putin nos recuerda que en pleno siglo XXI la cuestión nacional está viva y –lamentablemente– goza de buena salud. Los cambios tecnológicos, económicos y sociales que llevaron a construir un mundo mucho más integrado que nunca no han logrado desplazar el nacionalismo; en todo caso, es probable que hoy esté aún más arraigado que lo que estaba un siglo atrás. En su forma más básica, el nacionalismo es la afirmación de que las fronteras políticas tienen que coincidir con las fronteras culturales, de que a cada grupo de personas que comparte una misma cultura (nación) debe corresponder un mismo Estado, y cada Estado pertenece a una nación. Esta forma de concebir la organización política del mundo está tan naturalizada que la mayoría de las personas no es consciente de que esto no siempre fue así y de que hace apenas dos siglos no era así en ninguna parte.

El nacionalismo tal como lo conocemos hoy surge como una necesidad de las sociedades industriales. Para producir y comerciar en una sociedad agraria no se necesita que millones de personas se comuniquen y cooperen entre sí. Muchas pequeñas comunidades agrarias de culturas distintas pueden coexistir y entremezclarse dentro del mismo espacio geográfico sin que eso represente un problema para quienes detentan el poder político, siempre que demuestren fidelidad al gobernante y paguen sus impuestos. En las sociedades preindustriales no era un problema que la clase gobernante hablara una lengua distinta y que tuviera otras costumbres y frecuentemente hasta una religión diferente a la de la mayoría de sus gobernados. La función del aparato estatal era asegurar la paz y permitir que el comercio fluyera, no generar un sentimiento de unión y cooperación entre todas las personas que cohabitan en un territorio, y mucho menos representar la cultura o los ideales de los gobernados frente al resto del mundo.

Todo esto cambió con la revolución industrial. Para trabajar en la industria y en servicios avanzados es necesario educar a la población y entrenarla en habilidades que requieren intercambiar información compleja. Esto implica, entre otras cosas, que todos los habitantes hablen la misma lengua y generen lazos de confianza entre sí. La revolución industrial calzó relativamente bien en sociedades en las cuales la lengua se había estandarizado y la cultura se había homogeneizado por procesos orgánicos, como ocurrió en cierto grado en América y Europa occidental. Esto facilitó los procesos de construcción nacional que los gobiernos promovieron a través de la universalización de la educación primaria y la promoción de la literatura y la historiografía nacionalista. No puede decirse lo mismo de Europa central y oriental. Siendo una zona de tránsito de grandes corrientes migratorias y de disputa entre diversos imperios a lo largo de los siglos, con los consiguientes desplazamientos humanos, el siglo XIX encuentra a la región fragmentada, con poblaciones de diversa religión y lengua repartidas dentro de un mismo espacio geopolítico.

Sólo después de muchas guerras –que pueden interpretarse como largos y sangrientos procesos de desmembramiento de los imperios– se llegó a establecer en la región entidades políticas que aspiraban a ser estados nación, pero a pesar de los grandes desplazamientos forzados de personas y las ocasionales limpiezas étnicas, en ningún lugar fue posible trazar fronteras que aseguraran la homogeneidad de toda la población comprendida en el mismo territorio. Lo que sí se logró fue establecer estados en los que los miembros de la nación eran la mayoría de la población, pero en los que convivían también distintas minorías nacionales. El respeto de ciertos derechos reconocidos a esas minorías (por ejemplo, el de recibir educación en su propia lengua) se estableció como mecanismo para prevenir sublevaciones internas y agresiones de los estados que corresponden a esas minorías. Esto implicaba una disociación entre los conceptos de nacionalidad y ciudadanía; los miembros de las minorías eran ciudadanos de estos nuevos estados, pero no eran estrictamente nacionales del flamante país en que residían, a pesar de descender de familias que podían haber estado viviendo en el mismo lugar durante siglos. Eso es algo que con mentalidad uruguaya nos cuesta concebir, pero la realidad es que los miembros de la minoría alemana de Rumania o de la minoría serbia de Hungría no son descendientes de inmigrantes recientes de Alemania o Serbia, sino que son familias que ya estaban afincadas en esos lugares quizás siglos antes de la creación de los estados nación modernos.

La experiencia de la desintegración de los imperios austríaco y otomano después de la primera guerra mundial dejó como lección este principio de respeto a los derechos de las minorías nacionales. Luego, el proceso de disolución de los imperios coloniales en los años 60 consolidó el principio del uti possidetis, que es el respeto de las divisiones administrativas existentes previamente. Si ningún trazado de fronteras concebible va a evitar la formación de minorías, el mejor camino para la estabilidad –se razonó– es mantener el statu quo: las fronteras existentes, por más arbitrarias que sean, son sagradas y se deben respetar. La combinación de estos dos principios (mantenimiento de las divisiones administrativas previas y respeto de las minorías) estuvo en la base del orden que siguió a la disolución de lo que fue el espacio soviético.

El problema es que esta solución de mantener minorías de diferente nacionalidad dentro de los estados con reconocimiento oficial y derechos especiales puede traer aparejado el germen de la destrucción de los noveles estados nación. Después de todo, ¿cómo se puede asegurar la fidelidad de millones de personas que declaradamente no son miembros de la nación oficial del Estado y sí pertenecen a la nación del Estado vecino? Esta situación provocó y provoca todavía un equilibrio sumamente inestable en la región, en la cual se cruzan acusaciones de intentos de asimilación de las minorías nacionales con acusaciones de agitar a las minorías para desestabilizar a los países vecinos y lograr así algún objetivo geopolítico. Un ejemplo extremo de estos intentos de desestabilización puede pasar por atacar la propia identidad nacional del Estado en cuestión desdibujando completamente la distinción entre la población mayoritaria y una o más de sus minorías nacionales.

Y esto nos lleva nuevamente al ensayo de Putin y la situación de Ucrania. Putin no sólo señala que los derechos de la minoría de habla rusa (que es mayoría en la región del Donbás, pero que está presente en todo el país) están siendo avasallados por el Estado ucraniano, sino que va un paso más allá y afirma que la distinción entre rusos y ucranianos es artificial, ya que conforman una sola nación. Aun así, Putin no desconoce completamente la existencia de una identidad ucraniana moderna, pero argumenta que se trata a lo sumo de un sentimiento nacional en construcción; en esencia, ucranianos y rusos (y, de hecho, también bielorrusos) son aún una sola nación. La identidad ucraniana, dice, es un subproducto de la burocracia soviética y de su errónea política étnica.

Lo que Putin no está entendiendo es que él en este momento está colaborando más que nadie en la historia con la consolidación de una identidad ucraniana opuesta a la rusa.

En el artículo están presentes todos los elementos de una arenga nacionalista propia del siglo XIX, el tipo de texto que suele aparecer en forma resumida en los libros de historia de educación primaria para forjar el sentimiento nacional en los jóvenes.3 “Ucrania” etimológicamente significa “frontera”; los ucranianos serían entonces quienes habitan los límites del espacio cultural ruso. Putin apela al mito fundacional, que en la historiografía rusa es la conversión al cristianismo ortodoxo del príncipe Rúrik en el siglo IX, un conquistador vikingo que asentó su reino en la actual Kiev; por tanto, el origen de la identidad rusa se da en territorio ucraniano. Apela al elemento religioso, que es esencial en muchas entidades nacionales: el territorio ucraniano fue ocupado por tártaros y turcos musulmanes y por lituanos y austríacos católicos, pero “el pueblo” se aferró a la fe ortodoxa. Otro elemento es la lengua; Putin no se anima a dar el paso de declarar al ucraniano un dialecto del ruso, lo que sería sumamente ofensivo, pero acota que hasta el siglo XVII no había una lengua ucraniana claramente separada del ruso –lo cual probablemente sea cierto– y termina atribuyendo la existencia de la lengua ucraniana a “peculiaridades regionales del lenguaje”. Pero, lo que es más importante, Putin construye una narrativa de victimización conjunta de ucranianos y rusos, lo cual suele ser el principal elemento de toda construcción nacional. Lo que mejor une a un grupo de gente es el sufrimiento en común, y los rusos y los ucranianos sufrieron el azote de conquistadores sanguinarios (comenzando por los mongoles), de diversos imperios (más los ucranianos, por ser “la frontera”), de los nazis y ahora –señala Putin– de Occidente.

Lo que Putin no está entendiendo es que él en este momento está colaborando más que nadie en la historia con la consolidación de una identidad ucraniana opuesta a la rusa. Ante la falta de héroes de la independencia, desde hace unos años una parte no menor de la sociedad ucraniana se volcó a entronizar a Stepán Bandera, una figura controversial que probablemente no era el fanático nazi que la propaganda rusa pretende pintar, pero que sí colaboró con los nazis durante la segunda guerra mundial. Esta tendencia al ultranacionalismo de una parte de la sociedad ucraniana dio lugar a grupúsculos nazis que hoy la propaganda de Putin identifica con la totalidad del gobierno ucraniano, lo cual sólo puede leerse como una excusa para deshumanizar a sus enemigos. Sin embargo, el mismo Putin está creando hoy en Volodímir Zelensky un nuevo héroe de la independencia –esta vez judío y de lengua materna rusa en vez de nazi o filonazi– que servirá como elemento de unión a futuro, sobre todo si Putin insiste en convertirlo en un mártir.

A todo esto, ¿tiene razón Putin? ¿Son los ucranianos y los rusos una misma nación? Sí y no. Todas las naciones son comunidades imaginarias.4 Las similitudes culturales entre un grupo humano y otro pueden ser un elemento objetivo, pero su definición como nación y dónde está el límite entre una nación y otra depende de aspiraciones y posibilidades políticas. Muchos analistas creen que Putin es sincero en su discurso nacionalista, pero habría que ser muy inocente para pensar que el amor por su concepto de la identidad rusa es lo que motiva la invasión. Lo que motiva la invasión son las circunstancias geopolíticas del momento, sumadas seguramente a inseguridades de Putin acerca de la supervivencia de su propio régimen a mediano plazo. Sin embargo, el elemento nacional va a ser clave en el desenlace del conflicto. Las historias que Putin y Zelensky sean capaces de contar y de lograr que sus pueblos crean van a determinar las consecuencias últimas de la guerra. Estas historias son contingentes, se construyen entre políticos, poetas e historiadores, pero al final del día hacen la diferencia. Sin apelar al sentimiento nacional Putin no podría intentar anexarse Ucrania (entera o en parte) y convencer al pueblo ruso de que vale la pena el sufrimiento que se le viene, y sin el sentimiento nacional Ucrania no tendría chance de resistir la invasión. Pero está claro que en este momento Zelensky está haciendo un mucho mejor trabajo en la construcción de una identidad ucraniana que el que está haciendo Putin para destruirla. La historia que narra Putin apela a príncipes de la Edad Media y burócratas de principios del siglo pasado; la historia que narra Zelensky la protagoniza él mismo.

En medio de esta lucha simbólica entre narrativas opuestas y de lucha dolorosamente real entre ejércitos, esta guerra está trastornando la vida de casi 40 millones de habitantes de Ucrania que se consideran ucranianos, de quizás cinco millones que se identifican como rusos, y de cientos de miles de rumanos, moldavos, tártaros, búlgaros, armenios, húngaros, griegos y otras tantas minorías nacionales que conviven en el territorio. El nacionalismo no es la causa inmediata de su sufrimiento, pero es un ingrediente sin el cual esto probablemente no estaría ocurriendo. Si aspiramos a construir en el futuro un orden internacional más estable, quizás viene siendo hora de descubrir nuevas narrativas para justificar por qué existen los estados y por qué las fronteras están donde están.

Darío Burstin es abogado, cursó estudios sobre nacionalismo en la Central European University (Budapest).


  1. La traducción inglesa titulada On the Historical Unity of Russians and Ukrainians se publicó en el sitio web del Kremlin, pero no está disponible desde la invasión. Una copia está disponible en el sitio Wikisource.org

  2. Revealing Ukraine, Oliver Stone e Igor Lopatonok, 2019. 

  3. Curiosamente, según algunas fuentes, el ensayo de Putin fue recientemente incluido dentro de los textos de lectura obligatoria para la formación militar en Rusia. 

  4. Anderson, Benedict (1991). Imagined communities: reflections on the origin and spread of nationalism. Londres: Verso.