En las elecciones presidenciales de 2002, cuando Jean-Marie Le Pen desplazó al socialista Lionel Jospin de la segunda vuelta, Francia contuvo la respiración, se tapó la nariz y votó por Jacques Chirac, el candidato de la derecha gaullista. La trinchera republicana funcionó: Chirac pasó de 20% a 82% de los votos, mientras que Le Pen sólo subió de 16,85% a 17,79%. Hasta la izquierda trotskista votó para conjurar la amenaza fascistizante que albergaba el Frente Nacional. El “cordón sanitario” (que no deja de ser una expresión fea que “medicaliza” la política) funcionó también, con menos vigor, en 2017, cuando Emmanuel Macron le ganó a Marine Le Pen 66% a 34%.

¿Funcionará esa barrera en la segunda vuelta del 24 de abril? La extrema derecha se ha ido transformando en parte del paisaje político en Francia y en Europa, en un doble juego de tensionamiento del sistema y amoldamiento a él. Y Marine Le Pen pasó otra vez a la segunda vuelta como en 2017, en medio de un derrumbe de la izquierda y la derecha de gobierno. Macron obtuvo 27,6% de los votos contra 23,4% de Le Pen. El candidato de izquierda Jean-Luc Mélenchon llegaba a casi 22% (con el sabor amargo de no pasar a la segunda vuelta por un pelo) y la competencia de extrema derecha de Le Pen, Éric Zemmour, consiguió 7% (mucho menos de lo que esperaba cuando se lanzó a la política).

Hija de Jean-Marie Le Pen, Marine es un caso emblemático de “desdemonización” política. Ha sido ella quien se ha quitado de encima la estética facha de su padre –con quien siempre ha tenido una relación turbulenta– y ha conectado con una Francia crecientemente “indignada”. Ha sido ella también quien heredó un partido ultra –que unificó diversas facciones y sensibilidades de la extrema derecha francesa en la década de 1970– y lo transformó, ahora con otro nombre, en una fuerza capaz de ser competitiva en una elección presidencial.

En estos años, se habló y se escribió sobre la Francia “fea” de las rotondas, alejada del glamour parisino y atravesada por largos procesos de depresión económica y pauperización social. No por casualidad, esas rotondas fueron resignificadas por los “chalecos amarillos” (gilets jaunes), en 2018, como espacios de reconstrucción de comunidad y de resistencia social. Tampoco por casualidad, los gilets jaunes se expresaron en términos de “dignidad”.

Cuando se produjo esa irrupción, que sorprendió a todos, escribimos con Marc Saint-Upéry: “Más allá de los temas redistributivos, hay una profunda exigencia de reconocimiento social de parte de sectores que se sienten excluidos de la narrativa dominante de los sectores urbanos privilegiados o bien insertados en el proceso de globalización. Existe entre los gilets jaunes una suerte de ‘economía moral’ del mérito y del esfuerzo que expresa un sentido de dignidad pero que, al mismo tiempo, podría ser instrumentalizada de maneras ideológicamente muy diversas: por ejemplo, contra la asistencia social (se nota toda una temática recurrente de crítica del ‘assistanat’), los trabajadores ‘privilegiados’ (como ferroviarios o maestros) o contra los pobres que ‘no trabajan’. Pero pese a algunos deslices discursivos esporádicos, hasta ahora ha funcionado más bien contra el desprecio social de la ‘casta’ y la meritocracia tecnocrático-neoliberal y ultraarrogante encarnada por Macron. La consigna más pintada en las paredes es ‘Macron dimisión’. El presidente francés logró ser más impopular que François Hollande y su proyecto de modernización capitalista para hacer frente a la ‘decadencia’ francesa, junto con su estética de presidente-monarca, está hoy en cuestión. Francia es, más allá de la alternancia entre conservadores y socialdemócratas, un país gobernado por una elite cerrada, surgida de la Escuela Nacional de Administración (ENA) y la Escuela Politécnica. Un ejemplo de esta actitud puede encontrarse en un discurso de Macron [de 2017], cuando al inaugurar una estación de trenes dijo: ‘Una estación es un lugar donde se cruza la gente exitosa y los que no son nada’ (sí, ‘qui ne sont rien’). ‘Macron escucha pero no oye’, sintetizó un diputado opositor”.

Con una izquierda en crisis, la indignación ha ido mutando. En 2010, Stéphane Hessel escribió el libro-panfleto Indignez-vous! (¡Indígnense!), traducido a múltiples lenguas como un catecismo del movimiento de indignación progresista. Hoy ese texto se lee más como historia reciente que como un manual de acción. La indignación sigue, pero ha cambiado de signo en gran parte del mundo occidental.

La última campaña electoral francesa comenzó con la sensación de que la victoria de Macron era un hecho, y esa imagen se profundizó tras la invasión a Ucrania. Macron fue elegido hace cinco años en gran medida para frenar a Le Pen, en un contexto de crisis de los partidos tradicionales. En el debate electoral de entonces aniquiló argumentalmente a Marine –en lo que fue, probablemente, uno de los golpes más duros que recibió la candidata de extrema derecha en toda su carrera política–. Pero tras cinco años, el antimacronismo es una verdadera pasión francesa.

Macron apeló a su figura de estadista, aún más durante la guerra, cuando llamó una y otra vez a Vladimir Putin para tratar de contenerlo, y no bajó al barro de la campaña. Entretanto, Marine Le Pen hizo lo que alguien denominó una campaña de selfies, de cercanía, y puso el acento en el poder adquisitivo por encima de sus temas clásicos: identidad nacional, antiinmigración, nacionalismo regresivo y otros que no necesita instalar. Ya todos saben lo que piensa.

Mientras que en la campaña de 2017 el temor a la extrema derecha estaba en el ambiente, esta vez las señales de alarma llegaron muy tarde: Le Pen partió desde abajo –se repetía que estaba muy debilitada en su tercer combate presidencial y que la división de la extrema derecha le costaría cara–, pero comenzó a subir en el último tramo. Y en estos años, la advertencia de que “viene el lobo” se fue debilitando, a punto tal que, esta vez, muchos votantes de izquierda podrían abstenerse en la segunda vuelta. El cordón democrático anti-Le Pen compite con un cordón sin nombre y más difuso pero no menos perceptible contra el “presidente de los ricos”.

La postulación del escritor y polemista Éric Zemmour tuvo un efecto paradójico: es cierto que dividió el voto de la extrema derecha, pero también le permitió a este espacio más que duplicar su presencia mediática (Zemmour tiene el apoyo del magnate de medios Vincent Bolloré). Y, quizás más importante, el discurso furibundo de Zemmour –para él, Francia se está suicidando, y odia a los historiadores porque contradicen su visión maniquea y adulterada del pasado– le permitió a Marine reforzar su perfil “razonable”, al tiempo que la masa de votos del panfletista le brinda una cantera de donde rascar apoyos en el balotaje.

De origen judío –sus padres eran judíos de Argelia–, Zemmour ha llegado a relativizar el colaboracionismo del régimen de Vichy (1940-1944) por, supuestamente, “proteger a los judíos franceses”, al tiempo que trata de mimetizarse con el héroe de la liberación Charles de Gaulle. Como muestra el historiador Gérard Noiriel en el libro Le venin dans la plume [El veneno en la pluma], Zemmour replica con una fidelidad alucinante el esquema de Édouard Drumont, el “inventor” del antisemitismo francés, pero reemplazando a los judíos por los musulmanes. No deja de repetir las fórmulas más radicales sobre el “gran reemplazo” del pueblo y la civilización francesa.

A diferencia de Marine, Zemmour no sólo tiene un vínculo estrecho con el establishment francés, sino que su posición es la de una extrema derecha “burguesa”, en la que militan diversas facciones integristas católicas e incluso filonazis. Zemmour se propuso, sin éxito, aprovechar la supuesta debilidad de Le Pen para encabezar él mismo una derecha transversal y desacomplejada, que uniera derecha tradicional y extrema derecha, y para ello sumó a varios “traidores” de Reagrupamiento Nacional, el nuevo nombre del lepenismo, y a Marion Maréchal Le Pen, la joven sobrina de Marine y nieta del viejo patriarca, que fue diputada a los 22 años y es una activa participante de los foros globales de extrema derecha, así como a Guillaume Peltier, de la derecha de Los Republicanos.

A diferencia de Zemmour, Marine Le Pen apela a una visión más “populista” y despliega un tono más “amigable”: en esta campaña sonrió más, habló de su amor por los gatos... Además, su proceso de dédiabolisation ha incluido posiciones gay friendly –a punto tal que los sectores ultras más duros la acusaron de estar rodeada de maricas–.

El caso de Florian Philippot –ex número dos, gay, del Frente Nacional– es el más conocido. Pero Le Pen ha conseguido el voto de una proporción significativa de la población homosexual. El expresidente de la juventud del Frente Nacional Julien Rochedy cuenta en un podcast autobiográfico que en ocasión de la masiva marcha contra el matrimonio igualitario en 2012, Marine Le Pen lo llamó para pedirle que bajara el tono en sus posiciones anti-LGBTI. La líder de la extrema derecha esgrime el estandarte de la laïcité y los valores republicanos, lo que le permite atacar al islam (aunque, a diferencia de Zemmour, dice separar islam de islamismo) y presentarse como una defensora del derecho a vivir una vida homosexual segura en Francia; según ella, de manera más consecuente que el progresismo naíf, que permite la islamización de los barrios y las periferias.

Pero la líder nacionalista habla también de una nueva “civilización ecológica” –en clave de producción de proximidad y rechazo a la inmigración; una suerte de ecofascismo soft que sostiene que sólo los arraigados defienden su tierra– y repite que Francia está preparada para tener una mujer en el poder.

Con tres divorcios y un estilo liberal, Le Pen está lejos de encarnar una imagen de mujer conservadora à la húngara o polaca. Hoy forma parte de una lista en crecimiento de mujeres que, con discursos y estéticas diferentes, lideran o son referentes importantes de espacios de extrema derecha en Europa: además de la propia Le Pen, están Giorgia Meloni en Italia, Frauke Petry y Alice Weidel en Alemania (esta última, además, abiertamente lesbiana), Riikka Purra en Finlandia, Rocío Monasterio y Macarena Olona en España, Beata Szydło en Polonia, Pia Kjærsgaard en Dinamarca...

Marine Le Pen y su partido, Reagrupamiento Nacional, utilizan tanto a Juana de Arco, en tanto figura legendaria para luchar contra los demonios del presente, como a Marianne, la imagen de la República Francesa con sus valores de “libertad, igualdad y fraternidad”. En su discurso tras los resultados de la primera vuelta, la candidata llamó a defender el “valor de las personas frente al poder del dinero”, a mejorar el sistema de salud y garantizar alojamientos dignos, y a construir un “Estado estratega”.

Entretanto, el panorama en la izquierda es de profunda crisis. El Partido Socialista, que gobernó varias veces la Quinta República, obtuvo menos de 2% con la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, como candidata. En un contexto de relativa recuperación de la socialdemocracia europea, los socialistas galos no han logrado salir de su estado vegetativo. Los Verdes lucharon en desventaja contra el subidón de popularidad de la energía nuclear con la guerra de Ucrania (aunque esto está lejos de ser la causa única de su estancamiento: su candidato Yannick Jadot tampoco atrae multitudes y el escenario de las presidenciales volvió a serles esquivo una vez más y, con menos de 5%, no lograron capitalizar sus avances municipales). El postulante comunista Fabien Roussel, por su parte, hizo una campaña “anti-woke” en la que defendió el derecho de los trabajadores a comer buena carne (y también buenos quesos) y tomar buen vino.

Finalmente, fue Jean-Luc Mélenchon, el mejor posicionado durante toda la campaña, quien se llevó el voto útil de quienes, pese a rechazar sus tonalidades de caudillo narcisista, decidieron que era la única opción para evitar el colapso del “pueblo de izquierda”. Esto le permitió escalar hasta quedar cerca de pasar al balotaje. Tras la difusión de los resultados, señaló que ambas alternativas son terribles pero no de la misma naturaleza, y llamó a “no entregarse a la cólera y cometer errores irreparables”, en relación con un posible voto a Le Pen. “Ni un voto a la señora Le Pen”, repitió tres veces.

El crecimiento de la derecha tuvo como escenario lo que el sociólogo Philippe Corcuff denominó la “gran confusión”, a menudo en beneficio de los temas que la extrema derecha pretende imponer en el debate público. Las protestas contra el pase sanitario, que atrajeron a conspiranoicos variados pero también a militantes de izquierda, habría sido uno de los escenarios de ese “confusionismo”, en un contexto de dificultades de la izquierda para concitar esperanza social.

Algunos creyeron que la cercanía de Le Pen con Putin acabaría con sus expectativas de llegar al Elíseo (tuvo que retirar de circulación millones de folletos de campaña en los que aparecía con el presidente ruso). Pero finalmente su reposicionamiento –es un tema muy caro al “círculo rojo”, pero posiblemente menos a los votantes– le permitió despegarse con cierta facilidad, aunque era un motivo fijo de preguntas en las entrevistas. Por eso mismo, también, tenía una respuesta preelaborada aceptablemente buena: “Sí, tuve vínculos, pero la invasión es una línea roja que Putin no debió pasar y la he denunciado desde su comienzo”.

Más allá de la elección francesa, los resultados de Le Pen son un campo de observación para pensar las extremas derechas y sus mutaciones, la flexibilidad de sus discursos, su “desdemonización” progresiva y la futilidad de las machaconas retóricas “antifascistas”. Pero también, más en general, para repensar ciertos enfoques progresistas, centrados en grandes disputas de nicho y peligrosamente desconectados de las amplias masas de la población.

Pablo Stefanoni es jefe de redacción de Nueva Sociedad. Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad.