“En nuestro papel de educadores, ¿presenciaremos impasibles que la acción de los hombres cuyo poder –en todos los malos sentidos del poder– esclavice a millones de habitantes de América? Carentes de fuerza material, ¿renunciaremos a la fuerza moral inspirada en el respeto a la dignidad humana? ¿Llegaremos a tiempo?”. Reina Reyes
No voy a ahondar en el análisis que distintas compañeras y compañeros han hecho sobre la forma y el momento en que se presenta esta propuesta de Marco Curricular Nacional (MCN), que con suerte tuvimos tiempo de leer y analizar para dar nuestra opinión sobre ella en la Asamblea Técnico Docente (ATD) convocada para dicho fin con una semana de anticipación. Tampoco me detendré en las solicitudes negadas a la ATD cuando se quiso tener acceso al material con anticipación, porque no nos faltaba olfato para sentir que de repente iba a aparecer todo casi pronto, sin convocarnos para discutir durante el proceso de elaboración. Ni siquiera voy a objetar sobre las afirmaciones genéricas pero sin fundamentos que se exponen en el documento en cuestión. Tampoco ahondaré en las razones que sustentan el cambio curricular.
Sin enfocarme en eso, me gustaría compartir algunas reflexiones sobre el MCN publicado, que surgieron en diálogo con otras colegas de primaria y otros subsistemas. Las hago desde mi lugar de maestra de educación primaria de una escuela Aprender de Montevideo.
Primero, me interesa señalar las reiteradas menciones en el documento sobre preocupaciones respecto del futuro: si se están generando aprendizajes con validez para el futuro, si quienes actualmente se educan podrán conseguir puestos de trabajo más adelante, si se van a poder adaptar al mundo del futuro. Se trata de preguntas que no son nuevas, de hecho, titulan uno de los ensayos más conocidos de la maestra Reina Reyes: ¿Para qué futuro educamos? (1971). Sin embargo, la forma en que la pedagoga plantea su pregunta da a entender una postura respecto del futuro que no parece ser la misma detrás del MCN propuesto. Cuando Reyes interpela sobre cuál es ese futuro afirma que no hay un camino indefectible ni predeterminado al cual las personas simplemente debemos adaptarnos para conseguir puestos laborales y desarrollar nuestras metas de vida. Cuando pregunta para qué futuro educamos, asume que la educación tiene un lugar primordial en el entramado de acciones que construyen el mundo y su devenir.
Pero el futuro, tal como está presentado en el MCN, no parece ser un lugar de posibilidad, sino un destino generado por los mejores programadores, con fondos de todos los bancos de desarrollo mundial. Como si en ese plan programado a algunas personas sólo nos quedara adaptarnos al lugar que nos toca, siguiendo los comandos preestablecidos. O, citando el documento en cuestión,“desempeñarse satisfactoriamente en el mundo actual”.
Claro que debe preocuparnos el futuro, educar se basa en una preocupación por el futuro. Pero, ¿cómo puede ser que un MCN que tanto se preocupa por el futuro no mencione ni una sola vez la palabra historia (ni histórico) y sólo una vez la palabra pasado? Bien sabemos que el futuro no nace de un repollo y que las producciones historiográficas sobre el pasado de las sociedades son fundamentales para comprender el presente y actuar para el futuro que queremos. Nos preocupa el futuro, como nos preocupa el presente y el pasado. Entendemos que la humanidad acarrea una historia digna de ser conocida por todas las personas que transitan la educación obligatoria. Es incomprensible que en un MCN no aparezca esta disciplina. Peor aún, que no aparezca ninguna disciplina.
Es indiscutible que la educación debe dar espacio a las inquietudes e ideas de quienes aprenden, pero también lo es que hay ciertos conocimientos básicos de todas las disciplinas mencionadas anteriormente a los que todas las personas tienen derecho a acceder, ya que son parte fundante del acervo cultural de la sociedad.
Si bien es cierto que en el MCN se aclara que las mallas curriculares y planes de estudio serán desarrollados con posterioridad, hay algunos postulados básicos que deberían aparecer en un documento de carácter nacional y organizador de la propuesta curricular. No puede ser que no se mencione a la biología, la física, la química, la geografía, la música, la educación física, por nombrar algunas. Tampoco puede ser que se hable de alfabetización en lo genérico del término, pero no se mencione ni una sola vez la escritura y apenas una vez la lectura. Hay cuestiones que no se pueden dejar en el tintero, por más generalizador y abierto que intente ser un documento de estas características. No puede ser que algunos conocimientos estructurantes de nuestra cultura queden a merced del interés y las necesidades del estudiante. Es indiscutible que la educación debe dar espacio a las inquietudes e ideas de quienes aprenden, pero también lo es que hay ciertos conocimientos básicos de todas las disciplinas mencionadas anteriormente a los que todas las personas tienen derecho a acceder, ya que son parte fundante del acervo cultural de la sociedad. Son saberes necesarios para comprender el mundo en el que viven, y son las instituciones educativas las que tienen el deber de presentar dichos conocimientos, aunque no sean los intereses iniciales de los estudiantes.
Sin dudas que no es suficiente, y que la educación abarca mucho más que saberes académicos. No es novedad que una parte de los aprendizajes se vincule con el desarrollo de procedimientos, habilidades y caminos para llegar a nuevos conocimientos. Lo que parece inadmisible es que el documento organizador de toda la malla curricular solamente se ocupe de esa parte y que se le llamen competencias. En educación, el término competencias parece casi una paradoja; al menos podrían haber elegido otra palabra un poco más amigable. Alguna que no suene a que entienden la trayectoria educativa como una carrera de 400 metros, en la que se garantiza que cada uno empieza en la línea que le corresponde, según el lugar de la pista en el que está y, después, que gane el mejor. Pero no resulta extraño que hablen de competencias quienes también hablan de metas, oferta, calidad, y apelan a todo ese lenguaje del mundo del mercado.
Finalmente, me gustaría detenerme en las ausencias de este documento preliminar: la palabra igualdad aparece sólo tres veces –y dos de ellas en citas–; las dos veces que se nombra la libertad es parafraseando otros documentos, mientras que no se nombra ni una vez el concepto de emancipación ni tampoco el de desigualdad –sólo una vez aparece desiguales–. Esto último inquieta particularmente, en un documento que hace un análisis (poco fundado) de la situación educativa actual sin hacer referencia a las desigualdades sociales estructurales. No se puede plantear intervenciones focalizadas sin reconocer dichas desigualdades y sin proponer políticas que busquen erradicarlas. Peor aún: desarticulando paulatinamente programas creados para eso, como el de Maestros Comunitarios. Es que no podemos analizar los resultados educativos sin considerar el aumento en la pobreza de niños y niñas en edad escolar, según muestran los datos anuales.
Pero lo que preocupa severamente es el lugar central que deja de tener la formación para la democracia. Democracia aparece sólo cinco veces en el documento: una de ellas es una cita y otra el nombre de un libro. De hecho, entre la lista de las diez competencias principales y sus correspondientes perfiles de logro, esta palabra no se encuentra ni una vez. Pero claro, ¿cómo educar para la democracia a los estudiantes vistos como meros operarios que tienen que resolver problemas dados?
No tenemos sólo diferencias de forma con el documento preliminar del MCN, tenemos diferencias éticas, políticas, epistémicas, ontológicas y pedagógicas.
Elisa Michelena es feminista, maestra y militante política.