Mi postura –desde hace muchos años– es clara y sin matices. Las transferencias de ingresos no deben ser condicionadas, ni las asignaciones familiares ni ninguna otra de naturaleza similar.

Anoche asistí a un debate televisivo en el que seis panelistas debatían el asunto del título, con consideraciones relativas a la pobreza y la vulnerabilidad socioeconómica. Frases trilladas, preconceptos y nociones vagas o decididamente desatinadas respecto de las oportunidades, al “ascensor social” (en palabras más técnicas, las estrategias de movilidad social ascendente), y me quedé con dos menciones muy manidas y recurrentes, de raíz judeocristiana ambas. Una, que enfatizaba en la idea de “enseñar a pescar y no dar pescado”; la otra, “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Una visión e interpretación ramplona de las complejas relaciones sociales y económicas que no explica –y evade– los clivajes de un sistema que genera desigualdad y pobreza, que funciona con base en la antinomia decimonónica entre capital y trabajo. Desde luego que reconocemos otros ejes de desigualdad, en clave de género, generacional y étnico-racial, por señalar los de mayor impacto.

No basta con enseñar a pescar. Todo depende del tipo de caña para pescar (la herramienta), de las habilidades para pescar (capacidades) y del río, océano o lago (el contexto y las oportunidades) que tenga el pescador a su alcance para tener éxito. Y, por lo general, una cajera en un supermercado o tienda de ropas, un vendedor ambulante, una empleada doméstica o un peón rural, por poner sólo algunos ejemplos, apenas obtienen un ingreso monetario o la retribución salarial necesaria –no siempre– para cubrir las necesidades básicas. Los impactos de los procesos inflacionarios, de la contracción del poder adquisitivo de las familias, del incremento de impuestos, entre otras variables, generan deslizamientos más o menos acelerados hacia situaciones de vulnerabilidad, de pobreza y mayor desigualdad social.

Por otra parte, es una falacia suponer que sea el trabajo la única condición para superar la pobreza; más aún, son miles los que trabajando incansablemente siguen pobres. No, no alcanza con el sudor de la frente. Son innumerables los estudios prospectivos e investigaciones que dan cuenta de los desafíos de los mercados de empleo, en el presente y en un futuro no muy lejano. Tengo la plena convicción y los argumentos para afirmar que el empleo no basta para garantizar a todos y todas una vida decente y digna. No tengo espacio para desarrollarlo en estas breves notas y voy al núcleo del debate acerca de las asignaciones familiares. Y formulo algunas preguntas. ¿Quién tiene la autoridad moral para exigir cambios de conducta social a una parte de la población y no a otros? ¿Cuál es el volumen y valor de las transferencias? ¿Acaso por sí mismas obtienen los efectos deseados? También en este sentido hay investigaciones regionales y nacionales que examinaron y evaluaron los impactos de las transferencias en la educación y en el empleo. En la educación los resultados son relativamente significativos en algunos tramos etarios y en algunos casos marginales; en el empleo, contundentes, sólo unos pocos rehúyen del trabajo.

Transferencias hay, las hubo y las habrá, a los sectores ricos y a los pobres también; sin embargo, la fiscalización de las contrapartidas se focaliza únicamente en estos últimos.

¿Cuál es el papel de las políticas sociales? Que, por otro lado, no se reducen obviamente a las políticas asistenciales no contributivas, que son apenas una ínfima parte del gasto público social. Si reconocemos que el campo de las políticas públicas, y particularmente de las sociales, es la expresión del conflicto distributivo, alcanzaremos a comprender el esfuerzo fiscal de los gobiernos aquí o en cualquier parte del planeta, que se expresa en las orientaciones y prioridades asignadas a la educación, a la salud, a la vivienda y a las de cuidado; en suma, dónde y para quienes se asignan los recursos.

Transferencias hay, las hubo y las habrá, a los sectores ricos y a los pobres también; sin embargo, la fiscalización de las contrapartidas se focaliza únicamente en estos últimos. ¿Control o disciplinamiento social? ¿Estigmatización o reconocimiento de derechos? Las transferencias de renta no pueden, no deben ni deberían haber sido condicionadas. La única condición éticamente justificable es la consideración del ser persona, y por tanto, titular del derecho al bienestar. Hay que atreverse a pensar despojados de estereotipos. La transformación del sistema de protección social resulta hoy absolutamente impostergable.

Christian Mirza es profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.