Un día, a fines de 1995, vine de visita a Uruguay. En ese momento estaba trabajando con la Organización de las Naciones Unidas en América Central en las reformas a la institucionalidad en derechos humanos y en seguridad ciudadana surgidas como acuerdos políticos al fin de los conflictos armados internos en esa región. Al llegar a mi país, un dirigente político me preguntó: “Vos, que estás trabajando en estos temas, ¿cuánto tiempo pensás que debe pasar acá para tener buenos resultados si se empieza a trabajar ahora mismo”. Le contesté que, en el corto plazo, no menos de cinco años. Y, a mediano plazo, no menos de diez años. “¡Ah no!”, casi gritó mi interlocutor. “¡No le podemos decir eso a la gente!”.

Pasaron varios años, tal vez demasiados, y la inseguridad y la violencia interpersonal e institucional siguen estando en los primeros puestos de la agenda nacional, como hace casi cuatro décadas. Pero la semana pasada conocimos una buena noticia. Me parece necesario destacarlo, porque estas realmente no abundan en esta temática: el Ministerio del Interior reconoció públicamente que las acciones que viene implementando desde marzo de 2020 no están dando los resultados anunciados, así como tampoco su relacionamiento con la oposición y con amplios sectores de la sociedad civil. Es así que, a partir de este punto de inflexión, anunció dos decisiones sumamente relevantes. La primera fue asumir que este es un tema en el que el aporte de la academia, a partir de la intervención de profesionales con amplia y calificada formación (con quienes se podrá o no coincidir total o parcialmente, pero siempre sobre la base de argumentos serios, datos técnicamente producidos y confiables y, en especial, relaciones con base en el respeto mutuo). La segunda decisión fue la actitud de escucha: las autoridades responsables ya no podían seguir responsabilizando a las administraciones anteriores de los malos resultados, porque tres años de gestión es mucho tiempo. Esto, entonces, llevó a que se entendiera necesario convocar a un espacio plural donde confluyeran diferentes análisis de situación y propuestas operativas. Más allá del juicio que cada quien tenga de los primeros resultados, esta apuesta, para ser efectiva, deberá seguir afinando su funcionamiento, específicamente, resolver cómo se harán realidad, ante los ojos de la gente, los eventuales consensos a los que pueda arribarse, para que todo esto no sea solamente “polvo en el viento”.

Dicho esto, me atrevo a hacer algunas reflexiones iniciales:

  1. Uruguay ya tiene experiencia en solicitar al Banco Interamericano de Desarrollo préstamos reembolsables para desarrollar programas en el área de la seguridad ciudadana. Conocí desde dentro, en sus inicios, el Programa de Seguridad Ciudadana impulsado a mediados de los años 90 por el entonces ministro del Interior Didier Opertti. Era una apuesta desafiante y prometedora, que buscaba cambios en la formación y la forma de trabajo de la Policía Nacional (la incorporación del modelo de policiamiento comunitario, por ejemplo); en el sistema penitenciario; en la generación y análisis de información de calidad; en intervenciones con población juvenil en situación de riesgo y en la prevención de la violencia doméstica, con participación destacada de organizaciones no gubernamentales especializadas. El doctor Opertti dejó el ministerio; vinieron otros jerarcas, y se modificaron arbitrariamente objetivos iniciales y actividades planificadas. Ese programa llegó hasta los inicios de 2005 y se diluyó, sin pena ni gloria, dejando, como triste monumento al fracaso, lo que pretendió ser el germen de una profunda reforma penitenciaria: el llamado Centro Nacional de Rehabilitación (CNR), que albergaría un reducido número de reclusos, mayoritariamente primarios, para llevar adelante modelos de rehabilitación personalizados. Las presiones desde diferentes actores policiales y políticos llevaron a que el CNR terminara alcanzando rápidamente los mismos niveles de hacinamiento del resto del sistema, para llegar a ser hoy la Unidad 5, Cárcel de Mujeres, establecimiento destruido y destinado a otros objetivos totalmente distintos de aquellos buscados por el programa original, para los que el país asumió una deuda que, obviamente, fue preciso reembolsar.

  2. El relato anterior nos lleva a un punto nodal en el tema que tratamos: el sistema político debe asumir, de una buena vez, que la seguridad ciudadana es una política pública. Y como tal, debe garantizarse férreamente una de sus características definitorias: su sustentabilidad. Lo que pasó con el mencionado Programa de Seguridad Ciudadana es una muestra de lo mal que podemos hacer las cosas en el país cuando nos lo proponemos. Sea cual sea finalmente la anunciada iniciativa del actual Ministerio del Interior, debe tenerse en cuenta prioritariamente esa sustentabilidad, sin dejar de reconocer los plazos extensos que este tipo de intervenciones requieren. Y esto nos lleva de la mano a otra verdad de Perogrullo: ese programa deberá ser ejecutado por diferentes gobiernos en el futuro, sean del signo que sean. Si no se asegura la sustentabilidad, el mencionado “polvo en el viento” seguirá siendo, tristemente, algo más que una hermosa canción.

  3. No voy a especular con cosas que aún no conocemos (cuáles serán los objetivos de este programa, cuáles sus actividades, sus indicadores, sus metodologías de evaluación; solamente adelanto que sin estos factores es impensable concretar nada serio con impacto positivo en política pública, sea cual sea su materia: seguridad, salud, educación, ambiente, etcétera). Tampoco caeré en la tentación de preguntarme, por ejemplo, cómo se van a seleccionar las personas (exreclusos y reclusas, según se anunció) que trabajarán en el programa (si se hará un llamado a concurso público, qué perfiles se buscarán, qué trayectorias y proyectos de vida, qué edades –si se pretende una buena “comunicación”, sobre todo con jóvenes en riesgo de violencia, obviamente se tendrá en cuenta que los lenguajes y los códigos de comunicación son cambiantes, y no cualquier persona con unos años encima los entendería–) Tampoco entraré hoy a preguntarme sobre los aspectos espaciales: ¿se trabajará igual en todas las zonas del país donde se intervendrá?; ¿se manejarán intervenciones individualizadas y focalizadas?; y, complementariamente, ¿con qué criterios se seleccionarán esos territorios? En fin: son muchos los asuntos a considerar ahora, pero no son meros “detalles”, sino que van a la esencia del impacto que se pretende lograr.

  4. Por último, y también como resultado de algunas experiencias recogidas en mi trabajo en Uruguay y en otras latitudes: la política de seguridad la definen los dirigentes políticos legitimados por la decisión popular para ocupar determinados cargos. Es la tan manida “gobernanza civil de la seguridad”. En un Estado de derecho eso es así o no hay Estado de derecho. La política pública de seguridad no la define la Policía. Sin embargo, no hay política pública exitosa sobre seguridad ciudadana contra la Policía, sino que siempre será con la Policía o no será. Por supuesto, cada cosa en su lugar, y cada quien haciendo lo que institucionalmente le corresponde.

Juan Faroppa Fontana es doctor en Derecho y Ciencias Sociales e integró el Consejo Directivo de la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo