Los resultados del domingo se explican por el temor que generaron en un sector de la sociedad las propuestas más radicales de ese “fenómeno aberrante” que encarna Javier Milei. Y confirman que Argentina sigue bloqueada: ninguna fuerza política logra la fuerza suficiente para desempatar el partido.

Si en las primarias de agosto Milei fue la difusa herramienta que utilizó una parte de la sociedad argentina para castigar a la dirigencia política tradicional (a la que consideraba responsable de sus penurias), en las generales de este domingo Sergio Massa fue el instrumento defensivo ante el fenómeno aberrante en el que se habían transformado el líder de LLA y la camarilla que lo acompaña.

Antes de las elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO), Milei se había convertido en una especie de “significante vacío” al que cada adherente colmaba con su bronca y sus demandas, mientras que el costo de sus soluciones mágicas lo iba a pagar “la casta”. Ciertos sectores sociales precarizados o despojados de derechos (parte de una nueva sociología del mundo del trabajo) se habían sentido cautivados por una propuesta que supuestamente no pretendía ajustar a nadie, que estaba en contra de los políticos privilegiados, de los sindicalistas que entregaban a sus trabajadores o de los empresarios prebendarios del Estado. Milei, además, había logrado construir una imagen de economista que “sabía de números”, un diferencial frente a los referentes de las dos coaliciones que vienen gestionando la economía argentina desde hace una década.

Todo esto completó un combo que combinaba un neoliberalismo talibán con algunos delirios cósmicos. Dicho sintéticamente: se pasaron de rosca, se sobregiraron, embriagados por el triunfo.

Sin embargo, luego del batacazo de agosto y subido al éxito, su discurso y el de los referentes de su partido comenzó a desplegar su verdad. Confundir respaldo electoral con adhesión a los postulados ideológicos es un vicio de casi todas las formaciones políticas en el último tiempo.

La actitud de un pirómano irresponsable e insensible que convocó al retiro masivo de depósitos bancarios cuando el dólar había sobrepasado la barrera psicológica de los 1.000 pesos y la inflación se desbocaba fue una primera luz roja. Como reflexionó un editorialista del diario La Nación: una cosa es pretender que la bomba le explote a este gobierno y otra muy distinta es pasearse por la plaza del pueblo con la mecha encendida mientras todo está a punto de estallar. Alguna vez Lenin escribió: “La realidad explicó su dogma”. Esta vez quedó demostrado que el canto de sirena de una dolarización armoniosa tenía como contracara una violenta hiperinflación. Las banderas desplegadas de la privatización de todas las cosas (YPF, los ferrocarriles, la educación, los ríos y hasta el mar y las ballenas); la apropiación del discurso de los jerarcas militares en el debate presidencial (la teoría de la “guerra” y de los “errores y excesos” durante el genocidio); el llamado a la ruptura de las relaciones diplomáticas con los principales socios comerciales del país (China o Brasil) y hasta con el Vaticano; y el proyecto de ley de una de sus referentes que postulaba que los padres pudieran gozar del curioso “derecho” de renunciar a la paternidad; todo esto completó un combo que combinaba un neoliberalismo talibán con algunos delirios cósmicos. Dicho sintéticamente: se pasaron de rosca, se sobregiraron, embriagados por el triunfo.

Evidentemente, aquellos votantes que rechazaban y querían superar la “mímica de Estado” (expresión de la crisis de proyecto de Unión por la Patria) o el “neoliberalismo progresista” no lo pretendían al costo de la tierra arrasada de un neoliberalismo salvaje.

Después de su triunfo en las PASO, Milei cambió la música (moderó sus formas, como demostró en los debates), pero radicalizó la letra de su programa ideológico-político. Más tranquilo y sereno, afirmó a cielo abierto que su pretensión era ponerse el país de sombrero. De su admirado Carlos Menem no había aprendido la lección política principal: “Si decía lo que iba a hacer, no me votaba nadie”, tal como afirmó alguna vez el riojano para explicar una de las claves de su éxito inicial.

El establishment que había impulsado la presencia de Milei en el escenario público (para derechizar la agenda) se asustó de su propia creación y comenzó a ordenar que se lo castigue desde los grandes medios, mientras que parte del peronismo, que lo había ayudado porque creía que sólo afectaba a Juntos por el Cambio, también dejó de colaborar con el líder de LLA.

Las ventajas de Massa

Desde el búnker de Unión por la Patria (UxP), mientras esperaba el discurso de Sergio Massa, el camionero Pablo Moyano sintetizó la dialéctica de la disputa electoral: “La mejor campaña del peronismo fue el discurso de Milei”, dijo.

Efectivamente, junto con algunas concesiones económicas (quita de impuesto a las ganancias sobre el salario, devolución del IVA), Massa y UxP usufructuaron la narrativa radicalizada hacia la ultraderecha de Milei para desplazarse sensiblemente hacia la centroizquierda (defensa de derechos, libertades democráticas y propuestas como la reducción de las horas de trabajo). Milei facilitó la tarea para desplegar una “campaña del miedo” que fue efectiva en el contexto de cierto terror económico provocado por la inflación y la crisis crónica. Desde ese lugar y deslindándose de las responsabilidades por el fracaso estrepitoso de este gobierno (se presentó como el salvador de la gestión de Alberto Fernández), Massa logró una fuerte recuperación (sumó más de tres millones de votos a nivel nacional entre las PASO y las generales). El panperonismo, que venía muy dañado por los pésimos resultados de la gestión de Alberto Fernández y cruzado por un internismo eterno, logró reordenarse en torno a un nuevo liderazgo que en la noche del domingo afirmó que quiere dejar atrás la famosa grieta y no nombró ni al actual presidente ni a Cristina Fernández de Kirchner.

El límite para el candidato oficialista, tanto hacia el balotaje (para el que quedó como favorito) como ante una eventual presidencia, reside en el programa acordado con el Fondo Monetario Internacional, que obliga a lo que eufemísticamente llaman un “reordenamiento económico”, que no es más que una hoja de ruta de ajuste. Además, la recuperación electoral entre las PASO y las generales puede escamotear un dato relevante: entre 2019 y hoy el peronismo perdió tres millones y medio de votos.

Macri ya fue

Las dos fuerzas ganadoras (UxP y LLA) se alimentaron del derrumbe estrepitoso de Juntos por el Cambio (JxC) que, de la mano de la candidatura de Patricia Bullrich, retrocedió más de cuatro puntos con respecto a las PASO y no pudo retener los votos que había obtenido Horacio Rodríguez Larreta. Los números permiten suponer que una parte importante de ese electorado migró hacia Massa y, en el caso de Córdoba (meca del macrismo en sus mejores días), hacia Juan Schiaretti. Bullrich, alentada por Mauricio Macri, fue la mejor candidata para derrotar a Larreta y la peor para encarar la elección general. Luego de las PASO quedó transformada en una extraña ave, mezcla de halcón y paloma. La radicalización de JxC luego del fracaso del gobierno de Macri estuvo entre las causas de la emergencia de Milei, que terminó fagocitando gran parte del electorado amarillo. El fin o la reconfiguración de la grieta también tendrá lugar por la muy probable disgregación de la coalición macrista. La noche del domingo, Bullrich emitió mensajes favorables a Milei de cara al balotaje; se supone que parte del radicalismo no la seguirá.

Como sea, distintos referentes de JxC comenzaron a disparar contra el padre de la derrota (Mauricio Macri), quien durante la campaña emitió declaraciones que parecían un apoyo implícito a Milei y que, luego del “paso al costado” con la renuncia a cualquier candidatura (festejado como un acto de grandeza por algunos comunicadores), arrastró a su coalición a la peor derrota de su historia.

Empate y relación de fuerzas

La noche de las PASO escribimos en Le Monde diplomatique: “Ante la ‘depresión pos-PASO’ que seguramente invadirá a las almas espantadas del progresismo, corresponde afirmar que Milei no escapa a la ‘maldición’ de la encrucijada argentina. Aquella que sentencia que triunfo electoral no es sinónimo de conquista de una relación de fuerzas para imponer un proyecto político. El ganador de la jornada también corre el riesgo de tomar la parte por el todo y todavía está por medirse el tamaño de su esperanza”.

De manera laberíntica, la relación de fuerzas se manifestó en las elecciones generales. El último mohicano en reconocerla fue el mismo Milei, que en su discurso de la noche del domingo dio un inédito giro “gradualista” y afirmó, como Macri en 2015: “No vinimos a quitar derechos, sino a liquidar privilegios”. En el mismo acto, propuso un pacto con Bullrich y se apropió del discurso antikirchnerista rabioso que condujo al fiasco de la coalición amarilla. Es decir, Milei sugiere un contubernio con la peor de las castas, aquella que acaba de morder el polvo de la derrota.

Del mismo modo, quedó desmentida la tesis que sentenciaba un giro unilateral y mecánico hacia la derecha o un avance imparable del “fascismo”, y mantiene vigencia la “ley” del país del empate: la capacidad que tienen las coaliciones de vetar el proyecto de los otros sin lograr la fuerza suficiente para imponer de manera permanente el proyecto propio. La configuración del nuevo Congreso da cuenta de esta realidad.

El país trabado y de los vetos cruzados sigue encerrado en su laberinto –más allá de la apariencia de desenlace que brinde el balotaje–, mientras la crisis económica se agrava y se sostienen las férreos condicionantes estructurales que demandan una reorganización económica para la que nadie reúne las condiciones políticas.

Fernando Rosso es periodista. Este artículo fue publicado originalmente en Le monde diplomatique edición Cono Sur.