Mi abuelo caminaba por una calle de balastro con el hacha al hombro y un machete atravesado en el cinto. Llevaba unos pantalones azules muy gastados y el torso desnudo. Era común verlo así en el mes de enero buscando árboles caídos, ramas gruesas o gajos desprendidos con los cuales hacer leña. Aquella mañana había caminado pocas cuadras cuando escuchó que alguien lo llamaba: ¡Doctor Sacha, Doctor Sacha! Se volvió y tuvo una prodigiosa sorpresa: hacía veinte años y trece mil quinientos kilómetros de distancia que al hombre que le gritaba (de apellido Voloshinov) le había sacado doce perdigones del cuerpo. El Doctor y Voloshinov habían hecho una breve pero intensa amistad en el campo de batalla. Luego, ninguno supo del otro hasta ese día en que el formidable azar geográfico los había vuelto a juntar. El Dr. Sacha, mi abuelo, padre de mi madre, judío, ucraniano y médico cirujano del ejército rojo, me contaba esa historia insistiendo en que el mundo era un pañuelo, cosa que por ese entonces, con poco más de cinco años, yo no llegaba a dimensionar. Pero bien: esta fue la primera historia de guerra que conocí y era una historia de salvación. En ella los héroes no disparaban sino que sanaban. Tal vez por eso, por aquel primer relato que involucraba el lado presentable de la condición humana, los conflictos bélicos me ponen, antes que nada, del lado de la paz y no del de la búsqueda de la razón de los bandos beligerantes. Sí, tal vez por eso soy de los tibios (alguien me definió así como una afrenta), de los que no desgajan pasiones confrontativas, de los que aspiran a un alto el fuego ante cualquier discusión de boliche, de los que quisieran argumentar con la lógica inapelable de un Bertrand Russell o con el contenido más mojigato de un hippie de los 60 para quien el compromiso fundamental era con la paz.

Sin embargo, cualquier referencia a esas tibiezas naufraga en medio de las iras y de palabras casi tan feroces como misiles. Sólo se admite tomar partido desde lejos y comenzar, como un vendedor de feria, a calcular y pesar las muertes de cada lado o las crueldades de uno u otro bando, o incluso, el modo y la precisión semántica con que se enumeran las horrendas laceraciones a los inocentes. Y entonces las redes, como una metáfora de las ciudades y los cuerpos agredidos, explotan con la violencia de quienes adhieren a una u otra causa: el mundo de las pantallas se transforma en una tribuna poblada de quienes nunca fueron a la guerra, de quienes no escucharon el zumbido de las balas ni conocen el límite justo del arrojo o de la cobardía de la que son capaces.

El mundo de las pantallas se transforma en una tribuna poblada de quienes nunca fueron a la guerra, de quienes no escucharon el zumbido de las balas ni conocen el límite justo del arrojo o de la cobardía de la que son capaces.

Las imágenes del conflicto entre los terroristas de Hamas e Israel, entre Israel y los palestinos, probablemente se transforme, a ojos más entrenados, en la primera guerra transmitida en vivo y en directo con los códigos más sobresaliente de la modernidad: imágenes y noticias reales, exageradas, falsas o ciertas. Algunos medios, mientras tanto, sedientos, alineados y tendenciosos, cuentan historias que fomentan el caos y alimentan las posturas más extremistas, esas barras bravas que condenan a la humanidad al frenético desencuentro con la razón: muerte, niño, niña, rapto, sangre, derrumbe, miedo, carne expuesta, quemadura, llanto, calcinamiento. Un surtido del horror travestido en un show consumido y vomitado por nuestro lado más enfermo. Así lo definía Bauman: sufrimos de bulimia informativa. Los espectáculos, que son la forma en que procesamos los hechos a través de las pantallas los consumimos y rápidamente nos deshacemos de esa comida para hacer lugar a más, para poder seguir tragando nueva información. El objetivo no es saciar el apetito sino llenarnos con infernal voracidad.

La batalla de la comunicación -un recurso para el desconcierto y la presión- tiene estrategias muy evidentes en la justificación moral del conflicto, la glorificación del bando propio y la deshumanización del antagonista. Y estos tres principios terminan por generar nuevos adeptos a la guerra, al siniestro proselitismo de la sangre y por supuesto, favorece el movimiento de las arcas de los países interesados en la confrontación por razones económicas, territoriales o religiosas.

Volviendo al comienzo: ser tibio no es ser neutral, es tomar una posición distinta, es condenar a todos quienes están matando por objetivos que consideran superiores: dioses, venganzas o fronteras.

El siniestro ataque de los terroristas de Hamas y la irracional, cruel y desproporcionada respuesta del gobierno de Israel sobre Gaza, nos enrostra la reiterada deshumanización de los antagonistas. Por otro lado, el fanatismo partidario con que muchos siguen el conflicto a través de las redes nos enrostra la estupidez de la especie.

Confío en que ambas cosas sean superadas con un alto el fuego. Un alto el fuego ya. Y después discutimos.

Las Crónicas de la Estampida son reflexiones acerca del vértigo de la contemporaneidad -con anclajes en la comunicación y la cultura- que no pretenden desentrañar sus complejidades pero sí advertirlas para saber cómo esta época trata a nuestra sensibilidad y cómo va deconstruyendo algunos valores básicos e indispensables del humanismo.