Los expertos y los gobiernos comparten el diagnóstico y la imperiosa urgencia en adoptar medidas que pongan límite al aumento de las temperaturas. Según ese consenso, el calentamiento global en curso responde a los gases de efecto invernadero (GEI) originados en la actividad del hombre, y acarrea enormes perjuicios para la naturaleza y la pequeña parte de ella que somos los humanos.
De acuerdo con el informe 2023 del comité de expertos internacional, los impactos del calentamiento global serían escalofriantes: aumentos en las temperaturas, sequías e inundaciones, y en el nivel de la temperatura y acidificación de los océanos; desaparición de especies y escasez de alimentos; y mayores riesgos para la salud, pobreza y desplazamiento de las poblaciones. En breve, los equilibrios que mantienen el actual “sistema tierra” serían afectados hasta un posible punto de no retorno.
Los gobiernos, unos más, otros menos, han venido adoptando medidas para controlar la emisión de GEI y aumentado los recursos destinados a la investigación y a la adaptación al cambio climático. Pero esas medidas son insuficientes frente a la imperiosa necesidad de no llegar al umbral del 2% –y preferentemente no sobrepasar el 1,5%– de aumento de la temperatura con relación a la imperante en la era preindustrial, acordada internacionalmente. En 2015, el calentamiento global ha llegado a 1,4% en 2023 y va camino al 3% a fines del siglo.
Una primera consideración deriva de la magnitud y el escaso tiempo disponible para la tarea a cumplir. En efecto, antes de 2050 se deben sustituir los combustibles fósiles, actualmente responsables del 75% de la energía mundial, por fuentes limpias, principalmente eólicas, solares, hidroeléctricas y (con reservas para muchos) atómicas. Y no sólo eso. Además, habrá que capturar del espacio una parte de los miles de millones de toneladas de GEI emitidos en los últimos 200 años, utilizando tecnologías todavía costosas o no suficientemente probadas. Se requiere avanzar aceleradamente hacia las energías limpias, cambiar radicalmente muchas estructuras productivas y de transporte y almacenamiento de las nuevas energías, y movilizar recursos financieros del orden de muchos trillones de dólares.
El secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, ha sido enfático al respecto: “Estamos en una autopista hacia el infierno climático, con el pie en el acelerador”.
Si hay acuerdo en el diagnóstico y el pronóstico sobre el calentamiento global, ¿por qué cuesta tanto adoptar medidas suficientes para controlar las emisiones de gases? Las principales razones de las demoras no son triviales; por el contrario, calan profundamente en nuestra sociedad.
Las empresas son responsables directas de la mayor parte de las emisiones de GEI. Si fueran rentables, el sector privado ya habría adoptado las medidas de mitigación. Como frecuentemente esto no ha sido el caso, las empresas “virtuosas” aumentarían sus costos y con ello sus dificultades para competir con las retardatarias. ¿Por qué, entonces, esperar que contribuyan espontáneamente a reducir las emisiones de gases? ¿Cuál sería la razón para que los ganaderos dejen de destruir la selva amazónica si es negocio habilitar tierras para poner ganado? Esas conductas están dentro de las reglas de juego de la sociedad en que vivimos, por supuesto, excepto que los gobiernos actúen.
Los consumidores también tenemos responsabilidades. Al mismo tiempo que aumenta la población mundial cada habitante consume más, lo cual es inevitable y ético en el mundo subdesarrollado. Más población y más consumo por persona significan más emisiones de gases.
La tendencia a consumir más comprende a los de “abajo” y los de “arriba”, pero hay diferencias importantes. Los pobres del mundo contribuyen menos al cambio climático. Algunas estimaciones indican que el 1% de los ricos generan tantos GEI como el 66% de la población mundial de menores recursos (The Guardian, 20/11/2023). Pero, según los expertos, son estos últimos los que recibirían el impacto negativo del cambio climático. Tras cuernos, palos.
La otra parte de la humanidad ha multiplicado su consumo y el impacto sobre la emisión de GEI. Alcanza con observar la evolución del parque automotor de uso familiar. El mero uso de medios aéreos privados por parte de 200 celebridades mundiales equivale a los GEI generados por 44.000 ingleses (The Guardian, 21/11/2023). India, con cuatro veces más habitantes, emite la mitad de los GEI que Estados Unidos. Y si hablamos de las emisiones históricas, ni que hablar.
No es extraño que, para algunos, a los que quizás vale la pena escuchar, la continuidad de la vida humana en el planeta está condicionada a cambios en el patrón de consumo.
Los gobiernos reconocen que tienen la principal responsabilidad en la reducción de las emisiones de GEI. Entonces, ¿por qué se demoran en adoptar medidas más drásticas, tanto para cambiar las fuentes de la energía como para limitar algunos consumos excesivos?
Una primera respuesta es que los gobiernos actúan condicionados por las empresas. No es sencillo para los gobiernos aceptar la propuesta del secretario general de Naciones Unidas de que los “magnates de los combustibles fósiles” apoyen a los que sufren las consecuencias de la crisis climática. Y las grandes empresas son influyentes.
Por otra parte, las empresas de los países que avancen más rápidamente en materia ambiental pueden perder capacidad de competencia frente a otras administraciones menos exigentes. Por el contrario, si el gobierno retrasa la adopción de medidas, estarán en mejor posición para competir, una opción presente en los ámbitos de negociación internacionales.
Los consumidores, por su parte, pueden desaprobar las medidas que los afectan, como el encarecimiento de determinados productos y ciertas prohibiciones, y expresar su oposición mediante protestas y el apoyo a los partidos que prometen políticas más benévolas.
No es extraño que, para algunos, a los que quizás vale la pena escuchar, la continuidad de la vida humana en el planeta está condicionada a cambios en el patrón de consumo.
Por si fuera poco lo anterior, la adopción de las medidas necesarias para controlar el aumento de la temperatura requiere un incremento muy importante del gasto público y, en consecuencia, el aumento de impuestos y la postergación del financiamiento de proyectos con mayor rédito electoral.
Los principales responsables de adoptar medidas son los gobiernos de países que emiten más GEI y, dentro de ellos, los desarrollados. Y ello por dos razones: son los que emiten más gases por persona y los que pueden pagar los costos. Si bien los países han llegado a un acuerdo de que los más ricos financien a los más pobres, por ahora los fondos transferidos son varias veces menores a los necesarios.
La ideología de los gobiernos también tiene un papel en esta historia. En general, en los países democráticos, los partidos progresistas son más afines a adoptar medidas que los conservadores. Los ejemplos están todos los días en la prensa. El País de Madrid del 11 de julio de este año titula así: “La ley medioambiental con más carga política de la UE entra en su recta final tras superar los intentos de la derecha de tumbarla”.
En las elecciones de este año, el partido progresista de Nueva Zelanda perdió las elecciones por impulsar medidas en materia ambiental que el partido conservador prometió dejar sin efecto. Más cercanos y conocidos son los enfrentamientos políticos y sociales por la ocupación de la Amazonia brasileña por los ganaderos.
Las organizaciones ambientalistas y otras sociales cumplen un papel positivo fundamental. Es cierto que a veces pueden exagerar y aun impulsar demandas sin fundamento o imposibles de llevar a la práctica. Sin embargo, contribuyen a la generación de conciencia colectiva sobre la necesidad de actuar, presionan a los gobiernos de países democráticos para que actúen, e intentan contrapesar la influencia política de las empresas.
La gobernanza climática internacional, condicionada por los factores propios de cada país como los mencionados, es decisiva en este caso por la simple razón de que “la tierra es la casa de todos”.
Ya no hay duda, el calentamiento global compromete el futuro de la vida en la tierra.
Ya no hay duda, quienes estamos vivitos y coleando comprometemos las condiciones de vida de las futuras generaciones.
Ya no hay duda, “Podemos pagar la factura ahora, o pagarla muy caro en el futuro”, como señala un informe de Naciones Unidas.
Ya no hay duda, todos los países tienen responsabilidades pero diferenciadas.
Podemos mirar para el costado para ver quién es el responsable, o asumir el compromiso en nuestra condición de consumidores y ciudadanos.
No será fácil, pero no se parte de cero. Crece la conciencia sobre la magnitud del problema, hay acciones en curso, conocimientos sobre qué hacer para reducir las emisiones y, también, existen los recursos necesarios.
No será gratis para nadie.
La mirada esperanzadora está puesta en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP28), que comenzó ayer en Dubái. Allí estarán presentes los desafíos y tensiones brevemente reseñados pero también la convicción de que hay mucho en juego. Veremos si la COP28 le pone el cascabel al gato.
Martín Buxedas es ingeniero agrónomo, fue profesor de Economía Agraria en la Facultad de Agronomía (Universidad de la República) y director de la Oficina de Programación y Política Agropecuaria del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca entre 2005 y 2010. Agradece los comentarios a este artículo de Walter Oyhantçabal, Antonio Pérez y José Piccardo. La responsabilidad del contenido es exclusivamente del autor.