Se suele escuchar seguido alguna frase relacionada con la necesidad de no olvidar las raíces, lo que conceptualmente está vinculado con lo que nos ha formado o lo que ha sucedido –o quiénes han sucedido– para destacar lo positivo que encontramos en lo que hoy somos. Siguiendo esta línea, no olvidar las raíces también puede vincularse con no olvidar aquello fundamental, aquello que sostiene, aquello que podemos dar por obvio. Y es que lo obvio últimamente da la impresión de que ha quedado rezagado, lo obvio como el sentido común, lo que no se menciona porque naturalizamos que está. La impresión del relegamiento está compuesta por –entre otras cosas– una sobreinformación y saturación de análisis sociales, políticos, económicos y, sobre todo, culturales (ya que estos últimos terminan siendo parte de todos los anteriores). No estoy descubriendo ninguna pólvora, pero a veces la generación de contenido de todo tipo en cuanta plataforma se vaya inventando y en cuanto formato se nos vaya indicando que “rinde” implica terminar dándoles vueltas y vueltas a ideas que pueden ser más sencillas pero a las que cada uno intenta dar una moña de más para destacarse, es decir: decorar lo obvio hasta taparlo.

Los ejemplos varían y el lector podrá encontrar el que mejor lo identifique en su contexto y ámbitos que integre, pero hoy quiero enfatizar puntualmente uno: la magnífica e infravalorada oportunidad de disentir.

Al pensar en el término disentir, me resulta difícil despegarlo de George Orwell, quien lo ha reivindicado prácticamente como un derecho en cuanta oportunidad tuvo, no sólo por sus posturas más explícitas en sus ensayos o más implícitas en sus libros (en varios lo dejó tan claro que arrancabas leyendo una novela y antes de que te dieras cuenta estabas leyendo un análisis político prácticamente sin ficción), sino por la honestidad en sí misma como un factor de honradez intelectual. Y es que sentir esas discusiones (las de Orwell) que datan de hace prácticamente 80 años tiene un arraigo vinculado a la historia misma de la humanidad, sí, pero también nos exige microacciones para bajarlas a tierra y poder involucrarlas en nuestra cotidianidad. Qué maravilloso puede resultar el ejercicio de los ejemplos concretos y diarios de discusiones que forman nuestra historia.

Disentir, honestidad, humanidad y cotidianidad. Con estos elementos menciono un ejemplo concreto considerando nuevamente que cada quien elegirá el que le guste. Escenario político: antesala de año electoral, precandidatos definidos, dirigentes que comienzan a entrar un poco más en calor, potenciales plebiscitos en las calles. Quienes se consideran medianamente politizados probablemente tengan mayor interés por generar opinión sobre los temas que se van poniendo sobre la mesa o, en el mejor de los casos, algo ampliamente superador que la opinión: tomar posición.

La opinión (o reitero, en el mejor de los casos, la posición) de los dirigentes va marcando la cancha y, con el privilegio que los micrófonos otorgan, contribuye a posicionar a otros “más anónimos” a favor o en contra de su postura.

¿Qué pasa entonces cuando aquel dirigente que viene generando sistemáticamente sintonía con nuestras ideas en términos generales plasma una visión que nos hace ruido o con la que simplemente no concordamos? Por obviedad una tendería a pensar que básicamente no pasa nada, tendremos cada uno nuestra postura y no hay que darle más vuelta al asunto. Pero, volviendo al inicio ¿qué pasa cuando empezamos a ponerle moños a lo obvio hasta taparlo?

Algunos ya estamos aburridos de la discusión sobre el buen o mal uso de las redes sociales, pero hay algo innegable: para muchas personas es el espacio por excelencia de opinión. Es ese desahogo donde, ya sea con nombre y apellido o de forma anónima, uno vierte de tantas formas posibles (catártica, elaborada, violenta, amable, frustrante, sólo por nombrar algunas) aquello que piensa. Para no confundir, esto no es una oda a las miles de opiniones por X o a la sensación de profesionalismo de cualquier tema en 280 caracteres (si pagás, como la vida misma, podés ampliar márgenes); tampoco es la jerarquización de la plataforma. Es, simplemente, el deseo ferviente de creer que aún estamos permeados a la escucha.

En la vida en general y en el año entrante en particular, deberíamos permitirnos con mayor efervescencia las discrepancias que nos van formando, perder un poco más el miedo a las discusiones.

Ese deseo se ve muchas veces tiznado por el hecho de no poder disentir con aquel o aquella con quien se venía concordando. Como si no hubiéramos superado la discusión de que no toda crítica tiene una connotación negativa o de que la pluralidad de ideas no es de una necesidad social excluyente, nuevamente lo obvio. Me gusta tener presente un concepto sencillo de Camila Sosa Villada que hace referencia a que los escritores que más le gustan son los que se ponen a charlar. Se trata de eso, válido para escritores, políticos, periodistas y quien sea que tenga más herramientas que otros para generar opiniones en más personas.

Reduciendo aún más el espectro, resulta difícil concebir la idea de no poder disentir con la dirigencia que genuinamente creemos que busca lo mejor para nuestro país (represente las ideas que represente). Las diferentes posiciones no sólo no invalidan otras, sino que la obsecuencia es una pérdida de capacidad de análisis que genera riesgos para uno mismo y mucho más para la sociedad toda, cuando quienes están inmersos en ella son quienes trabajan sistemáticamente, desde el lugar que sea, para aportar a la construcción de un Uruguay mejor.

Es cierto que quienes discrepan tienen en reiteradas oportunidades diferentes espacios para manifestar sus opiniones (más internos y hasta orgánicos, por decir algo), pero si bloqueamos por completo la oportunidad de trasladarlo a lo público, estamos perdiendo dar esa señal a quienes miran estos escenarios con mayor ajenidad, de enterarse, siquiera, de que esas diferencias válidas existen.

Una vuelta de tuerca más (sin moños, quedó claro): ¿no podemos encontrar también la elegancia de la discrepancia entre dirigentes del mismo paraguas? ¿No es acaso tender el brazo a otros para que se animen a expresar sus propias opiniones? ¿No será una señal saludable de elaboración de posturas?

En la vida en general, y en el año entrante en particular, deberíamos permitirnos con mayor efervescencia las discrepancias que nos van formando, perder un poco más el miedo a las discusiones y, sobre todo, saber que en el espacio público hay quienes demandan (con razón) mucho más de quienes quieren ser partícipes vinculantes de la construcción de nuestro futuro. Y el disentir, tanto como el coincidir, forma parte de ello.

Julieta Sierra es integrante de la Dirección Nacional del Movimiento de Participación Popular, Frente Amplio.