La gestión de los conflictos, o, en otras palabras, la política, siempre requerirá de reformas y luchas de poder. Para cumplir con un programa electoral es necesario implementar cambios en una dirección específica. El cambio y la competencia son inherentes a la política. Sin embargo, el estilo y el objetivo de las reformas difieren radicalmente cuando los partidos y la élite política buscan mantenerse en el poder de manera continua. Distinguir entre estos dos tipos de reformas a menudo puede ser un juego confuso de matices. No obstante, la reciente depuración de más de 900 funcionarios del sistema judicial nicaragüense no deja lugar a dudas: estamos presenciando uno de los cambios estructurales más significativos que marcan el inicio de la sucesión Daniel Ortega-Rosario Murillo-Laureano Ortega Murillo. No estamos hablando de una reforma política, sino de un ataque a la separación de poderes con el fin de erradicar cualquier vestigio de oposición.
No estamos hablando de una reforma política, sino de un ataque a la separación de poderes con el fin de erradicar cualquier vestigio de oposición.
El primer paso para establecer y mantener un régimen político de partido único es obtener acceso a las instituciones representativas y, a partir de ahí, cambiar las reglas fundamentales del Estado a su favor. Daniel Ortega ha comprendido perfectamente la importancia de las reformas y cómo utilizarlas estratégicamente. En 2009, dos años después de asumir el poder, el artículo 147 de la Constitución fue declarado inaplicable por la Corte Suprema de Nicaragua, allanando el camino para su reelección en 2011. La posibilidad de reelección se consolidó en 2013. Con el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) controlando la Asamblea, otra propuesta de reforma constitucional del presidente fue aprobada, permitiendo la reelección indefinida, la elección de presidente en primera vuelta y la capacidad del presidente para emitir decretos con fuerza de ley. Hace dos años, la comunidad internacional observaba con incredulidad la escena de la reelección.
El 25 de octubre pasado, Rosario Murillo emitió la orden de intervenir el Poder Judicial, que tiene –o tenía– más de 9.000 empleados. Aproximadamente el 10% del personal ha sido despedido sin indemnización por despido, beneficios laborales, pensiones o incluso una carta de despido, y ha afectado a todos, desde el personal administrativo hasta varios magistrados de la corte.
Este intento de consolidar el poder tiene como objetivo eliminar a los desertores y recompensar a los leales. Un ejemplo de esto es el caso de Horacio Rocha, el antiguo Comisionado General en retiro que fue encargado de llevar a cabo la orden de Murillo. Habiendo sido nombrado asesor presidencial en temas de seguridad hace un año, es muy probable que no sea la última vez que veamos a esta figura prominente llevando a cabo las purgas del gobierno. Su carrera en la Policía es de conocimiento público, pero su papel como escolta y seguridad se remonta a 1997 con Arnoldo Alemán. Después de una interrupción de casi una década, su larga carrera vuelve con fuerza.
En relación con la purga murillista, la expresidenta de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) Alba Luz Ramos ahora deja su oficina para dar lugar a Marvin Ramiro Aguilar. Junto a ella, otros magistrados como Yadira Centeno fueron expulsados del edificio tras la llegada de varias patrullas de policía. El golpe se ha llevado a cabo con precisión y el control sobre el Poder Judicial ahora se asemeja al control que el gobierno ya tiene sobre otros poderes del Estado. En los comunicados internos, el ahora presidente en funciones Aguilar es señalado como el responsable de los despidos. Este rompecabezas quedará resuelto cuando las vacantes sean reemplazadas por magistrados, jueces y funcionarios leales al régimen.
Pero, ¿cómo hemos llegado a este punto? Una vez más, la respuesta se encuentra en la instrumentalización de las reformas. Una Constitución que ahora parece no tener valor permite que, con la aprobación de la Asamblea, de mayoría oficialista, se hayan podido reducir las facultades de la Corte Suprema de Justicia. Los legisladores sandinistas argumentan que los Registros Públicos podrán ofrecer servicios de manera más eficiente y optimizada si se integran a la Procuraduría General de la República, que está adscrita al Poder Ejecutivo.
Este es el segundo mandato con Ortega en la presidencia y Murillo en la vicepresidencia, pero ya es el quinto mandato –no consecutivo– desde la controvertida reelección del excombatiente. La tensión a nivel nacional es evidente, especialmente después de los graves incidentes ocurridos después del 18 de abril de 2018, resultado de las reformas del Instituto Nicaragüense de Seguridad Social que aumentaron las tasas de interés y la edad de jubilación, dejando cerca de 400 muertes tras la intervención de la Policía y los grupos paramilitares. En julio pasado, el gobierno sandinista aprobó una reforma constitucional para asumir el control de la Policía, borrando una vez más la línea entre las fuerzas estatales que se supone que deben ser imparciales y las organizaciones ideológicas que operan como brazos ideológicos de los partidos. Como resultado, la Procuraduría, el Poder Judicial y la Policía Nacional están actualmente bajo el control y al servicio del ejecutivo de mayoría sandinista.
Esto explica por qué la Policía Nacional no ha proporcionado explicaciones sobre la intervención en la Corte Suprema, el desalojo arbitrario de los trabajadores y el motivo de las numerosas detenciones e investigaciones. El régimen no sólo se consolida como un régimen de partido único, sino también como un estado policial de facto. Por otro lado, la Ley de Defensa de los Derechos del Pueblo aprobada en 2020 se encarga de que cualquier disidencia pueda ser considerada como una amenaza al orden político establecido, prohibiendo a los opositores participar en protestas o presentarse como candidatos.
Este escenario coloca a la nación en una posición difícil en términos de respeto a los derechos humanos. Las acusaciones, penalizaciones y advertencias internacionales han surgido rápidamente. Tras la descalificación de las elecciones de 2021 por parte de la Asamblea General de Cancilleres de la Organización de Estados Americanos (OEA) por no cumplir con una resolución sobre los criterios para unas elecciones libres, democráticas y transparentes, el canciller nicaragüense Denis Moncada envió una carta solicitando la retirada de Nicaragua del foro regional. Dos años después de esa carta, el 19 de noviembre de 2023, se concretó la salida de Nicaragua de la OEA. No obstante, esta y otras organizaciones, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, han advertido que, aunque el régimen de Ortega no suscriba la carta de la OEA y sus compromisos, debe respetar los convenios internacionales de protección y respeto a los derechos humanos, establecidos en la Declaración Universal y en la Carta Interamericana de Derechos.
Emma Turiño es candidata a Doctora en Ciencia Política por la Universidad de Salamanca.
Este artículo fue publicado originalmente en latinoamerica21.com