En la Grecia clásica, el termino idiota identificaba a aquellos que no se involucraban en los asuntos públicos, que se mantenían al margen de la política –entendida como la actividad de "los que gobiernan o aspiran a gobernar los asuntos que afectan a la sociedad o a un país”– prefiriendo dedicarse a sus intereses privados. El paso del tiempo ha modificado su significado: muchos nos tildan de idiotas a quienes confiamos, defendemos y nos identificamos con la política. Además de aquellos que la ignoran, también hay otros que hacen política con el discurso antipolítico. Dinamitan sus cimientos en la búsqueda de déficit y limitaciones, o dejan en manos de otros –para administrarla como si fuera una empresa– los criterios en que se basó su rica construcción: igualdad, defensa de las minorías, justicia, representación. Los últimos tiempos parecen ser fecundos en idiotas clásicos y gerentes de la política.
No sé quién parió a quién. ¿Es el discurso antipolítico, xenófobo e individualista el que genera los idiotas de la Grecia clásica? ¿O la existencia de ellos justifica los discursos de quienes, también haciendo política, la niegan y la rechazan?
Consideramos que un sistema democrático es aquel que posibilita la alternancia en el gobierno, con elecciones periódicas libres y controladas; definición limitada y deficitaria, pero que permitió, por ejemplo, que América Latina dejara atrás dictaduras y gobiernos autoritarios. Esta consolidación, sustentada en algunos casos y durante algún tiempo por una bonanza económica, generó en la región importantes cambios políticos y sociales, potenció los instrumentos de representación política, los partidos políticos, y fortaleció los poderes legislativo y judicial, además de los derechos y libertades de individuos y grupos que hacen a la sociedad en su conjunto.
Hoy los ciudadanos desean participar y controlar la acción pública, pero su abstención en las elecciones se acentúa y la participación y el involucramiento tienden a descender. La democracia ha ganado legitimidad como sistema, pero también desconfianza en sus instituciones y en los políticos.
Con el tiempo, y por diversos motivos –corrupción, crisis económicas, cambios en pautas culturales–, la democracia va perdiendo su aparente fuerza motivadora y esperanzadora de cambios. Pero además, en algunos casos justifica o se la utiliza para desplazar o colocar gobernantes, comenzar o terminar guerras, consolidar o eliminar políticas sociales discutibles, desarrollar políticas económicas impopulares, generar conflictos étnicos. En ella conviven desigualdades, injusticia, tecnocracia, leyes parcializadas, violencia y falta de libertad.
La globalización económica, cultural, financiera y tecnológica no trajo la paz ni el desarrollo económico que vaticinaba. Elecciones y encuestas muestran un creciente descreimiento y pérdida de legitimidad del sistema político. Vemos instituciones y representantes derrotados y desplazados por movimientos y grupos creados por fuera del sistema político; la mayoría de las veces son circunstanciales y puntuales, con líderes carismáticos y mediáticos.
También han quedado al descubierto niveles apabullantes de desigualdad, deshonestidad y mentira. Riquezas obscenas y pobreza inhumana conviven separados a veces sólo por unas cuadras, otras por fronteras o mares. Los estados se reducen y se hacen dependientes de poderes económicos y financieros, perdiendo capacidad reguladora; la gente se niega a perder el control sobre sus intereses, sobre todo cuando son económicos. Estamos ante nuevas reglas y prácticas, para las cuales el sistema político se muestra lento, obsoleto y prescindible. El presente es diverso y los alineamientos políticos tradicionales se ven sometidos a fuertes presiones.
La política navega en contextos complejos y de incertidumbres: se la asocia con el poder, la corrupción y la arbitrariedad. Las fronteras de lo particular y lo general son difusas, y la polarización es un riesgo siempre latente y peligroso: los populismos y nacionalismos pueden impregnarlo todo, y hay quienes bregan por dejar las decisiones en manos de expertos y tecnócratas, que pueden llegar a ser más ágiles y eficaces. Ese camino puede ser compatible con la democracia, pero es elitista y menoscaba la representatividad.
Los idiotas de la Grecia antigua, en forma consciente o inconsciente, dejan la política de lado. De ese modo, el discurso ganador, para algunos políticos profesionales o líderes surgidos por fuera del sistema político, es que los partidos y los políticos son los causantes del descontento y la deslegitimación de la política, y también de las crisis de la economía, la educación, etcétera. Pero eso sí: lo hacen, y no sabemos por cuánto tiempo, escudados y protegidos por el sistema del que reniegan y al que denuestan. Olvidan que, sin partidos y sin políticos, la democracia será difícil de mantener. Reniegan de la política y los políticos, quieren eliminarlos o llevarlos a su mínima expresión, pero haciendo política con las mismas herramientas y con el mismo objetivo: la búsqueda del poder. Rechazar la política o negarla es también hacer política, olvidando que ella misma es la que permite y asegura el derecho y la libertad de negarla. La historia, como el presente, ofrece muchos y variados ejemplos.
Los partidos políticos en este contexto de modernidad han sufrido transformaciones: de ser representantes de la sociedad en general pasan a ser parte del Estado, órganos de gobierno. Exigimos entonces a sus representantes preparación e idoneidad, al mismo tiempo que su profesionalización nos resulta sospechosa.
La política no es objetiva, como tampoco exacta. Para quien la ejerce, sus decisiones pueden aproximarse a ser ideales, justas y correctas, pero casi siempre son discutibles. Deben estar precedidas por trabajo de filtro, estudio y asesoramiento. Es ahí donde la visión política, los políticos y los partidos se hacen imprescindibles.
Debe defenderse la existencia de los partidos políticos. Enriquecen la democracia: su ausencia la debilita o la elimina. Para la consolidación de gobiernos y gobernantes, y como forma de potenciar la ciudadanía en todos los órdenes, los partidos deben fortalecer la representación de una sociedad cada vez más diversa. Importa especialmente la representación de la oposición política y la posibilidad de alternancia en el ejercicio del gobierno. Para esa consolidación, la influencia en la toma de decisiones y en su aplicación debe regirse rigurosamente por la legalidad institucional. Debe evitarse la permanente actitud de campaña electoral, que pone barreras a los acuerdos y las políticas de Estado. Es preciso alternar y conciliar la labor gubernamental o legislativa con el contacto con los electores y los representantes e intermediarios de intereses. La diferenciación discursiva y la preservación de la representatividad contribuyen a poner barreras a los autoritarismos y la arbitrariedad.
Reniegan de la política y los políticos, quieren eliminarlos o llevarlos a su mínima expresión, pero haciendo política con las mismas herramientas y con el mismo objetivo: la búsqueda del poder.
Los partidos deben ser instrumentos para la formación de líderes con respaldo y ofrecer alternativas claras y posibles al electorado, contraponiendo firmemente sus propuestas a las de aquellos candidatos –en algunos casos económicamente poderosos, mediáticos y exitosos como administradores– que puedan surgir por fuera del sistema. En la política contemporánea y en los sistemas democráticos es cada vez más difícil que un partido monopolice el poder, por lo que será frecuente el gobierno compartido, lo que implica una constante (re)construcción de las instituciones que caracterizan el sistema político. No es posible la política sin políticos y partidos, pero ellos deben (re)construir su legitimidad con transparencia y representatividad ciudadana en todos los niveles, evitando los bloqueos y el desmedro de la productividad, la lealtad y la cooperación.
Los partidos políticos con calidad institucional son fundamentales en los sistemas democráticos, dando respuesta y siendo receptores. Hoy los conflictos sociales y político-ideológicos son más difusos y están desplazados de su lugar tradicional, como ocurrió con los sindicatos, las empresas o la educación. No es únicamente izquierda y derecha, los pobres y los ricos, el mercado y el rechazo del mercado. Los sistemas democráticos, además, se enfrentan con problemas étnicos, ambientales, regionales, sociales o distributivos que deben administrar en paz y libertad. Son muchas veces problemas más complejos, descentralizados y vinculados, los que hacen necesaria la formación de ciudadanos más iguales en lo político, lo económico y lo intelectual.
En estas sociedades heterogéneas, es necesario (re)diseñar los sistemas democráticos en la búsqueda de poder de representación, canalizar los conflictos y asegurar calidad democrática y ciudadana que, además de fortalecer y enriquecer la institucionalidad, favorezca los acuerdos de régimen. Deben brindar incentivos a autoridades y gobernantes para ser receptivos a los deseos de las mayorías, y a la oposición para canalizar las demandas posibles, de ciudadanos informados y formados para discernir sobre la responsabilidad política y pública de sus elegidos, sin olvidar a los individuos y colectivos más vulnerables por efecto de las desigualdades sociales. Los partidos políticos deben ser activos y creativos en la representación de intereses, la agregación y la intermediación de las demandas populares, y dejar de ser sólo reactivos a las señales de los medios de comunicación, los corporativismos o los centros de poder.
La combinación de desigualdad económica con un sistema político universalista genera desgaste político, lo que debilita los sistemas democráticos. Los partidos políticos fuertes permiten promover la igualdad, libertad y participación de los ciudadanos para enriquecerlos, pero también como forma de contralor. Para ello, hacen falta, en particular, fuertes inversiones en educación y formación en todos los órdenes, en la búsqueda de igualdad de oportunidades e influencia, ya que la democracia trata a todos por igual, pero las grandes desigualdades pueden concentrar la influencia y la capacidad de decisión en una élite. El Estado, además de asegurar el ejercicio efectivo de la ciudadanía y la seguridad pública, no debe renunciar a desempeñar un importante papel en lo referido a lo económico; esto no obliga a abandonar la propiedad privada, las leyes del mercado, la seguridad y protección de quienes quedan por fuera del sistema. La exclusión social conlleva o determina también la exclusión política.
La heterogeneidad de las sociedades, con nuevos derechos adquiridos, sumados además a una globalización fundamentalmente cultural y económica, genera sociedades más complejas, demandantes y expectantes. Esto hace necesaria la creación rápida de diseños institucionales diferentes, pero no por ello menos fuertes. Las soluciones, en épocas de desencanto político, pasan por incorporar y crear herramientas participativas y profundizar la educación cívica. Herramientas institucionales que aseguren flexibilidad en la búsqueda de soluciones a los conflictos, pero al mismo tiempo permitan canalizar las demandas.
Las crisis económicas cada vez más graves y periódicas, en un mundo globalizado, imponen a los gobiernos nacionales una gran merma de su capacidad de compensar a los perdedores. Se profundizan así las tensiones sociales, que son más extremas cuando la ciudadanía siente que esas políticas son instrumentadas por individuos –tecnócratas– a los que el voto no puede castigar porque están por fuera del sistema político. Se debe evitar la despersonalización de la política, que pone en peligro las instituciones representativas.
En política, como en otros órdenes de la vida, lo nuevo se sobrevalora y las crisis aumentan la desafección con lo conocido. De este modo, irrumpen nuevas miradas que, en el mejor de los casos, desaceleran los procesos democráticos, desvalorizando instituciones y al sistema político. Los desafíos pasan por evitar el anquilosamiento en el poder y la incompetencia en la gestión pública, y por el mantenimiento de valores éticos y políticos, sin dejar de lado la experiencia y la fiabilidad de los procesos democráticos ya vividos.
La pregunta no es si la democracia, tal como la conocemos y la hemos construido, se mantendrá o no, sino qué tipo de democracia ha de surgir a partir de los cambios y reacomodos económicos, culturales, sociales, tecnológicos y étnicos que se están produciendo. En el pasado, la consolidación de los regímenes democráticos se veía como condición para promover el desarrollo económico y social con equidad. Hoy parecen haberse invertido los términos y se considera que la promoción de un desarrollo social y económico justo e igualitario es la condición primera para desarrollar y mantener esos sistemas, además de una correcta y sólida estructura institucional del Estado que promueva y brinde seguridad, igualdad, justicia y mecanismos para hacer frente a crisis y cambios. Los desafíos pasan por potenciar la cultura y las instituciones políticas y la educación de la ciudadanía en todos los órdenes, no para buscar verdades, certezas y seguridades absolutas, sino para la construcción y fortalecimiento de los sistemas democráticos desde las incertidumbres, inseguridades y desafíos de la modernización.
Esta nueva democracia, con partidos políticos fuertes, más participativa y responsable, que debe hacer frente, entre otras cosas, a sistemas capitalistas, economías liberales, mercados que asignan los recursos, puede no garantizar la igualdad social y económica, pero sí evitar que aquellos que tienen poder o dinero siempre ganen o apuesten siempre a ganador.
Es un problema: los idiotas políticos parecen estar creciendo en cantidad y los vivos que se aprovechan de ello también.
Daniel Otero es licenciado en Ciencia Política.