“He podido constatar la enorme importancia del proceso democrático para la realización de los derechos de los niños. Una política basada en la participación de la sociedad civil, no en la tecnocracia, y dirigida hacia la realización de la democracia constituye un elemento fundamental del proceso hacia el cumplimiento de las necesidades y los derechos de la niñez”. Alessandro Baratta, 1995

El título de este artículo hace una explícita referencia a un texto1 emblemático de Alessandro Baratta –jurista italiano– para aportar a la conceptualización en medio del movimiento fermental de derechos humanos de niños y adolescentes de la década de 1990. Una época de ilusiones, en las que los autores de este texto participamos, siendo muy jóvenes, y albergamos genuinas expectativas de que el reconocimiento formal de los derechos de niñas, niños y adolescentes en la legislación nacional traería un cambio en las prácticas institucionales y sociales alterando las condiciones materiales y simbólicas de la infancia y la adolescencia.

Cuando la Convención sobre los Derechos del Niño (CDN) cumplía sus primeros diez años comenzamos a entender que esa victoria que imaginamos a inicios de los 90, cuando el lenguaje de los derechos colonizó toda la retórica institucional y profesional, no fue más que una victoria pírrica, como acertadamente puso de manifiesto en 2012 la jurista argentina Mary Beloff.

La CDN es el instrumento de derechos humanos más ratificado en la historia de la Organización de las Naciones Unidas, y los conceptos que instala rápidamente se copiaron y transcribieron en cada punto y coma de las legislaciones, políticas y medidas que tengan que ver con el mundo de los niños/as y adolescentes en los estados. Sin embargo, la retórica no ha operado mágicamente en transformar la realidad de dominación y control de la infancia por el mundo adulto por la protección y promoción de sus derechos, y este conflicto nos lo deja claramente en evidencia.

El uso de un lenguaje nuevo, políticamente correcto, como el derecho a la participación, es profusamente citado en los documentos pasados y recientes de la educación pública nacional. Pero el nuevo lenguaje alineado a la CDN no produce por sí mismo un cambio en los viejos problemas, no es mágico. Se ha producido lentamente un vaciamiento de significados de conceptos muy profundos, facilitando a quienes los utilizan un aggiornamento discursivo y de texto pero no de praxis. Se dice algo porque “está bueno enunciarlo”, porque “es el concepto de moda”, pero no se hace nada con respecto a la potencialidad transformadora de la construcción que hacemos del concepto.

El ascenso de la izquierda al gobierno trajo una nueva ilusión de reconocimiento de derechos para los niños; de hecho, se vivió la segunda reducción significativa de la pobreza infantil de las últimas cuatro décadas. Desde 2004 hasta 2016 la pobreza infantil se redujo de 59,4% a 17,6%. (De Armas, 2017). Ese cambio fue clave, pero no fue suficiente para democratizar las relaciones sociales intergeneracionales. La composición de la pobreza por edades marca que la infantilización de la pobreza es, como todos sabemos, un problema estructural: “Se puede afirmar que en Uruguay casi toda la población en situación de pobreza (90%) está compuesta por niños y adolescentes (48%) y por los adultos que viven con ellos (42%)”. (De Armas, 2017: 17) Los peores efectos de la desigualdad los pagan los niños y adolescentes, y sus familias.

Se reconocen esfuerzos para atender la situación, especialmente orientada a la primera infancia; el desarrollo de políticas que incrementan la protección social de la primera infancia goza de un consenso entre todos los partidos políticos. En cambio, las políticas públicas orientadas a la adolescencia no recogen los mismos niveles de acuerdo respecto de mejorar su bienestar mediante políticas de protección y promoción social. Los adolescentes registran menos acuerdo, tienen muchos detractores. Las respuestas punitivas en forma de sanciones son algo corriente en muchas instituciones.

El conflicto del IAVA pone de manifiesto un modo de relación institucional y social con la adolescencia, con los estudiantes y especialmente con aquellos que ejercen su derecho a la participación y alzan la voz por los asuntos que les afectan. No pretendemos detenernos en los aspectos singulares de la situación actual, aunque podemos tomarla como un síntoma de una relación, instituida estructuralmente, entre la adolescencia y las instituciones, entre la adolescencia y la construcción democrática.

En el ámbito de la educación media, nos encontramos con un hecho singular que deja en evidencia los formatos de ejercicio de poder del mundo adulto y las personas menores de 18 años en nuestra sociedad. En 2005 se derogan el acta 14 y la circular 62 del Consejo de Educación Secundaria (CES) de la ANEP, dos herramientas utilizadas para controlar cualquier posibilidad de ejercicio de los derechos civiles y políticos de los adolescentes en la educación. Fueron sustituidos por el acta 47 (Estatuto del Estudiante), que se inscribe en un marco de enunciación de derechos del niño con referencia explícita a la CDN.

Esta visión de la adolescencia como peligrosa e incapaz, de fuerte arraigo en la cultura social e institucional, luego se traduce en la minimización, ridiculización y burla de sus planteos.

A pesar de ello, la lógica sigue siendo la de una concesión del mundo adulto de los derechos de asociación y expresión, mientras sobran las referencias al control asociado a todas las cosas que deben respetar. Allí se sustituyen los consejos que se encargan de las indisciplinas (de COE pasan a llamarse CAP), que, dotados de un halo participativo, perpetúan una racionalidad sancionatoria. Por lo tanto, la idea que trasuntan todas las administraciones es que ejercer derechos equivale a indisciplina y requiere herramientas que penden como una espada de Damocles sobre cualquier forma legítima de ejercer y reclamar derechos.

Esta visión de la adolescencia como peligrosa e incapaz, de fuerte arraigo en la cultura social e institucional, luego se traduce en la minimización, ridiculización y burla de sus planteos, que nos exoneramos de ejemplificar porque estos sobran y se dan desde las propias autoridades hasta los ciudadanos en las redes sociales.

Volviendo al texto de Baratta, él sostiene una propuesta que relaciona a la infancia y la adolescencia con la democracia a partir de tres perspectivas: a) recuperar la política como proyecto, como práctica transformadora de la sociedad, b) organizar la democracia como forma organizativa de la respuesta pública a las necesidades, y c) reconocer una ciudadanía plural como espacio de alianza donde estén incluidos los excluidos del pacto moderno –que priorizó a los hombres blancos y propietarios–, los niños y adolescentes, todas las etnias, las mujeres, las personas en situación de discapacidad, entre otros.

El autor reconoce que “La ventaja de los niños, con respecto a los adultos de hoy, se deriva directa e indirectamente de su mucho más profunda colocación en el tiempo, sobre todo en el tiempo cultural. Es la ventaja resultante de la mayor memoria histórica de los niños, de su mayor proyección en el futuro. Los niños tienen más historia y más futuro que los adultos de hoy. Tienen más memoria e imaginación que los adultos”. (p. 14)

Reconociendo lo certero de las afirmaciones de Baratta, los niños y adolescentes de hoy están creando la sociedad que viene, y tienen más tiempo que los adultos. Nos queda claro que pensar de forma distinta la relación intergeneracional está pendiente. La desigualdad en el acceso a derechos es una barrera. Que sólo cuatro de cada diez adolescentes finalicen la educación media a tiempo es un indicador dramático, y que apenas uno de cada diez del quintil más pobre lo haga pone de manifiesto la injusticia a la que sometemos a las nuevas generaciones.

Si bien parece que ejercer el derecho a la educación es tener asegurada una silla dentro de un aula, si pensamos la educación como un bien común debemos poner foco en una relación social entre la adolescencia y los saberes que se aleje de la mercantilización y se organice para “la satisfacción de las exigencias del ser y no sólo del tener [...] Porque los bienes comunes existen sólo en una relación cualitativa. Nosotros no tenemos un bien común [...] Somos, más bien, [partícipes de los] bienes comunes” (Mattei, 2011: 66).

La resistencia para escuchar todo lo que el niño tenga para decir, esta simple acción de escuchar a los adolescentes, que es ni más ni menos que poner en marcha el artículo 12 de la CDN, está lejos de ser una realidad en nuestro país. Hoy, si se da la palabra al niño, es como una mera forma que mueve a la opinión pública y a la prensa y le da al adulto un lugar destacado, pero que no logra tener ningún efecto en la realidad cotidiana. Lo que hay que hacer ya está claro de antemano, pedirles la opinión a los niños es “ritualismo” vacío, que brinda momentáneamente estatus. Los adultos nos regodeamos hablando de participación infantil, pero cuando afloran o emergen formas genuinas de la mano de los propios adolescentes, los adultos y las instituciones que gobiernan muestran un nivel de desorientación realmente alarmante, porque no son las formas subordinadas al poder y designio adulto, son diferentes, creativas, frescas, nuevas. El emblema de esa desorientación es la convocatoria a agentes de seguridad para abordar este tipo de conflictos. Cuando la Policía es convocada, la educación ya abdicó.

Basta ver el conflicto entre estudiantes y autoridades en la educación secundaria sobre la reforma educativa y la actitud asumida por los responsables de la educación pública en el país para comprobar esta afirmación de la hipocresía adulta hacia los niños, niñas y adolescentes.

Ante reclamos de diálogo y participación para incidir en los planes y programas por parte de los estudiantes, las autoridades recurren a la descalificación de formas de organización y reivindicación, que responden a cuestiones de corte netamente generacional.

Pensar o imaginar el ámbito escolar como un lugar uniforme es desconocer que en ese espacio confluyen edades, estratos y generaciones muy diferentes y esa es la riqueza para trabajar la diferencia y la construcción de nuevas relaciones, no desde un poder verticalizante que es lo que hoy emerge en cada aparición adulta/institucional. La evidencia indica que, si en los lugares de estudio predomina el diálogo, el reconocimiento a la diversidad de canales de comunicación y expresión y se reduce el ejercicio autoritario de poder, se fortalecen aspectos pedagógicos y la convivencia. Recordemos que los adolescentes aprenden de lo que sucede en las aulas y también fuera de ellas. Las respuestas al conflicto tienen un potente efecto pedagógico.

La carencia de políticas públicas robustas para la adolescencia es uno de los principales problemas de futuro; se requiere un acceso igualitario al bienestar y la protección social, al conocimiento y a la cultura. Esos son requisitos indispensables para la democratización de las relaciones intergeneracionales y también para el desarrollo y la sostenibilidad del país.

El filósofo francés Michel Fize ha estudiado el origen etimológico de la palabra adolescencia y lo ubica en una palabra de raíz indoeuropea, “alere” que significa nutrir. De allí se desprende en dos conceptos, “adultus” y “adulescens”. El primero, “adultus”, significa el que dejó de crecer y “adulescens” el que está creciendo. Lejos de la idea de que la adolescencia es un momento de la vida temible, doloroso y pervertido, Fize nos habla de la potencia de esta etapa de la vida que necesita ser acompañada, protegida, cuidada. La deuda es principalmente nuestra.

Luis Pedernera es miembro del Comité de Derechos del Niño de Naciones Unidas. Diego Silva Balerio es docente e investigador del Departamento de Pedagogía Social del Consejo de Formación en Educación (CFE).


  1. Alessandro Baratta, La niñez como arqueología del futuro, disponible en: https://apdh.org.ar/sites/default/files/2020-09/baratta%20la%20ni%C3%B1ez.pdf