El padecimiento mental, la depresión, la ansiedad, el miedo, la paranoia, la rabia impotente y la adicción a todo tipo de drogas están saturando la vida en los barrios precarizados. Parecería que las vidas outlet no cuentan porque antes no las pensamos como vidas políticas.
Antes de que terminase el año lectivo 2022 les pregunté a mis estudiantes qué pensaban sobre el futuro. Estas fueron algunas de las respuestas:
“Mi principal miedo es la soledad, el ser humano es afectado por los sentimientos y para mí de los peores es la soledad. En el caso de lograr mis objetivos no tendría con quién compartirlos ni disfrutar mis triunfos”. (Agustín, 11 años)
“Yo no imagino un futuro. No tengo palabras, imágenes, ideas para poder describirlo. Yo no tengo el típico pensamiento de robots y autos voladores como la mayoría de los gurises, que piensan que la tecnología va a dominar el mundo. Sí puede pasar, pero antes de eso pienso que puede llegar a acabarse el mundo. Este pensamiento robótico lo crearon las películas, mostrándonos una gran ficción, sin dar a ver el mundo en realidad con la gran contaminación, la falta de agua y el calentamiento climático”. (Julieta, 11 años)
Hoy tenemos barrios deprimidos, neuróticos y cansados. Hoy la imaginación sobre el fin del capitalismo se convierte en la imaginación del fin de la humanidad. Lo único que dejaremos a los habitantes que sobrevivan a la próxima glaciación son desechos nucleares, nos recordaba Henning Mankell en su última obra, Arenas movedizas (2015).
Hemos entendido por décadas que estas patologías eran propias de la clase media y media alta, burguesa, blanca y occidental, con tanto tiempo de ocio para atender sus miserias y fracasos (Marcus: 1993). Sin embargo, todos estos padecimientos atravesaron las barreras de clase. La locura ya no es un privilegio. Su atención es cara y la grieta entre quienes pueden vivir en recuperación y quienes caen en el abismo es mucho más profunda. Del encierro te sacan muerto, luego llenan el espacio.
Hay una escena muy shakesperiana en Besos de azúcar, de Carlos Cuarón (2013), que me conmovió: dos preadolescentes tomados de la mano saltan al vacío perseguidos por la madre y el hermano de la chica. El último intentaba violarla y la primera era una especie de jefa de la mafia. ¡No son cobardes! Saltan contentos y desesperados, sabiéndose dueños de lo único que tienen: sus cuerpos, quizá por única vez en su corta vida.
Pienso en por qué los pibes y pibas se matan y me pregunto también por qué no se puede hablar de esto en los medios. En Uruguay nuestros amigos y amigas se matan a nuestro lado. Luego sólo nos queda habitar con la pérdida. No voy a dar cifras porque no las hay para 2023, pero existe, lo veo, me entero entre terapeutas, profesionales de la salud, amigos y compañeros, que entre enero y marzo decenas de gurises y gurisas se suicidaron. Me pregunto por qué tenemos miedo de hablar de esto, por qué se oculta, ¿por miedo al contagio o por miedo a que nos pongamos a pensar de una vez por todas quién mata a los gurises? Me pregunto si los pibes y pibas se matan o los matan.
Hay un concepto que suelo utilizar y es el de suicidados, referido a aquella condición en la que la situación de padecimiento es tan asfixiante que la persona, ahogada de miedos, pierde la fe en la existencia de algo mejor y se mata. En los barrios empobrecidos por el régimen de existencia neoliberal los y las jóvenes atraviesan dos formas de sobrevivencia1 que se retroalimentan: la vida mula y la vida riesgo.
La vida mula resentida es el modo de integración social de la gente de los barrios descartados. Sobrevivimos en un terror ambiente posvecino donde las personas tienden a refugiarse en sus propias casas, en su mismidad, en su interior colapsado. Todos y todas estamos extremadamente endeudados, pero hay quienes lo disimulan mejor. Las pocas energías que quedan se invierten en gestionar los más “básico” de las vidas precarias. El otro no importa. El terror anímico es la amenaza concreta de que las frágiles redes sociales, familiares, barriales y económicas penden de un hilo, pueden ceder y arrojarte al precipicio (Juguetes perdidos: 2019, p. 107).
El engorramiento + consumo popular fue uno de los pactos existenciales de la década del progresismo en América Latina. Nadie está dispuesto a perder nada de lo que ganó muleando. El fenómeno de vecinocracia es el que alimenta el gatillo fácil entre vecinos, entre ñeris, entre los barrios. El gatillo fácil ya no es una estrategia propia de los cuerpos represivos. Ahora nos matamos entre nosotros. Los vueltos del neoliberalismo están matando más gente que las dictaduras cívico-militares y, por supuesto, prisionizando mucho más que en aquel período.
Frente a este padecimiento de la vida mula aparece su aliado: la vida riesgo, rápida, hiperdrogada, hiperconsumista, implosionada, armada hasta los dientes, sin futuro, vida pilla, correteada por la Policía, por los vecinos, por la gente de otros barrios. Siempre al filo de la cornisa y sin red –padres, amigos, terapia, sueldo– donde apoyar el culito. La vida riesgo y la vida mula se retroalimentan. Se entra y se sale de ellas tantas veces como se pueda si no se toca algunas o todas las terminales: cárceles, hospitales o la muerte (o la muerte en vida).
En el libro Patriotas indignados (Francisco Veiga et al., 2019) se utiliza el concepto de 68 inverso para referir a una supuesta mutación que sufrió el significado político del mayo francés de 1968. Sin embargo, no existe un significado sobre el Mayo Francés, sino tantos como miradas existan sobre aquel acontecimiento que repercutió en todo el mundo occidental.
Los sesentistas “se basaban en la creencia de que todo era cierto y, por tanto, todo era posible”, señala Greil Marcus (1993). En el régimen de la posverdad y la posvergüenza nada es posible más que el fin de la vida tal como la conocemos. Los decepcionados de mayo del 68 fueron los punkis a los que rápidamente se tragó el sistema. Hoy que el under no existe más que como estética, no hay sitios donde fugar. El aburrimiento vuelve a ser contrarrevolucionario, como agitaban los situacionistas. Pero es un aburrimiento que trasciende las clases sociales.
En los 60 la gente pagaba para ver cómo otros –estrellas de rock– creían en sí mismos. Hoy cientos de adolescentes pagan fortunas por escuchar el odio que segregan personajes pop-líticos como los argentino Javier Milei y Agustín Laje.
El autodesprecio, la impotencia y la autodestrucción constituyen la matriz que ordena las vidas cansadas e implosionadas que ha generado el régimen de precarización de la existencia.
Entre los muros de mayo del 68 y los posteos virtuales de la cultura chanera (deriva del fenómeno que generó el blog 8chan) existen una estética y un lenguaje radicalmente diferentes. Aquella movida tomó el espacio público y contrapúblico, mientras que la subcultura online se trata más bien de un clictivismo o “activismo de sillón”. El mayo del 68 intentaba valores de colectivización, organización e ideologización de las masas. Quizá haya sido uno de los momentos de “cima de la evolución humana”, reflexiona el filósofo italiano Bifo Berardi (2021, p. 19), en el que el conocimiento y la conciencia humana alcanzaron grados considerables de convergencia y disposición a la transformación social. En este momento asistimos a la individuación de un sujeto que da rienda suelta a su ira contra la precarización de su existencia. Más que móviles ideológicos y de agrupamiento, les mueve una afectación subjetiva de heridas personales que no lograron satisfacer, intentando desmarcarse de los otros para lograr reconocimientos inmediatos.
Ya no hay tiempo para pensar, debatir y reflexionar en conjunto. La dictadura de los caracteres se impone con violencia. Los artículos se discriminan por la cantidad de tiempo que insume leerlos. Diez minutos es una eternidad. Existe un odio a la duración. La industria de la comunicación en decadencia vende títulos. Del 68 a esta parte el neoliberalismo ha reorganizado la mente colectiva. Ya no asimilamos conscientemente lo que miramos y leemos. Para Berardi, “la mente crítica es incapaz de funcionar en condiciones de saturación infonerviosa, al tiempo que los índices de educación caen y su calidad se deteriora” (2021).
En aquella Francia del 68 o en aquel Montevideo, entre música beat y molotovs (Markarian: 2022) existía una atmósfera palingenésica de utopías socialistas; en esta, una bruma de retroutopías –fascismo eterno, nacionalismo, paneuropeísmo– con arcadias del pasado o hauntología como futuro cancelado (Fisher: 2013). Los viejos de hoy pensaban que la miseria y la explotación se iban a erradicar; hoy vivimos confortablemente vidas miserables. El sistema quiere repeticiones previsibles eliminando cualquier pulsión parcial, cualquier desorden que no sea controlable. Los cruzados de lo mismo son los agitadores que asesinan el tiempo de hoy. Referentes de la ilustración oscura en la que el liberalismo no es criticable porque constituye la coartada de los crímenes de la cibercultura.
Mediante un clic se pasó de la cultura del compromiso a la promesa de la diversión, la transgresión y un desafío a las normas mezclando el matonismo con la burla, el acoso con la unanimidad y el exabrupto con la defensa hipócrita de la libertad de expresión. El mayo del 68 apelaba a un sujeto político joven de clase media y sectores populares con conciencia histórica. Los trolls apuestan a los que denominan normies: personas que usan las redes sociales y creen en la opinión popular. El autómata actual se ha objetivado en la máquina comunicacional, cada vez más conectada, cada vez más ubicua, separada del cuerpo social.
Esta demencia social contemporánea es la que alimenta un ejército de vengadores que no tienen nada que perder más que sus vidas. En la Guerra Fría existía el muro de Berlín, que separaba Oriente de Occidente. Hoy existen más de 70 vallas y muros que separan a ciudadanos de parias. En los barrios del conurbano bonaerense la gendarmería establece un régimen de exclusión y toque de queda implícito para los pibes y pibas atrapados en la villa. En Uruguay el gatillo fácil intrasocial arroja decenas de muertes que no hemos pensado como vidas políticas.
Los barrios implosionados se han llenado de armas y de rencor. Cientos de jóvenes excluidos a los que se les ha prometido equidad, bienestar y éxito inmediato están dispuestos a entregar sus vidas a cambio de venganza o a perder su vida a cambio de nada. El autodesprecio, la impotencia y la autodestrucción constituyen la matriz que ordena las vidas cansadas e implosionadas que ha generado el régimen de precarización de la existencia.
Diego Pérez es docente e investigador.
Referencias
Berardi, F (2021). La segunda venida. Caja Negra.
Bettleheim, B (1980). Surviving and Other Essors, Nueva York, Vintage.
Colectivo Juguetes Perdidos (2019). La sociedad ajustada. Tinta Limón.
Colectivo Juguetes Perdidos (2022). ¿Quién lleva la gorra? Tinta Limón.
Fisher M (2013). Los fantasmas de mi vida, Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos. Caja Negra.
Marcus G (1993). Rastros de carmín. Anagrama.
Mankell H (2015). Arenas movedizas. Tusquets.
Markarian V (2022). El 68 uruguayo. El movimiento estudiantil entre molotovs y música beat. Universidad Nacional de Quilmes.
Veiga F, González Villa C, Forti S, Sasso A, Prokopljevic J, Moles R (2019). Patriotas indignados. Sobre la nueva ultraderecha en la posguerra fría. Neofascismos, posfacsismos y nazbols (2019).
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En 1976 Bruno Bettelheim acuñaba el término de supervivencia vacía como referencia a una vida signada por la dictadura de las necesidades en el juego que imponía la nueva economía. ↩