El 1º de octubre del año pasado estuve en Automotores Orletti, ese viejo taller mecánico de dos plantas situado en un barrio modesto del Gran Buenos Aires que fue centro clandestino de detención, tortura y asesinato entre mayo y octubre de 1976. “Aquí es Venancio Flores al 3519”, me anunció el taxista, mirándome con curiosidad. Le dije que en ese lugar, cuando la dictadura, varios amigos míos fueron torturados y asesinados, y que hasta hoy no me había dado el coraje para venir. Mientras le hablaba, estallaron mis emociones. “Tranquilo, tranquilo”, me dijo en tono bajito mientras le pagaba.
Desde el exterior sólo se ve una cortina metálica baja con muchos grafitis alusivos, coronada por un cartel del Ministerio de Justicia con la inscripción “Espacio para la promoción y la memoria de los derechos humanos. Excentro de detención, tortura y exterminio Automotores Orletti”. Sobre el costado, una placa con un texto explicativo titulado “Aquí se cometieron crímenes de lesa humanidad durante el terrorismo de Estado”. Se lee allí que el local fue sede del “pacto criminal” entre los aparatos represivos de los países del Cono Sur que coordinaron “el secuestro, intercambio, desaparición y asesinato de militantes populares y líderes políticos entre los países de la región”. Se estima que pasaron por allí unos 300 ciudadanos uruguayos, chilenos, bolivianos, paraguayos, cubanos y argentinos, la mayor parte de los cuales continúan hoy desaparecidos. Orletti fue inaugurado en mayo de 1976 con la tortura y el asesinato de Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, William Whitelaw y Rosario Barredo.
Me quedé un buen rato allí, imaginando el ingreso de los secuestrados, seguramente maniatados, encapuchados, tirados en el piso del Ford Falcon, “ablandados” a golpes durante todo el trayecto. En su mayoría fueron sometidos a suplicios atroces, reducidos a guiñapos humanos, luego asesinados y desaparecidos.
Los torturadores y asesinos no tienen perdón. Pero dada la hondura de sus crímenes, tampoco hay justicia posible.
Entre junio y octubre fueron secuestrados decenas de integrantes del Partido por la Victoria del Pueblo. Fui compañero de militancia de ellos. El día anterior al de mi visita se cumplían 46 años del secuestro de Ruben Cachito Prieto, Beatriz Barboza y Javier Peralta; días antes se habían llevado a María Emilia Emi Islas, a Jorge Charleta Zaffaroni, a Washington el Negro Jefe Cram y a Cecilia Pity Trías; dos meses y medio atrás 21 militantes del PVP habían sido cazados en las calles de Buenos Aires. Todos ellos fueron llevados a Orletti.
46 años es también la edad de mi hijo mayor, nacido muy lejos de allí el mismo día en que nos enterábamos del secuestro de Gerardo Gatti, secretario general de la organización, también llevado a Orletti. La certeza de que pude haber estado entre los queridos compañeros engullidos por aquel infierno me abrumó por muchos años. Estaba exiliado en Buenos Aires desde 1974, fui detenido pocos meses antes del golpe en Argentina y sacado de la cárcel por Naciones Unidas con destino a Europa. Simplemente, tuve suerte. Era muy joven, y demoré muchos años en hacer plena conciencia de que me sentía culpable de haber escapado. Había sido responsable político de Emi y del Lenteja Errandonea, así como compañero ocasional de tareas de Charleta, de Cachito y del Negro Jefe, tanto en Montevideo como en Buenos Aires. Sentía que los había abandonado y que no merecía disfrutar de la vida.
Estaba sumido en esos recuerdos cuando se me acercó una mujer joven “en situación de calle”, como se dice púdicamente. Se dirigió a mí con una mirada entre afable y alarmada: “Señor, ¿le pasa algo?”. Le conté brevemente qué me había traído hasta ahí. Instalada con sus míseros petates bajo un grueso árbol añoso, justo entre el local y la vía férrea, era evidente que no tenía idea de todo eso. Seguramente no había leído siquiera la placa recordatoria, bien visible para quien quisiera verla pero integrada al paisaje rutinario del barrio, y por tanto “invisible” para muchos de sus habitantes. Su empatía era puramente humana. La tristeza de aquel extraño señor mayor llegado en taxi la había conmovido, eso era todo.
Cuando ya me iba, me dijo en tono animado: “Pero usted está bien, ¿verdad?”...
Los torturadores y asesinos no tienen perdón. Pero dada la hondura de sus crímenes, tampoco hay justicia posible. Si por mí fuera, cambiaría gustoso imputabilidad por información sobre el destino final de los restos de los desaparecidos. Para poder despedirlos y enterrarlos como lo hemos hecho desde siempre los humanos.