Las más altas autoridades nacionales han señalado que la “solución final” a la actual crisis hídrica “es que llueva” y que “el agua no es potable, pero es bebible”. También trascendió lo que las autoridades del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) le habrían expresado al exministro de Ambiente Adrián Peña, según manifestó este último a la emisora Del Sol: “Siempre joden que se van a quedar sin agua, pero nunca se quedan sin agua”.
No compartimos en absoluto esta mirada negligente y superficial del problema. Por el contrario, estamos convencidos de la necesidad de responder en forma integral e inmediata a la crisis actual y simultáneamente diseñar un Plan Estratégico Nacional que garantice la disponibilidad de agua potable en el marco de un modelo de desarrollo económica y ambientalmente sostenible.
Es importante reconocer que no fue sólo la falta de lluvias la que trajo estos lodos. Hay decisiones políticas que, por acción o por omisión, adelantaron y agravaron la crisis y de las que son responsables los actuales jerarcas del gobierno. Recién estamos en contacto con su auténtica dimensión y creemos que resulta fundamental identificar los problemas y construir respuestas de consenso técnico y político, que son para todos y requieren proyección en el mediano y largo plazo.
En ese sentido, en los últimos días el integrante del Directorio de OSE Edgardo Ortuño y los senadores de la oposición han presentado un conjunto de iniciativas para responder a los aspectos más preocupantes y acuciantes de la crisis. Se intenta no recurrir a medidas aisladas o prematuras, sino de construir un plan de contingencia con capacidad de atender los principales aspectos sanitarios y sociales de la crisis.
Asimismo, desde la Intendencia de Montevideo, asumiendo a cabalidad el alcance de la situación, se tomó la decisión de hacer un monitoreo georreferenciado de los valores de sodio en la red de distribución de agua potable en todo el territorio departamental, analizando las muestras de agua de la red de policlínicas municipales. Se resolvió la entrega de bidones de agua embotellada a la población usuaria de sus servicios con factores de riesgo que tienen la indicación de una dieta baja en sodio. También se inició un proceso de identificación y evaluación de la calidad y potabilidad de los pozos de agua existentes.
Soluciones estructurales a la crisis
Digamos que en lo que refiere a las soluciones de carácter estructural, aunque no ha sido convocada por el gobierno, la comunidad científica ha propuesto estrategias de mediano y largo plazo para enfrentar la crisis generada por el manejo inadecuado de los recursos hídricos. Sin duda allí pueden estar las alternativas de fondo de un problema que llegó para quedarse y que nos desafía a pensar en clave de políticas de Estado y compromiso de todos.
Uruguay está transitando una emergencia de proporciones. Crisis por déficit hídrico que tiene causas de larga data y, a su vez, estamos viviendo una gestión política y técnica actual que obliga desde varias dimensiones y en forma amplia a abordar la situación con responsabilidad.
Sin generar alarma, informando adecuadamente y manejando con rigor las informaciones y evidencias disponibles sobre los verdaderos impactos para la salud individual y colectiva. En particular, evaluar los efectos de un aumento de los parámetros de sodio y cloruros que han sido comunicados por las autoridades.
La Comisión de Salud Cardiovascular, que funciona en el ámbito del Poder Ejecutivo, informó que “en base a la evidencia actual, el aumento en el contenido de sodio en el agua de consumo poblacional debe ser considerado un aporte significativo diario de sodio” y señaló a su vez que “la precaución en el volumen de su consumo deberá enfocarse en el grupo poblacional de mayor riesgo” o sea, pacientes con hipertensión arterial, insuficiencia renal crónica, cirrosis y lactantes que deben recibir fórmulas que se preparan con agua potable.
Crónica de una crisis anunciada: lo que no se hizo a tiempo
La idea de que la crisis hídrica es circunstancial e inesperada es profundamente equivocada. Hace muchos años que desde diferentes ámbitos hay serias advertencias no suficientemente escuchadas. No luce razonable señalar que sólo necesitamos que llueva, sin analizar, proponer y actuar sobre otros factores determinantes del problema. Hay un inmovilismo en la búsqueda de respuestas que es difícil de entender.
En lo que refiere a la coyuntura actual, en un principio, culminando 2022, se afirmó que se exageraba y se caía en el fatalismo. En los primeros días de enero se anunciaron medidas parciales, en cuya implementación y control de cumplimiento no se puso el mayor esfuerzo. Con las primeras lluvias, claramente insuficientes, el tema se dejó de mencionar, y se pensó que lo peor ya había pasado. Según el Instituto Uruguayo de Meteorología, el período comprendido entre 2020 y lo transcurrido de 2023 es el más seco en los últimos 75 años.
Nadie puede negar el peso determinante que tiene el factor climático en el agravamiento de la situación general. La sequía no sabe de culpables ni responde a cuestiones de mala gestión (al menos locales), tampoco esta depende ni es responsabilidad de ningún gobierno. No hay duda de que cuando no se establece oportunamente un plan de contingencia, que promueva la información, la prevención, mitigue los impactos y anticipe y proyecte respuestas en lo sanitario y en lo social, también es posible establecer responsabilidades en la gestión política de la crisis y en sus efectos en lo inmediato y en el largo plazo.
En ese sentido, no se puede desconocer la decisión de no dar continuidad a un importante proyecto de inversión como la represa de Casupá en Florida, que estaba muy avanzado en la administración pasada y que de haberse implementado nos podría haber posicionado en otra situación de cara al futuro inmediato, al habilitar una oferta alternativa como fuente para la obtención de agua potable. Un proyecto que priorizó el gobierno saliente durante el proceso de transición y que, en las estimaciones más pesimistas, a la fecha podría haber alcanzado 20% de su potencial de acumulación de reservas de agua dulce mitigando, postergando y tal vez evitando los impactos inmediatos de la crisis hídrica.
No existió la voluntad de brindar continuidad a una política de Estado y se apostó todo a otro proyecto, el proyecto Neptuno en Arazatí, que paradójicamente se propone contar con agua potable tomando como fuente el agua del Río de la Plata. Un proyecto de iniciativa privada, inspirado en el dogmatismo ideológico y en intereses particulares, que fue promovido sin la iniciativa de OSE desde el Ministerio de Industria, Energía y Minería, el MEF y Presidencia. Cuánto será posible desalinizar el agua con este proyecto en términos de costo-efectividad es, en estos momentos y para pensar la respuesta a la crisis, harina de otro costal.
En el período 2015-2020 el gobierno de Tabaré Vázquez hizo una inversión histórica en OSE y decidió construir la represa de Casupá. En 2019 tenía el proyecto completado y la financiación resuelta, incluidos pliegos de licitación, para que estuviera terminada en 2022 como lo dice la Corporación Andina en la aprobación del proyecto. Este gobierno tomó una opción técnica y política equivocada que claramente complica aún más el panorama actual.
Otro factor que afecta la disponibilidad de agua potable radica en el hecho de que aproximadamente 50% del agua potabilizada se pierde por roturas por falta de mantenimiento y monitoreo. En tal sentido urge fortalecer los recursos y la capacidad operativa de OSE para modernizar y reparar la amplia red de distribución y dotar al organismo de los recursos humanos, la inversión, la tecnología y los sistemas de control y mantenimiento preventivo.
También corresponde señalar que han faltado campañas de bien público para hacer un uso racional del agua. Recién ahora, muy tarde, parece tomarse esta medida.
Aun relativizando el impacto sanitario inmediato de los nuevos parámetros del agua autorizada y la drástica pérdida de calidad de su sabor (motivo principal de esta nota), no cabe duda de que en el corto y mediano plazo está en juego la propia disponibilidad del agua en cantidad y calidad suficiente y, por lo tanto, estamos frente al desafío de que se termine afectando globalmente la calidad de vida y salud de nuestra población.
Información rigurosa, oportuna y transparente
El 4 de mayo la ministra de Salud Pública, Karina Rando, informó en una conferencia de prensa que OSE solicitó, como medida excepcional, aumentar el cloro a 720 miligramos por litro (mg/l) y el sodio a 440 mg/l de agua.
A pesar de existir esta variación significativa entre estos valores, la ministra aseguró que “la población en general puede tomar agua potable con total seguridad” y que según expertos nacionales e internacionales consultados los nuevos parámetros no afectaban la salud, sólo se producían cambios en las condiciones organolépticas del agua (sabor, olor y color).
Es importante reconocer que no fue sólo la falta de lluvias la que trajo estos lodos. Hay decisiones políticas que, por acción o por omisión, adelantaron y agravaron la crisis.
La Comisión Honoraria de Salud Cardiovascular, diferentes sociedades científicas y colectivos profesionales en el campo de la medicina y la nutrición y el propio MSP asumieron la real magnitud del problema que significaba que el agua potable tuviera más del doble del límite habilitado para sodio y se coincidió en forma unánime en la necesidad de que los pacientes con hipertensión arterial y los adultos mayores controlen la presión arterial, consulten ante eventuales alteraciones y consuman agua embotellada. A ello se agregó la preocupación por los menores de seis meses que se alimentan con fórmulas alimentarias que se preparan con agua potable y se recomendó en este caso también la utilización de agua embotellada con valores aceptables de sodio.
En la comparecencia en la interpelación del miércoles 17 de mayo, citando dos estudios puntuales de 2017 y 2019, la ministra afirmó que “estudios epidemiológicos demuestran que una ingesta de entre 2,3 y 4,6 gramos por litro (g/l) al día de sodio no aumenta los riesgos de eventos cardiovasculares tanto en individuos sanos como hipertensos”, agregando que “la asociación entre sodio en el agua y la presión (¿hipertensión arterial?) se centra en escenarios en los que el sodio en el agua es mayor a 500 mg/l”.
Sin embargo, si repasamos toda la literatura científica disponible y la propia definición de consenso de expertos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), no existe una correspondencia entre parámetros internacionalmente aceptados como consumos máximos recomendables y los rangos de valores mencionados en estos trabajos.1
Del mismo modo que no tiene sentido generar una situación de alarma sanitaria por los parámetros de sodio tolerados por excepción, tampoco luce razonable presentar como aceptable admitir como consumo máximo una tolerancia que más que duplica la establecida por la OMS (4,6 g/l como límite superior del trabajo citado por la ministra y los 2,0 g/l de la OMS).
Tampoco nos resulta técnicamente adecuado, ni comunicacionalmente oportuno, establecer un cuadro comparativo de los niveles de sodio de diferentes alimentos en relación con los niveles de sodio en agua, en un intento deliberado por minimizar los valores de sodio aceptados y eventualmente los que estaremos asumiendo de prolongarse la restricción hídrica.
No corresponde buscar y encontrar un trabajo que amplía los límites de tolerancia para bajar la percepción de riesgo, para diluir innecesariamente el alcance del impacto sanitario. En la comunicación en salud es tan malo alarmar como informar con falta de rigurosidad y precisión en los datos y su interpretación. Lo del título: “Ni calvo, ni con dos pelucas”.
Sodio, hipertensión arterial y enfermedades cardiovasculares
La hipertensión arterial es una de las principales causas de muerte prematura en todo el mundo. Según la OMS, afecta a más de 30% de la población mundial adulta (uno de cada cuatro hombres, una de cada cinco mujeres) y es el principal factor de riesgo para padecer enfermedades cardiovasculares (enfermedad coronaria, infarto agudo de miocardio, insuficiencia cardíaca), ataques cerebrovasculares, enfermedad renal crónica y demencia. Dos tercios de los casos se encuentran en países de ingresos bajos y medianos.
En Uruguay, la prevalencia de hipertensión arterial en población adulta (25 a 64 años) es 36,6%, según la Segunda Encuesta Nacional de Factores de Riesgo de Enfermedades No Transmisibles (Enfrent, 2013) y se estima que 58% de los adultos hipertensos no están diagnosticados. Para este año está prevista la tercera encuesta; la primera había sido realizada en 2006.
Normalmente consumimos entre diez y 15 gramos de cloruro de sodio (sal común), lo que equivale a 3.900-5.900 mg de sodio (la conversión entre sodio y sal que se hace es de 1 g de sodio igual a 2,5 g de sal común). La recomendación es consumir menos de 2,0 g (2.000 mg) de sodio cada día. Esto equivale a cinco gramos de sal (es decir, una cucharadita de té) al día, incluyendo toda la sal diaria (la que está contenida en los alimentos y la que se ha añadido).
Las personas con hipertensión arterial deben tomar una cantidad aún menor de sodio (1,5 gramos) con el objetivo de disminuir aún más su presión, ayudando de esta forma a mantener unas cifras tensionales más estables y a ayudar a los fármacos antihipertensivos a prevenir el incremento de la presión arterial. Una disminución de cinco gramos en el consumo diario de sal se asocia con 23% de disminución en la tasa de enfermedad cerebrovascular y a 17% en la tasa de enfermedad cardiovascular.
La cantidad máxima de sodio en agua potable habilitada por la norma significa 14% del total de lo aconsejable en la dieta de los pacientes hipertensos; con los valores aceptados en la situación de excepción pasó a representar 30%.
En ese contexto, debemos insistir en la importancia de no reducir el consumo de agua (mantener una adecuada hidratación es siempre fundamental), poner énfasis en mantener una estricta dieta hiposódica, que disminuya y compense el impacto de un incremento en el sodio en el agua, prevenir los factores de riesgo de las enfermedades no transmisibles, en particular las cardiovasculares y cerebrovasculares (consumir frutas y verduras, bajo consumo de grasas saturadas y no consumir grasas trans, evitar el sedentarismo, la obesidad, el tabaco y el exceso de alcohol) y facilitar el consumo de agua embotellada con garantías de contener niveles bajos de sodio.
La necesidad de tomar exclusivamente agua embotellada está especialmente indicada en pacientes hipertensos graves, con insuficiencia cardíaca, insuficiencia renal y cirrosis, los que requieren de una restricción importante del aporte de sodio y en los que un incremento de 240 mg/l puede tener un impacto no deseado en el manejo de su tratamiento y en su evolución.
Miguel Fernández Galeano es especialista en sistemas y servicios de salud y fue subsecretario del Ministerio de Salud Pública.