Estamos atravesando un momento educativo en el que impera un modo avasallante de gestionar, so pretexto del cumplimiento de la norma. Sin embargo, ese argumento se desploma cuando advertimos que es probable que casi no haya instantes previos en democracia que estén tan teñidos de decisiones y acciones punitivas, autoritarias y sancionatorias como las que ponen en juego cotidianamente las autoridades de la educación. Ya hemos planteado largamente que la supuesta transformación educativa hasta el momento no ha mostrado novedad alguna ni ha dado respuesta a los requerimientos que quienes hoy dirigen el destino de la educación exponían como reclamo en la administración anterior. Lo único que se ha consolidado se relaciona con las formas de denominación, la reducción de horas y cargos y la obsesión por el control que paraliza pedagógicamente a los actores educativos y destruye a las comunidades existentes, siempre vistas bajo sospecha.

No hay duda de que la pretensión de las autoridades es forjar una imagen pública simulando que se ha cambiado, para dar respuesta a las promesas de campaña. Cambiar se ha cambiado poco, y lo que se ha cambiado no ha sido bueno.

Si tomamos como hipótesis que la educación es una larga y profunda conversación que mantenemos los adultos de la institución educativa con los niños, niñas y adolescentes, con sus familias, con las figuras del entorno y con los autores del pasado y del presente, que nos legan los saberes para seguir ahondando en la construcción de nuestra humanidad y el desarrollo de nuestras sociedades, ¿cómo encararemos el futuro desde una configuración como la actual, en que ha desaparecido la palabra del escenario educativo?

En principio, parece imprescindible devolver la voz a los actores educativos y reponer la complejidad del debate de ideas sobre educación. No hay recetas cuando hablamos sobre la formación y el desarrollo de las personas. Esa complejidad del debate debe ser el sostén que funcione como andamio para comunidades educativas sólidas que puedan albergar a todos los niños y jóvenes más allá de sus peculiaridades y origen, y sostenerlos dentro del sistema con acompañamientos singularizados, propuestos a tiempo y diseñados acorde a sus necesidades y características.

Pero para que esto suceda es imprescindible restituir el paradigma de los derechos humanos como eje que sustenta a la práctica educativa: dar lugar a la participación de todos y desterrar cualquier sentimiento que pueda obstruir la confianza necesaria para expresar lo que cada uno opina.

Es necesario restituir la autoestima dañada de los docentes, acompañarlos y formarlos para que revivan la vocación y superen el lugar asignado por esta administración como meros aplicadores de recetas.

Los procesos de desvinculación de los estudiantes, particularmente en educación media, están ligados muchas veces a las experiencias negativas vividas en el marco de las instituciones educativas, pues configuran condiciones que entorpecen el desarrollo de los jóvenes y su vínculo con el conocimiento. La distancia entre el universo cultural de los estudiantes y el de los adultos constituye una preocupación constante para los que nos desempeñamos en la educación media. La palabra es mediadora en este sentido y no es posible que esté vedada enmudeciendo a quienes tienen tanto para decir. La restitución del paradigma de los derechos, entre otras cuestiones, permitirá construir la convivencia y superar conceptos obsoletos de disciplina escolar para invitar a los niños, niñas y adolescentes a la elaboración de las normas de convivencia. Hay que poner foco en la instalación y el fortalecimiento de equipos territoriales para la atención de la salud mental. Hoy contamos con docentes desbordados a causa de las exigencias administrativas que les han impuesto, atravesados por el temor que reina en el ambiente y la imposibilidad de dar respuestas a las necesidades de estudiantes que no son atendidas. La clase, los pasillos y los patios son los espacios en los que se vuelcan los temores, las incertidumbres, los dolores y las carencias. En muchos casos, las manifestaciones de violencia surgen, hacia sí mismos o hacia los otros. La atención a la salud mental es hoy una prioridad sin discusiones.

El desafío a partir de 2025 será fortalecer y apuntalar las biografías educativas, con acompañamientos oportunos a cargo de docentes con formación específica, para generar aprendizajes auténticos aceptando los ritmos y características de cada estudiante, en instituciones renovadas que hospeden a las generaciones de niños, niñas y adolescentes, en las que las experiencias culturales se ofrezcan cotidianamente. Es necesario restituir la autoestima dañada de los docentes, acompañarlos y formarlos para que reviva su vocación y superen así el lugar asignado por esta administración como meros aplicadores de recetas que no son más que ejercicios burocráticos.

Nos esperan nuevos comienzos –“lento pero viene/ viene con proyectos y bolsas de semillas”, como decía Benedetti–, donde todos, como sujetos de derecho, tengan su indiscutible lugar. No es admisible que estudiantes, docentes y funcionarios deban desgastarse para solicitar el diálogo, como si las instancias de intercambio fueran una concesión generosa de la autoridad.

Celsa Puente es profesora e integrante del colectivo Conversatorio sobre Educación. Fue directora general del Consejo de Educación Secundaria.