Autoritarismo y dictadura

Uruguay transitó entre 1968 y 1973 la “vía democrática” al autoritarismo y la dictadura. Y distinguimos autoritarismo de dictadura. El primero es resultado de una forma de ejercicio no-democrática del poder estatal que puede practicarse en el marco de la conservación formal de la ley y dentro de un régimen democrático republicano, a través de una praxis legal-autoritaria de gobierno donde la legalidad se subordina al “estado de necesidad” y al “caso concreto” determinado por el propio Poder Ejecutivo y la mayoría parlamentaria que responde a ese gobierno, como sucedió en nuestro país entre 1968 y 1973. La segunda, la dictadura y la técnica del golpe de Estado, representan un quiebre del régimen democrático-republicano,1 una nueva forma de organización del Estado que actúa como legislador absoluto, y un tipo de relacionamiento con la sociedad basado en la represión y el terror, como aconteció entre 1973 y 1985. El “pachequismo” representó la vía o camino uruguayo al autoritarismo y la “bordaberrización” del país representó el camino a la dictadura. Ambas etapas establecieron una relación de continuidad, evitable, pero que se tornó irreversible el 27 de junio de 1973. Ese proceso de cinco años es lo que llamamos “transición de la democracia a la dictadura” en el Uruguay.

Dictadura y democracia

La dictadura cívico-militar fue un régimen “internamente” impuesto, es decir, surgido desde dentro y como parte de la crisis de la democracia uruguaya y del Estado de derecho, que a través de la adopción de medidas extraordinarias, votadas por las mayorías parlamentarias para superar la crisis, lograron el efecto contrario: colocar en forma gradual, y sin retorno, las bases institucionales, legales, militares y discursivas del gobierno autoritario y el Estado policial, camino al golpe y la dictadura en el país.

En junio de 1973, no hubo un golpe tras una invasión del territorio nacional por una potencia extranjera que impusiera un gobierno títere como en países de Centroamérica; tampoco hubo un asalto de las masas al Palacio Estévez vanguardizado por comisarios políticos que impusieran un régimen soviético; ni se verificó un putsch armado ejecutado por comandos tupamaros para derrocar a las autoridades legítimas; ni el tan mentado modelo “peruanista” constató la división de las Fuerzas Armadas y el encuentro entre militares progresistas y el pueblo. La heroica huelga general de 15 días de la CNT para resistir el golpe no se transformó en una “huelga insurreccional”.

Uruguay y el “nuevo autoritarismo” en la región

Si hacemos un análisis comparado del contexto en que se produjo nuestro golpe de Estado, en un período corto, entre 1964 y 1976, constatamos la caída de las democracias y la sucesión de dictaduras “de nuevo tipo” (Guillermo O´Donnell) en el Cono Sur del continente: Brasil, Argentina –por dos veces–, Chile, Bolivia. En la mayoría de esos casos, las Fuerzas Armadas condujeron acciones contrarrevolucionarias que derrocaron a los presidentes constitucionales de turno (Joao Goulart, Arturo Illia e Isabel Martínez, Salvador Allende, Juan José Torres) e impusieron por la fuerza una Junta o Triunvirato Militar que luego se personalizó en la figura del dictador (Humberto de Alencar Castelo Branco, Juan Carlos Onganía y Rafael Videla, Hugo Banzer) o del tirano (Augusto Pinochet). Muy por el contrario, el golpe de Estado en el Uruguay es un autogolpe, lo ejecuta el mismo presidente constitucional electo democráticamente por la ciudadanía en las elecciones de 1971 por el Partido Colorado, con el apoyo de las Fuerzas Armadas, con quienes comparte el poder. Y ese es un rasgo específico recurrente en la historia del siglo XX uruguayo: los quiebres democráticos y golpes de Estado los ejecutan, además de civiles dirigentes de los partidos tradicionales, los presidentes constitucionales en el ejercicio del cargo (Gabriel Terra, Alfredo Baldomir, Bordaberry), quienes, desde la legitimidad de su máxima investidura, quiebran la legalidad y en ese mismo acto, de presidentes de iure se convierten en dictadores de facto.

La dictadura-institución

Esto nos lleva a considerar otro rasgo propio de la historia moderna y reciente de los golpes en el Uruguay, y es que sus ejecutores escapan a la figura del “Tirano Banderas” o “Yo, el Supremo”; dicho de otra manera, no tenemos en nuestro caso la figura del tirano “por usurpación” o la dictadura-persona, tampoco hay actos de instauración de un dictador sino conservación y continuidad del poder gubernamental bajo otra forma (democrática en dictatorial). Tanto fue así que, en 1973, no hubo reconocimientos internacionales al gobierno de facto instalado el 27 de junio porque su titular era la misma persona. Por lo tanto, en el Uruguay del siglo XX los golpes de Estado y las dictaduras son institucionales, y la decisión de su ejecución y sostén en el tiempo siempre se basaron en alianzas políticas que transversalizan sectores y dirigentes de los partidos históricos.

De allí que los estudios sobre el autoritarismo en el Uruguay insisten en definir la naturaleza del golpe de Estado del 27 de junio de 1973 como civil-militar (no exclusivamente militar) y, por eso mismo, el carácter del régimen como mixto o híbrido, donde el funcionamiento estatal se asienta en la corresponsabilidad de la conducción y en la división del trabajo; los militares aseguran la vigilancia de la población y la represión que asegura el orden interno, incorporándose también a tareas de gobierno (ministerios, intendencias, directorios de entes), y los políticos y civiles del régimen aseguran la continuidad del funcionamiento del gobierno político, burocrático-administrativo y diplomático del Estado-dictadura. Esa alianza se institucionalizó en democracia con el Acuerdo de Boiso Lanza y la creación del Consejo de Seguridad Nacional (Cosena) en febrero de 1973. Los sucesivos presidentes-dictadores, después de la destitución de Bordaberry, fueron también civiles y connotados dirigentes de los partidos tradicionales en su momento: Alberto Demicheli (1976) y Aparicio Méndez (1976-1981). Recién desde 1981 (a 1985) podría decirse que la dictadura se transformó en militar, pretoriana o corporativa bajo el gobierno del teniente general Gregorio Álvarez.

Un golpe en etapas: febrero a junio

Otra característica distintiva del autoritarismo y la dictadura en el Uruguay fue que el golpe se ejecutó en etapas, no en una única acción rupturista como fue, por ejemplo, el ataque al Palacio de la Moneda en Chile y la muerte del presidente Salvador Allende. Dicho de otra manera, en nuestro país no hubo “asalto al poder” que derrocara al presidente sino un proceso político y militar de acumulación gradual de fuerzas golpistas frente a las fuerzas democráticas y constitucionalistas, aunque la disolución de las cámaras representa el acto institucional y momento histórico del quiebre de la democracia.

Los sucesos desencadenados en la madrugada del 27 de junio personalizan al dictador. Por más institucional, colegiada o mixta que sea la naturaleza de una dictadura, no puede haber dictadura sin dictador. Gabriel Naudé formuló en 1639, en su libro Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, una pregunta clásica: “¿Quién ejecuta el golpe de Estado?”: el presidente Juan María Bordaberry. Pero en el caso uruguayo –como sucede igualmente con nuestra fecha de independencia o el número exacto de los “33” Orientales–, la respuesta fue sistemáticamente adulterada por el discurso político tradicional de la impunidad. En sus explicaciones “desplazan” argumentalmente el 27 de junio al 9 de febrero de 1973 (comunicados 4 y 7), y, últimamente, las posturas negacionistas ubican la fecha en 1963 (Asalto al Tiro Suizo). Esos corrimientos interpretativos buscan descentrar la discusión y sustituir a los responsables institucionales del golpe y sus cómplices por la editorial del diario El Popular de los comunistas, o por quienes en la izquierda sostenían posiciones “peruanistas” o quienes antes desafiaron por las armas el monopolio de la violencia estatal, pero cuyas fuerzas estaban desarticuladas por la represión al momento del golpe.

¿Y el Parlamento?

El Parlamento fue la primera víctima de la dictadura, disuelto en el primer decreto del régimen. Pero el camino a la dictadura en el Uruguay constata, entre 1968 y 1973, la parlamentarización de la violencia estatal, formalmente legitimada por la mayoría de los representantes que votaron su legalización –con la oposición de los legisladores frenteamplistas en bloque– y que así contribuyeron, voluntaria o involuntariamente, a institucionalizar el avance de los poderes de facto, antes del golpe. Dichos parlamentarios encarnaban la razón de Estado y los principios del “orden y la soberanía interna” del Estado –salvo honrosas excepciones en los partidos históricos que guardará nuestra memoria democrática por siempre, así como la histórica sesión de la Asamblea General realizada en la madrugada del 27 de junio–.

Otra enseñanza del ejemplo uruguayo, que acentúa el carácter institucional-estatal de la dictadura, es que son las propias fuerzas de seguridad del Estado las que sostienen la faz clandestina de la represión.

Dictadura y terrorismo de Estado

Muchas de las prerrogativas legales, constitucionales, por decreto, de dudosa constitucionalidad o extraordinarias como las medidas de excepción aplicadas en forma permanente, llevaron al “abuso de poder” gubernamental en democracia. Pero tampoco fueron suficientes para la “razón de Estado”. Reflotando los viejos principios de los arcana imperii, una zona oscura se empezó a constituir dentro del Estado de Derecho, primero, a través de la paraestatalidad clandestina del Escuadrón de la Muerte integrada por civiles y militares, y por las mismas logias militares como los Tenientes de Artigas fundada por el general Mario Aguerrondo. Recordemos que el primer secuestrado-desaparecido por el Escuadrón de la Muerte en el Uruguay acontece en democracia, en agosto de 1971 (Héctor Castagnetto). Luego, bajo la dictadura, se consolida esa “doble faz” legal-ilegal, pública-secreta del Estado terrorista (las desapariciones forzadas, los centros clandestinos de detención y enterramiento, la operativa “extraterritorial” en Argentina, los traslados ilegales y vuelos de la muerte, los comandos de tareas sin uniforme ni identificación, etcétera). Otra enseñanza del ejemplo uruguayo, que acentúa el carácter institucional-estatal de la dictadura, es que son las propias fuerzas de seguridad del Estado (militares y policiales), sus mismas sedes, organigrama, infraestructura, presupuesto y comandos las que sostienen la faz clandestina de la represión al “enemigo interno” y el cumplimiento de órdenes aberrantes bajo el principio de la “obediencia debida”.

A modo de síntesis

¿Qué es el “camino democrático” a la dictadura en Uruguay? Es el período de transición que transcurre entre 1968 y 1973, en el que se va legitimando a través de decretos de gobierno e iniciativas de ley del Poder Ejecutivo, así como por la votación de mayorías parlamentarias, las condiciones legales, discursivas y represivas del quiebre institucional del 27 de junio. Mediante la aplicación permanente de las medidas prontas de seguridad, el gobierno “de crisis” y bajo decreto implantó la lógica del “caso concreto” y la “urgente consideración”, justificó el decisionismo poderejecutivista, la suspensión temporal de garantías individuales y del habeas corpus, la intervención de la justicia militar en el juzgamiento de civiles, la institucionalización del Estado de “guerra interno” –luego sustituido por la Ley de Seguridad y el Orden interno del Estado–, la intervención política de las Fuerzas Armadas al encomendarle la conducción de la “lucha antisubversiva” en todo el territorio nacional (setiembre de 1971), la criminalización de las protestas sociales y la militarización de los trabajadores sindicalizados. Estas leyes, decretos e instrumentos fueron modificando la sujeción de la Administración a la legalidad, el equilibrio entre los tres poderes del Estado a favor del Poder Ejecutivo, incrementaron los litigios de competencia con el Poder Judicial, quitaron la autonomía de distintos organismos intervenidos, a la vez que recortaron las libertades civiles, de prensa, sindical, de reunión y de asociación, hasta la suspensión temporal de libertades individuales y finalmente, ya en dictadura, la ilegalización de los partidos y organizaciones de izquierda, de la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay (FEUU) y la intervención de la Universidad de la República. En ese proceso, el Estado reclamó para sí el derecho a la vida o la muerte de sus conciudadanos, que consideró “enemigos internos” y combatió en una “guerra interna” contra hermanos de sangre.

La crítica de los liberales a 50 años del golpe de Estado

Por lo anterior, las preguntas sobre las causas y el desenlace de la crisis institucional (1968-1973) deben también adosarse a la responsabilidad, decisiones y no-decisiones de los políticos profesionales y gobernantes electos, al pasaje del liberalismo democrático al liberalismo conservador como justificación ideológica del tránsito legal del Estado de derecho al Estado policial, a la incapacidad del sistema político tradicional para absorber la crisis institucional dentro de los marcos democráticos-representativos y no mediante la autorización legal del ascenso del poder policial-militar y su asociación con el poder político-administrativo del Estado uruguayo. A ese bloque liberal conservador se debe también, en 1986, la aprobación parlamentaria de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado que instaló la impunidad en democracia, y aquel pasado que no pasa, que se presentifica en cada búsqueda y hallazgos de restos de personas detenidas-desaparecidas, en el reclamo por verdad, justicia, y nunca más terrorismo de Estado.

Álvaro Rico es docente de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación e investigador del Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos, Universidad de la República.


  1. También es denominada en la literatura clásica “dictaduras constitucionales” (el sociólogo Gerónimo de Sierra utilizaba esa caracterización para Uruguay). También se utiliza “autoritarismo constitucional” (Gianella Bardazano) o “constitucionalismo abusivo” (Jaime Yaffé).