Definirnos exclusivamente con relación al paradigma imperante reafirma desigualdades. El proyecto de ley llamado “Festividades de las minorías religiosas”, presentado por la senadora Carmen Asiaín en 2020 y actualmente a estudio de la Comisión de Población, Desarrollo e Inclusión del Senado, utiliza el término “minorías” para referirse a la pluralidad religiosa o espiritual de los pueblos. Es antidemocrático: emplea un lenguaje que habla desde la superioridad. No habilita al diálogo; impone.

Si la propia denominación es despectiva, inquieta el criterio rector de dicho trabajo. Las palabras son herramientas; tienen poder para bien y para mal. Por eso instamos al uso de conceptos no jerarquizantes a la hora de situar lo diverso. Y diverso es todo cuando se trata de humanidad. Si se refieren a índices numéricos, las llamadas minorías, sumadas, posiblemente sean muchas más que las mayorías. Y son números que ignoran, porque no han querido censar los cultos. El Estado uruguayo desconoce oficialmente esos dígitos y da por cierto lo socialmente impuesto o extraído de encuestas mínimas, en una normalizada discriminación hacia lo que no es eurocéntrico e ideológicamente dominante.

Es también negligencia y omisión de deberes estatales dar por ciertas “mayorías” que el imaginario percibe como preponderantes, de “católicos” que muchas veces no conocen una iglesia por dentro. Porque si es “a ojo”, miremos la multitudinaria fiesta de Iemanjá, orixá africana en las aguas naturales de todo el país los 2 de febrero, y resulta incomparable.

Es peligroso que el Poder Legislativo se base en presunciones y en jerarquías culturales para legislar. Parten de una concepción subjetiva de lo social y pasan por encima de las diferencias que enriquecen al ser público de una sociedad, que nunca es uniforme, que aspira a la inclusión y no quiere ser arrinconada en la categorización desvalorizante de “minorías”. No hay culturas mejores, peores ni minoritarias, sino distintas. Decir lo contrario es útil a teorías de supremacías raciales.

Las comunidades religiosas de matriz afro e indígena somos perseguidas desde hace siglos por la procedencia étnico-racial de nuestra fe ancestral. Ritos de “negros” e “indios” son destinados a la subalternidad en sociedades occidentalizadas desde el inicio de las instituciones. Hemos presentado denuncias de todo tipo y las autoridades no cumplen su deber a la hora de salvaguardar nuestros derechos humanos.

Otras discusiones son estériles en tanto no se contemplen seriamente los desesperados reclamos y no se tome en cuenta el racismo religioso creciente. Es más, los feriados representan una estrategia de distracción para no hablar de lo que realmente nos hostiga. No “darse cuenta” no es inocente: denota improvisación y clasismo, desconocimiento e indiferencia a la sensibilidad ajena, rechazos irracionales, autoritarismo.

Estudiaríamos un proyecto que cuestionara los feriados católicos impuestos y que al menos pusiera en discusión injusticias sociales legendarias. Hace falta revisión histórica en nuestro país y en América Latina; no por casualidad es la región con mayor desigualdad del mundo, originada en las invasiones colonialistas europeas, potencias que aún hoy siguen vampirizando económicamente a países “de su propiedad”.

En tanto no se apliquen políticas de reconocimiento igualitario a la pluralidad cultural y de cultos y la defensa real de las libertades constitucionales de este derecho fundamental, ni siquiera tendremos tranquilidad para pensar. Si bien podrían interesar los asuetos rituales, hoy vivimos a la defensiva, la equidad para los cultos afroumbandistas es utopía y hasta cuando se hace una propuesta sobre las religiosidades se utiliza terminología supremacista.

Es imprescindible para la democracia que se visualice seriamente el tema de la diversidad religiosa, consecuencia de la diversidad cultural, y, de paso, lograr una carta magna que consagre la multiculturalidad y el antirracismo.

El gobierno ignora todo sobre la dimensión espiritual de la población. Confundió laicidad con comodidad y dejó de lado las creencias. Olvidó también que a la hora de garantizar derechos el Estado debe tener estadísticas y no las procura por negligencia. Hace mucho que pedimos que el censo nacional incluya la variable religiones de Uruguay, y nada. Enviamos un informe alternativo al Comité para la Eliminación de la Discriminación de la Organización de las Naciones Unidas expresando esto y las situaciones de abusos endémicos contra creencias de matriz afro. Hay interrupción de sesiones por denuncias falsas, vandalización a templos sin investigar, dificultades de acceso a la Justicia, acoso en aumento en frecuencia y agresividad hacia ceremonias y fieles, procedimientos municipales prepotentes y violencias varias. Ojalá nuestros problemas se arreglaran con feriados.

No es coherente tampoco asumir supuestos a la hora de legislar, abonando la exclusión y las hegemonías culturales. Casi el 90% de la ciudadanía profesa alguna forma de confesión religiosa; entonces, para garantizar la libertad de cultos consagrada en la Constitución, es imprescindible saber de quiénes y cuántos estamos hablando. Un proyecto que en apariencia pretende equidad, al no tomar en profundidad el tema, oculta, disfraza y colabora a alimentar desigualdades estructurales. La consulta previa esbozaría responsabilidad parlamentaria.

Lo cierto es que la intolerancia religiosa que padece históricamente la comunidad afro ritual se alimenta y crece, ya que nada se hace por estos problemas tan graves bajo la excusa de una pretendida laicidad que es indiferencia hacia los atropellos que sufrimos un sector de la población que colma las playas en Iemanjá. Al menos sepan que hay asuntos mucho más graves que nos aquejan y que la gente deja de ritualizar por miedo, se mudan o cierran el templo.

Las políticas discriminatorias colonialistas cristiano-católicas siempre han sido parte de sistemas de opresión a las tradiciones afroindígenas; conspiraciones de silenciamiento al tambor, contra las ofrendas, la incorporación de espíritus, la sacralización de alimentos y contra todo lo que pertenece a nuestras tradiciones, sin respeto por la ancestralidad y raíces milenarias.

Revisemos los términos, porque lesionan nuestra dignidad religiosa afirmando conceptos menoscabantes como lo “minoritario” sin nombre y sin identidad.

Y así seguimos reforzando el imperio del modelo dominante que limita al diferente con costumbres obligadas que nadie cuestiona a costa de ser señalado como “raro”, y sigue primando lo que conviene a los privilegiados. Un ejemplo: todo el mundo sabe qué es Navidad, pero casi nadie sabe lo que es Sabbat o Shabat, Ramadán, el Ridván o un Axexé o Itutu, y todas son instancias sacramentales. Si se implementara la Ley de Educación Pública, artículo 17, tal vez sería una enseñanza en primaria. Tampoco. Hoy convivimos con destrozos de lugares de culto, destrato por parte de funcionarios estatales, arbitrariedades por denuncias de supuestos ruidos o cuando hay faenas para consumo en retiros espirituales africanistas. Así no.

No apoyaremos ningún proyecto que avale y, por ende, no interpele feriados racistas como los que existen. Es imprescindible para la democracia que se visualice seriamente el tema de la diversidad religiosa consecuencia de la diversidad cultural, y, de paso, lograr una carta magna que consagre la multiculturalidad y el antirracismo. El neocolonialismo ideológico persiste y tiene sus celadores. Estos proyectos que perpetúan feriados discriminatorios son una muestra. Ya basta.

Susana Andrade es procuradora, activista social y exdiputada. Es presidenta de la Institución Federada Afroumbandista del Uruguay e integra el Grupo Atabaque por un País sin Exclusiones.