“Bienaventurados sean los perdedores, porque ellos cometieron la insolencia de amar a su tierra, y por ella se jugaron la vida. Bienaventurados sean los perdedores, porque ellos se negaron a repetir la historia y quisieron cambiarla. […] Maldita sea la exitosa dictadura del miedo, que nos obliga a creer que la realidad es intocable y que la solidaridad es una enfermedad mortal, porque el prójimo es siempre una amenaza y nunca una promesa”.

Eduardo Galeano, 2011.

Hubo pueblos en América Latina que no formaron imperios, sino que lucharon para resistirlos. Antes de la independencia de Uruguay, las tierras de la Banda Oriental estaban gobernadas por el sistema de virreinatos. El Virreinato del Río de la Plata fue creado con la última división administrativa de los españoles en América Latina en 1776 e incluía lo que hoy son Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia y parte de Brasil, y su capital era Buenos Aires. Las tierras eran extensas y con escasa incidencia de la mano humana en el paisaje. Los pueblos eran aldeas, sin calles ni caminos. El pueblo nativo no tenía ansias de conquistar la libertad, pues ya la tenía en la construcción de sus idiosincrasias, en sus mitos, rituales, narrativas, cosmovisiones, alimentación; su arte, sentido estético, desarrollo técnico y artesanal, la vaquería, el contrabando, el comercio paralelo, los fogones y guitarreadas. El proyecto federal artiguista había iniciado una revolución por la unión de los pueblos, a la vez que la consolidación de un horizonte ético y práctico con base en la libertad, la equidad, el reparto de las riquezas y un lugar para las voces de una América Latina plural: nativos, criollos, gauchos, negros, mulatos, matreros, mujeres, niños y otros sujetos, luego proscritos por el imperialismo, estaban implicados en la Patria Grande. Ellos no necesitaban una guerra por la independencia, a diferencia de los terratenientes, hacendados y latifundistas, esclavos de su propia legalidad.

En 1814 se crea la Liga Federal de los Pueblos Libres, también conocida como Unión de los Pueblos Libres, y se formaliza el 29 de junio de 1815. Fue una confederación de provincias aliadas dentro de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Artigas fue nombrado por su pueblo como el Protector de los Pueblos Libres y convocó al Congreso de Oriente en un paraje conocido como Arroyo de la China, hoy, Concepción del Uruguay. Allí se reunieron las provincias que integran la Liga Federal: Entre Ríos, Misiones, Corrientes, Santa Fe, Córdoba y la Banda Oriental. No sólo se discutieron aspectos comerciales y productivos, interprovinciales y arancelarios, como se hace ver con frecuencia en relatos de historia tradicional y política, cuyas fuentes son sólo archivos oficiales de los gobiernos; durante la creación de la Liga Federal se proclamó la primera independencia y soberanía del Río de la Plata de cualquier poder extranjero y se reivindicó una idea de autonomía anticentralista. Esta fue la genuina independencia del sistema de los virreinatos y podría haber sido la de los posteriores sistemas de Estados-nación, de la región que comprendía el territorio actual de Argentina, Uruguay, Paraguay, el sur de Brasil, el Alto Perú, Bolivia y parte de Perú con salida al mar. Por no acordar con la centralización del poder por parte de Buenos Aires ni de Montevideo, Artigas fue declarado traidor y se le puso precio a su cabeza: seis mil pesos fuertes de la época. Allí comenzó la construcción de su “leyenda negra”, desde Gervasio de Posada a Domingo Faustino Sarmiento. Finalmente, Artigas tuvo que exiliarse a Paraguay, luego de que su pueblo lo acompañara en el éxodo del Pueblo Oriental y Purificación.

El proyecto federal artiguista, al igual que su ideario, ha sido tergiversado en múltiples escenas, especialmente por la historia nacional y política. Por ejemplo, algo paradójico y contradictorio fue la construcción del Mausoleo de José Gervasio Artigas, para guardar sus restos bajo tierra en una cripta de mármol en la Plaza Independencia en la ciudad de Montevideo, durante el Año de la Orientalidad (1975), en plena dictadura cívico-militar. El gobierno de facto uruguayo quería apropiarse del artiguismo a como diera lugar, a favor de la exaltación del nacionalismo uruguayo, la idea de “ser oriental” solidaria con el discurso antisubversivo. Se intentó decorar el monumento con algunas de sus frases, pero las Fuerzas Armadas no encontraron ninguna que no fuera subversiva, así que dejaron el mausoleo con fechas y nombres de batallas, pero sin frase. Como dijo Galeano: “Involuntario homenaje, involuntaria confesión: Artigas no es mudo, Artigas sigue siendo peligroso. Cosa curiosa: con tantos vivos que hablan sin decir, en nuestras tierras hay muertos que dicen callando”.

En Argentina, Manuel Belgrano y Mariano Moreno fueron intelectuales capaces de ver en Latinoamérica el potencial para generar autonomía y fuerzas productivas, en articulación con Europa sin la necesidad de ser esta absorbida o esclavizada. Pero la figura de Artigas fue bastante diferente, pues fue un intelectual para quien no había tal división entre teoría y práctica; su vida e ideario se desarrolló y se expandió en el territorio junto a sus compaisanos. Fue quien hizo la primera reforma agraria de América, antes que Lincoln y que Zapata. Luchó por la confederación como forma de organización superadora de los sistemas unitarios y centralistas que perduran hasta la actualidad y representan los intereses de la oligarquía. Cuando se iza el pabellón nacional acompañado del estandarte artiguista, se consolida otra contradicción más, pues el pabellón nacional constituye la victoria del imperio europeo y de algunos criollos, que salvaguardando sus intereses de clase, permitieron afianzar las ideologías burguesas de las minorías, frente al proyecto local más sustancioso que tuvo la región rioplatense, que reunía y representaba los intereses y sensibilidades de los pueblos. El proyecto de la Liga Federal es de gran valor para la historia latinoamericana y específicamente para la historia local, ya que entraña ideas y programas éticos y políticos disruptivos de la tradición moderna secular-racionalista y burguesa-europea dispuesta a perpetuar el statu quo, el dominio y la opresión. El proyecto de los Pueblos Libres trasciende las declaratorias de independencia de los sistemas de Estados-nación que conocemos y es de gran importancia poder destacar un proyecto de época que no estuviera alineado ni fuera solidario con las lógicas modernistas de gobiernos importados de Europa; pues, aunque ya es mera especulación, me gusta imaginar que posiblemente la victoria de este ideario hubiera hecho la diferencia en una América Latina que tiene ya más de doscientos años de sistemas de explotación que le han abierto las venas.

Seguir pensando en la independencia de América Latina, específicamente de la región rioplatense, implica continuar debatiendo y profundizando en cómo construir comunidad.

Sin embargo, también podemos pensar que doscientos años de historia no alcanzan para pensar en una derrota total del ideario artiguista, ya que en los gobiernos subnacionales, tanto de las provincias argentinas, como de los departamentos uruguayos, aún se sigue observando con desconfianza e inconformidad el sistema unitario de Buenos Aires y Montevideo. Este sistema de administración y de reparto, aún actualmente continúa ensanchando la brecha divisoria entre capitalinos y provincianos, entre la campaña profunda, en su mayoría pobre, ensanchando la inequidad distributiva de riquezas y recursos, como el acceso a la educación, a la salud, la vivienda, así como a la cultura plural y a las idiosincrasias y costumbres heterogéneas indigenistas que continúa expoliando y segregando a través de la explotación medioambiental, la toma de posesión y privatización de la tierra que expulsa de sí, desde hace generaciones, a la gente del campo, que termina, muchas veces, recreando los anillos de miseria que bordean las ciudades y capitales.

Por otro lado, más allá de celebrar una independencia de los Pueblos Libres, o una independencia de Uruguay, es importante mencionar que esta última tampoco se corresponde con el 25 de agosto. La independencia de Uruguay se acordó con la mediación de Gran Bretaña el 4 de octubre de 1828, cuando se ratificó la Convención Preliminar de Paz, con la mediación de Argentina y Brasil; una independencia concedida con permisos extranjeros. El motivo del no reconocimiento de esta fecha, posiblemente, sea el no admitir que Uruguay sería una suerte de invento inglés promovido en su momento por un interés estratégico y comercial de evasión de impuestos, para evitar que Argentina y Brasil dominaran por completo el comercio en el Río de la Plata y el Puerto de Montevideo. La historia tradicional y nacionalista, la “historia de los vencedores”, de los grandes relatos ha instaurado una aceptación y normalización de las independencias de los países latinoamericanos a costa de genocidios, omisiones y proscripciones.

Las semillas que sembró la generación que hoy tiene aproximadamente entre sesenta y noventa años, que cuando jóvenes vivieron la crudeza de las dictaduras latinoamericanas, están brotando en personas cuya sensibilidad está dispuesta a honrar y dignificar la vida, a seguir accionando en pro del proceso de descolonialización, en una búsqueda de una teoría crítica que ayude desde diferentes espacios a dar voz a los sujetos castigados y proscritos, a cuestionar discursos eurocentristas en los espacios de educación formal y otros espacios de repercusión y gran alcance social. Se ha podido insistir en nuevas formas de hacer historiografía, analizando estructuras sociales, tomando nuevas fuentes –además del archivo y la documentación oficial y gubernamental–, dando lugar a problematizaciones, reivindicaciones y resurrecciones de temas no zanjados, poco visibilizados o tergiversados, como es el caso de la Liga Federal y la independencia de Uruguay, gracias al reconocimiento de una América Latina en constantes contradicciones y antagonismos, que busca recuperar su voz, su identidad ecléctica y plural.

La independencia es otro nombre que la dignidad. Como dijo Galeano para una nota hecha en 2011: “[…] en nuestros países la independencia plena es todavía, en gran medida, una tarea por hacer, que nos convoca cada día. En la ciudad de Quito, al día siguiente de la independencia, una mano anónima escribió en una pared: ‘Último día del despotismo y primero de lo mismo’. Y en Bogotá, poco después, Antonio Nariño advertía que el alzamiento patriótico se estaba convirtiendo en baile de máscaras, y que la independencia estaba en manos de caballeros de mucho almidón y mucho botón, y escribía: ‘Hemos mudado de amos’. […] Todas nuestras naciones nacieron mentidas. La independencia renegó de quienes, peleando por ella, se habían jugado la vida; y las mujeres, los analfabetos, los pobres, los indios y los negros no fueron invitados a la fiesta. Aconsejo echar un vistazo a nuestras primeras constituciones, que dieron prestigio legal a esa mutilación. Las Cartas Magnas otorgaron el derecho de ciudadanía a los pocos que podían comprarlo. Los demás, y las demás, siguieron siendo invisibles. Simón Rodríguez tenía fama de loco, y así lo llamaban: ‘El loco’. Decía locuras, como estas: ‘Somos independientes, pero no somos libres. La sabiduría de Europa y la prosperidad de Estados Unidos son, en nuestra América, dos enemigos de la libertad de pensar. Nuestra América no debe imitar servilmente, sino ser original’”.

La idea de una América Latina ecléctica y plural hoy consiste, precisamente, en ese concepto hegeliano de la unidad en la diferencia. La mayoría de la clase media uruguaya y argentina se consolidó con base en una sensibilidad mayormente europea, porque durante las independencias y los procesos de reorganización nacional de Montevideo y Buenos Aires en lo que restó del siglo XIX y durante el siglo XX, los criollos y nativos tuvieron que adaptarse mayormente a las costumbres de los inmigrantes europeos y no fue viceversa de manera equitativa. Si bien se dieron articulaciones y conjugaciones, a partir de las independencias y de la consolidación de los Estados-nación, la cultura latinoamericana y sus expresiones fueron mayormente absorbidas por una hegemonía cultural europea.

No obstante, creer que nos debemos identificar con expresiones de la cultura latinoamericana que son ajenas a nuestras sensibilidades o bien creer que todos debemos ser iguales –en esta suerte de mandato humanista y universalista neoliberal– nos aleja aún más de la idea de una reconstrucción de la cultura latina plural, pues los mandatos de la industria cultural y sus principios homogeneizadores barren con las diferencias, despolitizando y desculturalizando a las personas y a los territorios. Seguir pensando en la independencia de América Latina, específicamente de la región rioplatense, implica continuar debatiendo y profundizando en cómo construir comunidad ecléctica, haciendo revisiones críticas, articulando la realidad plural que se formó hace ya más de doscientos años, y apenas doscientos años.

Abril Estades es docente e investigadora.