Cuando se mencionan las políticas de vivienda y hábitat, por lo general la mayoría de nosotros evocamos la cantidad de construcciones materiales necesarias para abatir un estimado déficit de viviendas. Así, se discute ya la sensibilidad de algún gobierno para destinar recursos presupuestales para promover la construcción de viviendas de interés social, ya la mezquindad de retacear inversión pública al respecto. Pero en esta oportunidad podemos darnos la alternativa de no considerar tanto las cosas a construir como las personas a las cuales les llegarían los alcances concretos de una política pública específica. En otras palabras, pasar de considerar los ladrillos a considerar las circunstancias de lo humano.

Posibles políticas de infancia

Pueden entenderse ciertas políticas de vivienda y hábitat como políticas específicamente dirigidas a la infancia. Los planes quinquenales del gobierno bien podrían fijar como objetivos la cantidad de infantes que podrían empezar a aprender a dar sus primeros pasos sobre un suelo adecuadamente pavimentado. El asunto no es menor, porque, por lo general, las instituciones públicas comienzan a atender a los grupos familiares con la prole recién nacida, pero los plazos se extienden hasta que, cuando llegan las benditas soluciones habitacionales a sus destinatarios, los niños de entonces ya son adolescentes. En este sentido la tan mentada urgencia habitacional adquiere rostro de primera infancia: necesitamos atender las demandas sociales de vivienda adecuada, digna y decorosa de los recién nacidos y los que están por nacer y que abundan en los quintiles humildes de los niveles de ingresos.

Una política de hábitat orientada hacia la infancia no puede ignorar que no se limita a la provisión sumaria de cuatro paredes y un techo, sino de una plena inclusión en un territorio urbano de servicios de salud, enseñanza, seguridad y asistencia social. Es el desarrollo integral de esta densa malla de apoyos la que debe arropar los primeros años de existencia con un especial cuidado.

Vistas estas cuestiones desde esta perspectiva, las políticas de vivienda y hábitat, así como el conjunto integrado de políticas sociales públicas, no pueden encajonarse en los estrechos estantes de las políticas del bienestar, sino que deben ser entendidas en su verdadera magnitud: son políticas de calidad de vida. Esto quiere decir, de modo sustantivo, que no son ni una dádiva filantrópica, ni un gesto de solidaria justicia social, sino que son mucho más que eso: son el modelado preciso de la vida que, como sociedad, queremos cultivar. Porque es allí donde nuestra propia condición humana se reproduce, en donde debemos ampararnos todos en condiciones sensatas y sustentables de vida.

¿Una política de género?

Otra dimensión de las políticas de vivienda y hábitat consistiría en adoptar una perspectiva de género. Si se tiene en cuenta la situación concreta de las mujeres jóvenes de condición humilde que suelen tener sujetos a su cargo y una carga de inequidades a cuestas, una política pública específica dirigida podría constituir una opción sensata. El compromiso con la prole, en los sectores más pobres de nuestra sociedad, tiene cara de mujer a solas con su dura lucha por la supervivencia.

Tampoco aquí una política de hábitat con atención específica al género puede constreñirse a la disponibilidad de cuatro paredes y un techo, sino que debe constituirse una sólida trama urbana de asistencias para una salida adelante que nunca es un destino puramente individual, sino que conforma todo el derrotero de unos proyectos de vida peculiarmente comprometidos con el futuro. Pero estos proyectos de vida más que individuales necesitan contar con algo más que un umbral por el que salir todos los días a pelearla. Las acróbatas de la vida social deben contar con redes de seguridad, precisamente porque van por la vida en equilibrio precario.

Las políticas de vivienda y hábitat deben ser concebidas desde las demandas de las personas y no desde la provisión de servicios financieros y constructivos.

Una política de vivienda también puede ser entendida como una política de género, al comprender la vulnerabilidad especial que tienen las mujeres jóvenes de condición humilde, en el sentido en que estas son titulares de proyectos de vida que es preciso amparar de un modo ético antes que político. Esta política tendría como compromiso particular brindar un punto de arranque, un sitio desde donde afrontar la dura carrera por la supervivencia de estas mujeres. Sencillamente, porque una parte sustancial del propio destino comunitario está en sus manos.

Integración social y territorial

Mientras que la urbanización hegemónica se aplica a construir cosas expulsando pobladores, una política de vivienda y hábitat puede ser un valioso recurso para que la ciudad cuente con un modo de producción alternativo que se preocupe primero de convocar e integrar ciudadanos con derechos y construir ciudad a su servicio. Es que de la ciudad realmente existente en la actualidad huyen tanto los muy ricos, que ya consideran una guarangada rozarse en la calle con la chusma terraja y peligrosa, así como se ven expulsados los muy pobres hacia los márgenes territoriales librados a su suerte. Mientras que los primeros se asientan en barrios privados, convenientemente alejados, los pobres conocen los rigores de la intemperie urbana. En el medio, los promotores inmobiliarios hacen su agosto, produciendo parvos alojamientos en barrios densamente sobreexplotados por la especulación mercantil. La urbanización difusa resultante tiene a la ciudad histórica como relicto turístico y como referente aún de un nombre de lo que ha sido.

Pero una sensata política urbana –una resistencia política madura y sustentable, que no una “reforma urbana”– puede ofrecer aún una alternativa si se dirige a las personas de carne y hueso antes que a los inversionistas, a los habitantes de la ciudad antes que a los agentes económicos hegemónicos, a los peatones antes que a los personeros del poder. Sólo las personas dirigidas concertadamente hacia una sustentable integración social y territorial pueden afrontar social, económica y políticamente el desafío de hacer de la ciudad un territorio cabalmente vivible. Y unas políticas públicas de vivienda y hábitat pueden constituir las herramientas aptas para afrontar esta tarea. Pero para esto, las políticas de vivienda y hábitat deben ser concebidas desde las demandas de las personas y no desde la provisión de servicios financieros y constructivos.

En definitiva: políticas humanas de promoción de derechos

Cuando se advierte el rostro humano de las demandas de habitación es cuando se vuelve posible concebir de modo alternativo las políticas de vivienda y hábitat. Por un instante, al menos, el asunto deja de ser de números de esfuerzo fiscal, de voluntad política y de orientación ideológica, para emerger como el signo de una respuesta ética ante la desigualdad infamante, ante la segregación socioterritorial y ante la antinomia entre los destinos de los proyectos de vida en el seno de la comunidad. Ya la realidad humana es demasiado cruel para entenderse como asunto de políticas de bienestar. Es nuestra calidad de vida la que está en juego.

Las políticas públicas de rostro humano no son provisiones de servicios y son más que satisfactores de demandas específicas: son políticas humanas de promoción de derechos. Esto quiere decir que el sentido político y social de su acción no sólo apunta a la producción social de mejores condiciones materiales de vida, sino que deben ser entendidas también como políticas de impacto sobre las condiciones de reproducción social. Es que la magnitud ético-política que está en juego es inmensa, porque la promoción y la construcción de ciudad integradora implican un decidido y contundente cambio de rumbo sociopolítico.

Es por esto que las políticas de vivienda y hábitat deben trascender los límites del tradicional y carente marco del bienestar para ser abordadas en su condición profunda de políticas integrales de cambio en la calidad de vida.

Néstor Casanova es arquitecto.