Para quien observa con atención los procesos políticos en los últimos años, quizá uno de los fenómenos que más se destaquen en diferentes países sea el surgimiento de ciertas figuras populistas, con propuestas extremas, simples y efectistas para solucionar los complejos problemas sociales e institucionales que esas sociedades atraviesan.

Estos personajes tienen algunas características comunes. La mayoría de las veces se presentan como actores nuevos o ajenos a la política. Incluso con un marcado acento antisistema, por más que sean activos participantes de la disputa política y en ciertos casos hayan sabido vivir en ella como jugadores consolidados.

También es cierto que generalmente tienen una presencia importante en los medios. Ya sea por su extravagancia o por su carácter de “técnicos especialistas” o por ser funcionales a los discursos que oportunamente convenía mostrar. De una forma u otra, han ocupado horas de pantalla, declaraciones y referencias a sus ocurrencias y posicionamientos.

El tercer elemento que quizá se pueda destacar son ciertas coincidencias en los contenidos de sus discursos. Casi siempre conservadores o de extrema derecha, reivindican la pertenencia a una serie de etiquetas. Los valores tradicionales, una moral superior, la familia, la patria, el orden, la libertad y muchas otras generalidades que nunca terminan de definir con precisión en su alcance y características. Casi siempre conceptos abarcativos de algunos y la negación de los que no sean eso. Desde esas trincheras fundamentan su discurso rupturista, no siempre exento de odio, y la búsqueda de un conflicto que los fortalece y justifica.

Nuestras sociedades, contexto donde estos fenómenos nacen y al que pertenecen, se caracterizan cada vez más por la materialización de diferentes crisis o rupturas de las estructuras sociales y políticas que las han sostenido y dado forma. En su desarrollo, nuestros sistemas económicos y políticos, su globalidad e interacciones tienen efectos que cuestionan los imaginarios, derechos y sentidos donde amplios sectores de la sociedad afirman su existencia.

Si algo caracteriza nuestro tiempo es la complejidad y la incertidumbre. De ellas surgen los miedos y ansiedades, que continuamente bombardeados por un estímulo de consumo y aspiraciones de algo que no sos configuran el campo fértil donde muchos de los sinsentidos que estos personajes plantean encuentran su lugar como amparo y protección.

En la disputa cultural por la hegemonía de un relato dominante en la sociedad, que es en definitiva el telón de fondo que marcará el espacio que estos actores aspiran a ocupar, tienen todas las de ganar.

Quienes actuamos en política y creemos en ella tenemos la obligación de plantearnos cómo actuar y posicionarnos frente a estos fenómenos que afectan la democracia, la pluralidad y el sentido colectivo de nuestras sociedades.

Es así que en diferentes países, con sus características e idiosincrasias, han ocupado espacios, consolidado respaldos mayoritarios y llegado a las más altas responsabilidades del Estado. Como algunos ejemplos significativos podríamos citar al xenófobo Viktor Orbán en Hungría, los neofascistas de Giorgia Meloni en Italia o más cercanos, el miliciano Bolsonaro, que gobernó Brasil hasta el año pasado.

El resultado son gobiernos autoritarios que niegan o disminuyen los derechos para una parte de la población, liberales en lo económico, hasta que tienen que echar mano a la asistencia e intervención para sostener sus políticas, salpicados de corrupción y escándalos. En definitiva, sociedades cada vez más rotas y desintegradas, con estados disminuidos en su capacidades y competencias.

Lo que cabe preguntarse ante este fenómeno que se ha instalado es si su carácter es inevitable y no queda otra que pasar por estas experiencias en los diferentes países. Pero podemos ir un paso más todavía. Quienes actuamos en política y creemos en ella como la forma de articular las diferencias y orientar la transformación de la sociedad tenemos la obligación de plantearnos cómo actuar y posicionarnos frente a estos fenómenos que afectan la democracia, la pluralidad y el sentido colectivo de nuestras sociedades.

La dificultad mayor que podemos encontrar cuando nos posicionamos de esta forma podría ser con qué herramientas, estrategias y acciones los enfrentamos. No basta con condenarlos o dejar en evidencia su carácter cruel y sus contradicciones. Incluso, porque en la mayoría de los casos sus mecanismos de construcción de sentido no son ni siquiera racionales. Convencer con argumentos a alguien que sigue a un enajenado, que grita a voz en cuello que hay que terminar con el Ministerio de Cultura, de Educación, de Salud, de Ciencia y de Tecnología, porque son todos cuevas de avivados y politiqueros, no parece ser algo muy lógico ni efectivo.

¿Qué es lo que nos queda entonces? Algunas de las respuestas pueden surgir si logramos afirmar acciones que debiliten el miedo y la incertidumbre donde basan sus posicionamientos. Se requiere generar alternativas concretas y suficientemente sólidas y legítimas como para desplazarlos.

El escenario de disputa está en todos lados. Pero si venimos a nuestro país, a nuestro radio de acción, es claro que una de nuestras fortalezas y características distintivas ha tenido que ver con la movilización de base. Con su origen en la acción y el compromiso de compañeras y compañeros desde el primer día en que se le dio vida al Frente, y consolidado como seña distintiva de nuestra identidad actual. En Uruguay, dada la escala y las características de la sociedad, esas bases siguen teniendo vigencia y son un atisbo de esperanza para vencer el despropósito del discurso fácil y las soluciones mágicas. Es en esos espacios donde podemos afianzar los lazos interpersonales al mismo tiempo que escuchamos al otro, aprendemos de nuestras diferencias, tejemos la trama colectiva en nuestros acuerdos y pensamos la forma de generar conciencia y compromiso con la sociedad. No será el único lugar donde debemos actuar, por supuesto, y su vigencia estará presente en la medida en que sepamos reformularlos y ajustar su acción a cada generación y tiempo histórico. Pero tengamos claro que son un activo imprescindible y diferencial, que debemos seguir enriqueciendo con nuestra presencia, ideas y compromiso, para darle un horizonte de un futuro mejor a nuestra sociedad y demostrar así que hay alternativas posibles.

Gimena Urta es integrante de Alternativa Frenteamplista y dirigente del Frente Amplio.