Brasil juega en primera división en el tablero mundial. Sin embargo, mantiene dos retos enormes. En primer lugar está su pésima distribución de la riqueza y la renta. Según estimaciones oficiales, el 10% de su población concentra el 75% de la riqueza del país.

El segundo gran reto es el medioambiental, con su epicentro en la deforestación de la Amazonia. Brasil ha perdido ya el 20% de su selva, una extensión que supera con creces a la de la península Ibérica, y se está degradando aceleradamente un porcentaje aún mayor. Esto no sólo repercute severamente en la población indígena y en la biodiversidad, sino que tendrá graves consecuencias para todo el Cono Sur pues los “ríos voladores amazónicos”, que se forman por la evaporación del agua en el bosque tropical, fertilizan el sur de Brasil, Paraguay, Uruguay y el norte de Argentina. Sin selva, dejarán de existir y de cumplir esa función vital para la producción agrícola y la vida de millones de personas. Y en fin, todo el planeta se verá afectado, pues la Amazonia emite entre 9% y 16% del oxígeno mundial –hay controversia científica sobre esa cifra– y absorbe millones de toneladas de CO2 –si bien, en la actualidad, emite más CO2 que el que absorbe por las talas y los incendios: 98.000 en 2023–.

En ese gran país, Lula tomó posesión de la presidencia de la República el 1º de enero de 2023, lo que puso fin a la larga noche “bolsonarista” que provocó cientos de miles de muertes evitables durante la epidemia de covid-19, aumentó la pobreza e incrementó la desprotección en la selva y, así, su deforestación.

En su primer año de mandato, Lula ya puede mostrar un logro: Brasil goza del menor nivel de desempleo desde 2015 (7,7%). También está procurando algunos avances sociales con la puesta en marcha de programas que se habían semienterrado, como el Programa Nacional de Vacunación. Cabe confiar en que, al igual que en sus anteriores mandatos (de 2003 a 2010), en los que Lula logró reducir la pobreza –gracias a programas como Bolsa Familia– y redujo también, ligeramente, la desigualdad, habrá avances en este período. Ojalá sean más profundos y duraderos.

En el mundo de la geopolítica, lo más destacado de Lula han sido las propuestas de paz para la guerra que siguió a la invasión de Rusia a Ucrania. Aquí, a pesar de la influencia de Brasil en el escenario internacional, los intereses políticos, geoestratégicos y económicos presentes en esta guerra han sido demasiado poderosos frente a los buenos deseos de Lula.

En la Amazonia existe el riesgo de que suceda algo parecido y que la buena voluntad de Lula para proteger los territorios selváticos sucumba ante los poderosos intereses que se mueven en la región. Esa buena voluntad es indudable: Lula ha nombrado ministra de Medio Ambiente a Marina Silva, carismática defensora de la selva; se ha comprometido a alcanzar la deforestación cero en 2030; ha conseguido que algunos países ricos vuelvan a aportar fondos para la preservación; ha expresado su disposición a demarcar nuevas tierras que reconozcan la propiedad ancestral indígena, con lo que quedarían más protegidas; y ha ordenado la expulsión de miles de garimpeiros (buscadores de oro) del territorio yanomami. Un dato: se ha estimado que el 62% de los ríos del territorio yanomami están contaminados.

Por otro lado, Lula convocó una conferencia de presidentes de los países amazónicos en agosto de 2023, que reunió en Belém do Pará a ocho países: Brasil (con el 61% de tierra amazónica), Perú (11,3%), Bolivia (8,1%) Colombia (6%), Venezuela (5,6%), y –con porcentajes menores– Guyana, Ecuador y Surinam. La cumbre, precedida por encuentros de la sociedad civil, líderes y comunidades indígenas, emitió una declaración intachable en la que se habla de proteger la Amazonia, combatir la pobreza y las desigualdades en la región, buscar el desarrollo “sostenible, armónico, integral e inclusivo”... y también de la participación activa y del respeto y la promoción de los derechos de los pueblos indígenas. Sin embargo, los compromisos concretos y los recursos necesarios para ponerlos en práctica han brillado por su ausencia.

En todo caso, al lado de las buenas intenciones, los intereses de la minería, las madereras, la ganadería y la agroindustria, las inmobiliarias y los especuladores de tierras tienen mayoría en el Parlamento brasileño. Allí dominan la “bancada ruralista” y sus aliados bolsonaristas, quienes, por ejemplo, van a considerar la propuesta de asfaltado de la carretera BR-319 que une Manaus y Porto Velho (casi mil kilómetros selváticos), “una infraestructura prioritaria para el desarrollo”, según los proponentes. Será difícil que pierdan la votación y es bien sabido que cuando una carretera atraviesa la selva se multiplica la deforestación. Lula ha declarado que esas obras podrían ser útiles si se fijan objetivos de sostenibilidad, pero el trazado de la BR-319 transcurre por una “tierra sin ley” donde la explotación ilegal de madera, la construcción de ramales ilegales, la deforestación y la especulación campan por sus respetos. Por si fuera poco, el Congreso dificulta, con exigencias difíciles de cumplir, la demarcación de territorios indígenas cuya propiedad está pendiente de reconocimiento. Así, la tierra indígena Kawahiva del río Pardo espera desde hace más de 20 años el fin del proceso de demarcación.

No hay mejor ejemplo de confusión entre “crecimiento” y “desarrollo” que considerar que la explotación descontrolada de la selva es positiva para la economía del país al beneficiar a empresas de los sectores mencionados, sin tener en cuenta los enormes costes que supone en la pérdida de masa boscosa, en la generación de lluvias, emisión de oxígeno, capacidad de absorción de CO2 y pérdida de la biodiversidad, por no hablar del daño causado a los pueblos indígenas. Confusión que sólo se explica por la ignorancia o por una maldad supina, sobre todo, cuando existe la alternativa de lograr una explotación sostenible con la participación de las comunidades originarias.

La esperanza

Que la comunidad internacional –gobiernos y organismos internacionales– apoye al gobierno de Lula para que se concrete esa buena voluntad en la Amazonia es esencial pero no suficiente. La mayor esperanza para parar su destrucción viene de las propias comunidades indígenas, las cuales, con sus generaciones jóvenes bien formadas, se están organizando para defender sus tierras.

Es necesario apoyar a las organizaciones indígenas, un apoyo que requieren, en primer lugar, para que se conozca y divulgue la situación tan vulnerable que atraviesan después de la “tormenta perfecta” que provocó la covid-19, la desprotección de la selva por el gobierno de Bolsonaro, el cambio climático que ha llevado a una sequía sin precedentes y a incontables incendios, y la rapacidad del mundo que les rodea. Apoyo que necesitan también para el desarrollo de programas sociales adaptados a su realidad cultural y para que cuenten con servicios de salud adecuados, se traten los ríos contaminados y se protejan sus tierras. Y apoyo, en fin, para lograr un modelo de gestión económica y ambiental sostenible de sus territorios, dejando bajo su control la toma de decisiones.

En conclusión, hay que ayudar a que la Amazonia se libere de la “cultura do desmatamento” (deforestación) que tradicionalmente ha predominado en aquellas tierras. Los sueños del desarrollo sostenible han de hacerse realidad de una vez por todas por el bien de los pueblos indígenas y de los demás habitantes de la Amazonia, por el bien de Brasil, por el bien de América Latina y por el bien de la humanidad.

Manuel de la Iglesia-Caruncho es escritor y doctor en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense de Madrid. Trabajó con la Cooperación Española en Madrid y, durante casi 15 años, en Nicaragua, Honduras, Cuba y Uruguay.