Agustín de Hipona reflexionaba acerca de la elusiva posibilidad de definir el tiempo: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé, pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”. Este pasaje es muy famoso y sirve como ejemplo de otro concepto con el que todos estamos familiarizados pero que no es tan fácil definir, en especial porque nadie lo entendió a cabalidad como un profesor en particular en la mitad del siglo pasado. En efecto, René Girard (1923-2015) cambió, en 1961 con su Mentira romántica y verdad novelesca, la forma en la que entenderíamos el deseo, dando la hipótesis angular para cualquier teoría seria que quisiera entender cualquier aspecto de la cultura humana. Y digo: cualquier aspecto de cualquier cultura.
Pero el deseo es un concepto tan familiar al ser humano que lo anterior resulta extraño, ¿cómo puede ser que algo que es tan ubicuo como el aire o el ruido haya requerido casi diez mil años de civilización para entenderse a cabalidad?
Por un lado, porque siempre hace falta un genio inspirado, sea Copérnico, Galileo, Einstein, Freud o Girard, para romper los paradigmas de interpretación, y por el otro, porque en Occidente la herencia clásica (Aristóteles en particular) fue demasiado fuerte por demasiado tiempo, al menos en este tema.
En efecto, para el estagirita el deseo (orexis) constituye un apetito o “impulso hacia” algo que nos parece bueno, y está vinculado a la parte sensitiva del alma. Lo anterior tiene dos puntos clave: el objeto causa el deseo, y este pertenece a la parte irracional (afectiva), aunque está sujeto a ser mediado por la razón.1 Si no lo fuera sería un mero apetito, un deseo es algo más complejo2 y es privativo del ser humano. El deseo sería una facultad intelectiva secundaria.
La genialidad de Girard fue comprender antes que nadie que el error de Aristóteles (y de todos los que vinieron luego) fue suponer que, al igual que lo apetitivo, lo desiderativo tiene una vinculación directa con el objeto. Es decir, el objeto sería la causa, por alguna propiedad intrínseca, del deseo del individuo. Y eso es falso.
En efecto, el modelo de deseo mimético planteado por Girard propone un sistema tripartito, en el que existe un modelo, es decir, una entidad externa que actúa como moderador que intermedia entre sujeto y objeto, siendo este la causa del deseo y no el objeto en sí. Vale decir: deseamos porque otros nos indican qué y cómo desear, y no por un movimiento libre del espíritu.
Lo anterior es una píldora difícil de tragar para los que sienten que satisfacer un deseo es un acto de la libertad del ser humano (y todas las consecuencias éticas que eso entraña), pero veamos un poco en detalle el asunto, siempre desde las enseñanzas de Girard, a partir de ahora.
Desear deseando
Girard toma el concepto platónico de mimesis (imitación) y demuestra que solamente podemos desear lo que se nos enseña a desear. Esto es contraintuitivo: solamente podemos desear lo que se nos presenta externamente como deseable, es decir, deseamos lo que otros desean.
Lejos de ser una actualización de nuestra libertad, la persecución de los deseos es lo opuesto, la internalización del deseo ajeno y su apropiación como si fuera originalmente propio. Un problema para el paradigma libertario, porque si el deseo y la libertad están desligados, se cae su principal hipótesis de que “cada uno es libre de hacer lo que quiera”, porque de lo que somos libres es de “hacer lo que otro, al que consideramos un modelo de deseo, quiere”. Recordemos que somos capaces de reflexionar y evaluar por qué deseamos y si debemos o no actuar en consecuencia. A esto Aristóteles lo llama “deliberar” porque incluye el decidir sobre si es bueno o malo seguir el camino del deseo. No somos esclavos del deseo mimético, salvo que decidamos, por inacción o ignorancia, serlo.
Ese oscuro objeto del deseo
Lo anterior es lo más importante, porque muestra los hilos de la marioneta más compleja, el mecanismo por el cual la sociedad de consumo es tan eficiente para generar la frustración que engrasa la maquinaria del gasto impulsivo o emocional (dos palabras que sirven como eufemismo para “irracional”, por cierto). Pero no solamente.
Pensemos en la publicidad: desde la segunda mitad del siglo pasado, cuando se masificaron los medios de comunicación masiva, utilizaron como combustible el dinero que generaba la producción del deseo, y eso explica lo que subyace en lo “subliminal”, por ejemplo.
Pensemos en la mercadería de lujo (bebidas alcohólicas selectas, perfumes franceses –hoy árabes–, autos veloces); muy rara vez la publicidad se enfocaba en las propiedades que harían que el producto resolviera una necesidad del consumidor (como sí lo haría un destapacañerías), sino que se enfocaba en presentar gente hermosa, joven y con mucho dinero (aparente) llevando una vida a la que el consumidor promedio jamás podrá acceder pero desea.
El deseo mimético se establece porque no puede llevar la vida de esos personajes (recordemos que es una ficción, pero el mecanismo desiderativo no es sensible a esto), pero sí puede comprar ese perfume o bebida (e incluso quizás el auto).
Si el deseo se diera con el objeto adquirido (como plantea el modelo directo sujeto-objeto), su satisfacción sería terrible, porque no habría necesidad de seguir consumiendo de manera compulsiva, pero como un slip no lo convierte en el modelo del cartel, que es lo realmente deseado, el modulador y no el objeto, la frustración aparece luego del último bocado de la hamburguesa de serie y el obediente burgués sigue siendo una excelente máquina de gastar sin saber muy bien por qué. Sin saberlo del todo, de hecho.
La máquina Narciso
Pero es obvio que ese modelo de publicidad murió con las redes sociales. No desapareció, por cierto, evolucionó en una variante más eficaz, que pone al sujeto de esta época, el homo rete, ante algo más eficaz en generar deseos: la figura del “influencer”.
Al igual que el tespio Narciso muere porque se enamora de su propio reflejo en un lago y se arroja al agua para alcanzar al objeto de su deseo mientras exclama: “Adiós, joven amado en vano”, el homo rete es presa de una trampa similar en lo trágico: su modulador de deseo no es él mismo, obviamente. Pero sí es alguien mucho más cercano que Mary Tyler Moore vendiendo un perfume agigantado por la pantalla del cine, o George Clooney contrabandeando cápsulas de café en proporciones igualmente titánicas. En cambio, es alguien aparentemente común, sin nada que lo haga diferente en esencia de sí mismo, pero que tiene la carta mágica del juego: una gran plataforma de seguidores en redes sociales. Lo patológico del modelo queda plasmado en el objetivo infeccioso de la “viralización” de la imagen propia.
Es decir, no se desea a sí mismo reflejado, pero convierte la aparente cercanía del personaje de las redes (no nos confundamos, las redes son tan ficcionales como las películas o las series) con una identidad que no existe, y eso lo destruye. Se convence de que puede ser el otro y se tira al lago.
Lo más irónico es que sí tiene una pequeña chance de no ahogarse y, en cambio, adquirir una base de seguidores y constituirse él mismo en influencer. Ahí se cierra la trampa, pasa a ser en sí mismo el objeto del deseo, pero no en su reflejo sino en la idea de lo que puede llegar a ser si se alimenta de esas miríadas de miradas que le prestan atención digital. Se convierte así en sujeto, objeto y modulador.3
Deseamos porque otros nos indican qué y cómo desear, y no por un movimiento libre del espíritu.
El cambio es sutil pero esencial: el modulador pasa de ser “la estrella de la pantalla” con su estatura de semidiós a ser “el chico(a) de al lado” con su cercanía tan obscena que instala el “¿por qué yo no?” como trampa letal.
Y esto es lo esencial. Luke Burgiss en su libro Lo quiero lo explica muy bien; tomaremos su idea, dejamos fe, pero de manera modificada.
En la mitología clásica, los dioses, bellos, jóvenes, eternos y poderosos, vivían en el Olimpo, desde donde interferían con los mortales jugando con sus vidas y sometiéndolos a sus deseos según su antojo. No podían, en cambio, alterar el destino. Esto limitaba su poder de manera radical. Contra el destino los propios dioses juegan “de punto”.
Los héroes, en cambio, eran mortales. Igualmente eran fuertes, bellos4 y poderosos, pero su mortalidad los ponía al alcance de los malvados. Todo Agamenón tenía su Egisto y todo Heracles su Deyanira. Y esto era lo esencial: cualquier humano común podía aspirar a ser su igual: los príncipes aqueos podían desear a Penélope, la esposa de Odiseo, pero no a Hera, la de Zeus (aunque hubo quien lo intentó). La diferencia esencial del héroe era la “areté” o virtud heroica, era algo que se tenía o no, pero esto el ser humano común no lo sabe, o lo sabe y cree que la tiene. No confundir con el héroe trágico, que es un personaje y no un mitema.
Es decir, en términos generales existen dos tipos de moduladores del deseo, los terrenales y los olímpicos, los que sabemos inalcanzables y los que aparentan estar en nuestro rango de acción.5
El efecto es diferente: cualquiera sabe que no puede convertirse en Brad Pitt, Scarlett Johansson o Lionel Messi. Pero pueden mirar Tiktok, X o Instagram y prestarle atención a un autoproclamado experto en cualquier cosa: libros, negocios, deportes, dietas, perfumes, trucos de limpieza. Literalmente, lo que sea. Si tiene suerte, pasará del deseo mimético (seguir los consejos) a desplazar el modulador y preguntarse “¿y por qué yo no?” y al menos intentarlo.
Pero aclaremos: mucha suerte. Las redes se perpetúan igual que la publicidad, tienen que mantener a la plebe deseante; el homo rete no puede satisfacerse jamás, pero tampoco desengancharse de la droga dopamínica.
Zeus se pasea entre los mortales
Veamos un caso propiamente uruguayo: nuestro presidente, el doctor Luis Alberto Aparicio Alejandro Lacalle Pou. Su popularidad se ha mantenido constante mientras a su alrededor piezas clave de su gobierno se desploman como fichas de dominó: ni la prisión de su custodio y mano derecha Alejandro Astesiano, ni la de su mejor senador Gustavo Penadés por el juicio por pedofilia en curso, ni la corrupción de Carlos Albisu por “acomodar” cuadros de su lista en la Comisión Técnica Mixta de Salto Grande, ni la conspiración de su consigliere Roberto Lafluf para destruir documentos con su famoso “pasé a saludar” se le pegan. Parece recubierto de teflón. Todas las piezas del tablero se desploman y él sigue infectado.
Por un lado, y esto es obvio, es un líder y caudillo muy eficaz, sus seguidores lo perciben como el héroe que sacó a la izquierda del gobierno y eso no es poco. Aplacó una pandemia y le ganó todas las pulseadas al senador Guido Manini Ríos (que –esto es personal– me da la impresión de que hace pucheros en las fotos recientes).
Areté le sobra (mal que le pese a la gente de izquierda),6 pero esto le sirve para manejar a su antojo a la coalición (el deseo mimético de los colorados de ser él es muy obvio en la forma en que lo imitan), pero no para mantener estos niveles de popularidad.
El secreto es un doble mensaje que sus seguidores han comprado: él “no es un héroe”, palabras textuales de Graciela Bianchi”, pero tampoco es un hombre común. Es, metafóricamente hablando, un dios, como lo fueron Tabaré, Sanguinetti y muchos antes que él.
Vive tras las olímpicas murallas de La Tahona o de Suárez y Reyes (por 15 años los presidentes no vivieron allí, eso solamente es un mensaje), pero se pasea entre los mortales sacándose fotos, comiendo húngaras en un mostrador con su sonrisa y presencia también olímpicas impertérritas y dejando siempre a la custodia fuera del foco de las cámaras.
No causa extrañeza, desde la perspectiva de Girard, que este semidiós, asesino de zurdos, sea percibido como una figura mesiánica por sus seguidores, que optan por crucificarse ellos mismos antes de que algo afecte a su líder.
A no confundirse: todo esto es legítimo y genuino, Lacalle juega el juego del deseo como nadie. No nos vende perfumes ni bebidas alcohólicas, pero sí vende una mercadería: su figura como líder. Y mucha gente la compra porque cree que el hombre está cerca de su esfera, sin saber que la realidad vive detrás de las murallas. Juega a ser un influencer, pero es una estrella.
El tema es ver de dónde surge un oponente que esté a la altura. Dentro y fuera de su partido.
Bernardo Borkenztain es comunicador y crítico de arte.
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La muerte de Narciso se da porque no logra imponer la parte intelectiva a su deseo de unirse a la imagen que ve reflejada en el lago y se ahoga en persecución de la imagen de sí mismo, al menos según Aristóteles. ↩
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Aristóteles plantea que los deseos pueden ser racionales o irracionales. Los deseos racionales se dirigen hacia cosas que la razón (la facultad intelectiva que permite pensar, entender, juzgar) determina como buenas. Los irracionales se dejan llevar por las pasiones. ↩
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Es más complejo el tema del modulador en este caso, no es exactamente así, pero no tengo espacio para ampliar el tema. ↩
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La belleza era una virtud ética para los griegos. También para nosotros, pero somos más hipócritas al respecto. ↩
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Este efecto es el que hace que los hinchas de un cuadro insulten a sus jugadores con epítetos como “fracasado” siendo que en su mayoría ganan más que ellos, son jóvenes, están entrenados y tienen muy alto “valor de apareamiento”, expresión que parece en sí misma un ejemplo del deseo mimético. ↩
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La democracia es un juego de elección y reelección, y Lacalle Pou tiene más que buenas chances de ser presidente tres veces, por su juventud y por falta de un igual que le dispute el cetro. ↩